TODO EL MUNDO LO SABE, MENOS el Ministro de Agricultura. Sostiene él que no puede culparse a los biocombustibles por la carestía de alimentos que reduce al hambre a 862 millones de personas, 95% de ellas en el Tercer Mundo. Pero ya nadie niega que en la crisis pesa, y de qué manera, una política global enderezada a crear escasez ficticia de alimentos. Política de desabastecimiento que rueda por dos caminos: primero, sustituyendo la producción de comida por la de agrocombustibles; y segundo, especulando en los mercados mundiales de granos.
Cada día aumentan las siembras de soya y maíz transgénicos para biocombustibles, porque ello resulta más rentable que llevar esos productos a la mesa. Aunque tanquear una camioneta con etanol demande tantos granos como la alimentación de una persona durante un año. Por añadidura, los grandes fondos de inversión se desplazan de la especulación financiera e inmobiliaria hacia el control de la comida, creando precios ficticios que resultan prohibitivos para dos tercios de países que dependen de la importación de granos.
Agricultura para biocombustibles y especulación en los mercados de futuros agrícolas convergen en una integración de los mercados de energía y alimentos, en una economía mundial librada a la angurria de los más fuertes. Allí ponen también su roca de arena los elevadísimos subsidios de Estados Unidos a la producción de maíz convertible en etanol.
So capa de defender el ambiente, se despliega una gigantesca campaña en favor de los biocombustibles. Que nada tendrían de malo si no se les antepusiera a la supervivencia de media humanidad. Es que, para ganar más, las mismas multinacionales que desarrollan los transgénicos prodigio de la ciencia que daría de comer al mundo entero multiplican todos los días sus inversiones en biocombustibles. Y en venenos. Monsanto y Bayer producen tanto semillas transgénicas como agrotóxicos. Desplazada la producción de maíz comestible por la de maíz convertible en etanol, se dispara el precio del primero, con un resultado dramático: queda en vilo la seguridad alimentaria de los países pobres.
En la próxima década, la producción de biocombustibles causará la tercera parte del incremento de precios de los alimentos. Nestlé, Quaker, General Foods, las compañías que monopolizan el negocio de alimentos, son las grandes beneficiarias. Cargill controla un tercio del mercado mundial de granos; sus utilidades han crecido 170%.
Colombia no es inmune a estas tendencias. En los últimos seis años, el país duplicó sus importaciones de maíz gringo, a precios de oro. La tonelada que en 2002 valía 96 dólares, se ha trepado a 249. Aquí producimos 600 toneladas anuales de maíz y consumimos 3,2 millones. La palma de aceite se cultiva hoy en 50 mil hectáreas que lo fueron de arroz. La palma africana es el huevito de una política agraria que sacrificará, aún más, la alimentación de los más a las agallas de los menos.
Panorama tan desolador no podía resultar sino de 30 años de desregulación de la producción y el comercio de alimentos. Antes de que el grueso de la humanidad bese el límite de su resistencia, habrá que volver a un sistema de comercio que busque desarrollo, empleo y seguridad alimentaria. Que estabilice la producción y comercialización de alimentos. La soberanía alimentaria bandera que ondea, esa sí, en terrenos de la seguridad nacional depende en gran medida de proteger la producción nacional. Principio que practican los países desarrollados mientras les exigen a los pobres apertura comercial plena.
Bien haría el ministro Arias en despejarse de falacias y asumir algún día su deber: velar por nuestra seguridad alimentaria, en lugar de soñar con convertir a Colombia en una sola Carimagua.