No es un incapaz; el presidente Duque es eficiente ejemplar de un proyecto de extrema derecha. Con su paciente inacción contra el paramilitarismo y todos sus émulos, logró el regreso de la más espeluznante seguidilla de masacres: 47 en los 8 primeros meses del año. Masacres de antaño reverdecidas hoy, en cuya historia ofreció abundar Mancuso; pero acaso pueda más el laborioso sabotaje de su extradición a Colombia por el propio Gobierno. Se llevaría el homicida para Italia verdades sobre la matanza de El Aro, en la cual habría tenido velas Álvaro Uribe. Por providencia de la Corte Suprema, deberá rendir el exsenador versión libre sobre “conductas que fueron declaradas crímenes de lesa humanidad” en las masacres de San Roque, La Granja y El Aro, y en el homicidio de Jesús María Valle en 1998. Tras la sindicación de soborno a testigos, un delito común, yacería la pulpa de un delito de lesa humanidad: la creación del Bloque Metro, protagonista de los hechos de El Aro, denuncia el exfiscal Montealegre.
Si bien han renacido, no son idénticas las masacres de ayer a las de hoy. Su función era entonces aterrorizar para arrebatarle al campesino su tierra; para imponer una hegemonía de vencedor armado mediante el control del territorio, de la población, de los corredores del narcotráfico. Dos fuerzas nítidamente demarcadas se enfrentaban: la guerrilla, por un lado; y por el otro, el paramilitarismo con ayuda de la Fuerza Pública, de autoridades locales y de particulares con poder. Hoy, la masacre busca aterrorizar para retener las tierras usurpadas; para prevalecer entre una polvareda de grupos armados asociados a negocios ilegales, narcotráfico comprendido; para bloquear los programas de implementación de la paz, sabotear la verdad de la guerra, liquidar el liderazgo social y frustrar todo amago de democracia en la Colombia profunda.
Pero la ferocidad, la sevicia del matar y rematar inocentes perdura y no se sacia. 150 paramilitares se toman el Aro, saquean, violan mujeres, torturan, asesinan a 17 personas en jornada de horror que culmina con el robo del ganado, de las tierras, el desplazamiento de los pobladores y el incendio del poblado. A Elvia Barrera la violan los paras en cuadrilla; la arrastran por las calles, cara al suelo, y la amarran a un árbol para que muera lentamente. También a un palo termina amarrado Jorge Areiza, después de sacarle los ojos y el corazón, cortarle la lengua y los genitales y levantarle la piel.
En Samaniego, el verdugo obliga a la víctima que yace boca abajo en el piso a volverse para mirarlo a los ojos, y descarga el tiro a diez centímetros de su rostro. Once largos días después veremos al presidente desfilar altivo, corazón de piedra, por sus calles, respondiendo con equívoco saludo de reina Isabel al abucheo de sus gentes. El Gobierno atribuye ésta –y todas las masacres– a vendettas entre mafias, llamadas a desaparecer por obra del glifosato. Grosera simplificación que pretende ocultar su criminal omisión, pues sabía de antemano lo que vendría.
Negligencia que raya en lo penal, fallaría el Tribunal de Medellín sobre la omisión del entonces gobernador Uribe, quien también sabía por el alcalde del pueblo lo que corría pierna arriba de El Aro y, sin embargo, lo abandonó a la tragedia que debió evitar. ¿Será que ya desde entonces obraba en Uribe –como parece obrar ahora en sus validos– la fría escuela que justifica “masacres con sentido social”? (“Si la autoridad serena, firme y con autoridad implica una masacre, es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”, escribió Él). ¿Será cada víctima de las masacres que vuelven al país “un buen muerto”, que deba pagar por veleidades de terrorista? ¿Lo son también para Duque?