En su galope desbocado por el liderazgo de América Latina, Chávez afina cuerdas vocales para copar la escena en la cumbre de Bariloche. Mientras tanto, media Venezuela protesta en las calles contra la Ley de Educación que aprieta el paso hacia una dictadura en ese país. Esta reforma convierte a la escuela en instrumento monolítico de la revolución bolivariana. Su fundamento, la censura. Así como veta la enseñanza plural, incorpora la aplazada ley de delitos mediáticos y subordina los medios a los objetivos de la nueva educación. Tras diez años a la búsqueda de un socialismo “endógeno, participativo y protagónico”, burlado por la esquiva originalidad, Chávez no puede sino rendirse a la evidencia. Para mandar a sus anchas, basta acudir al recurso que no falla: imponerse a gritos y blandiendo fierros. El reformismo que alentó sus primeros años terminó arrollado por la improvisación, la arbitrariedad, la corrupción y el revanchismo. Autocomplaciente, huérfano de ideas, el coronel supeditó cuanto se había logrado a la obsesión de consagrarse como el héroe del siglo XXI. Y redujo el socialismo a réplica del modelo cubano que había periclitado ya.

No fue poco lo sacrificado. El chavismo debutó con redistribución del ingreso mediante programas de salud y educación gratuitas para los olvidados de siempre. Recuperó para Venezuela el petróleo que la fiebre privatizadora había entregado al capital foráneo. Nacionalizó el sector eléctrico, estratégico, como lo hicieran siempre las democracias de occidente. Intentó una reforma agraria liberal que obligaba a trabajar el latifundio subexplotado y entregaba tierra a los campesinos bajo la figura de propiedad cooperativa. Quién dijo miedo. Aunque el agro en Venezuela representa apenas el 6% del PIB, se alzaron las elites, todas a una en Confecámaras, y dieron golpe de Estado.

De regreso al Palacio de Miraflores, Chávez se emborrachó de poder y de petrodólares. Con la renta del crudo financió “lo social” a manos llenas, aunque los fondos empezaron a desfondarse sobre las arcas de los amigos y a privilegiar a sus prosélitos. A la conquista de la hegemonía del continente, el chorro de oro negro regó también la sedienta economía de Cuba, las de Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Convertida en alcancía del gobierno, PDVSA redujo su producción de 3.150.000 barriles diarios a 2.400.000. Por acuerdo con la OPEP, es cierto. Pero también porque cientos de experimentados profesionales de la empresa fueron reemplazados por activistas del chavismo, que mucho saben de sisa y de votos y de propaganda, pero nada de industria petrolera. Resultado: la firma estatal que es corazón de la economía venezolana, fue todo ineficiencia y corrupción. A tanta incuria se suman la drástica reducción de los precios del crudo y el hecho insólito de que en los tres últimos años, 40% del ingreso petrolero nutriera fondos que Chávez maneja a su arbitrio personal y sin control. La economía se derrumba.

Chávez desperdició una oportunidad dorada: convertir la bonanza en riqueza productiva. Malogró la posibilidad del socialismo en su país. El suyo es un régimen siempre transitorio, dominado por el dogma de un hombre que considera “burgués” propender al equilibrio entre libertad e igualdad, entre liberalismo y socialismo. En su afán por descubrir el agua tibia, olvida que hubo ya socialismo democrático; y, por supuesto, también dictaduras que se impusieron a nombre del socialismo. Cuando América Latina se debate entre democracia redistributiva y dictadura, Chávez se inclina por la dictadura. Dictadura para un socialismo de opereta.

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