La tierra prometida, sin usurpadores

En sólo un mes, este Gobierno tituló 681.372 hectáreas de tierra a familias campesinas sujetos de reforma agraria. Medida trascendental en cien años de historia atascada, que sorprendió por sus dimensiones y por el rigor legal que la cobija. Es paso inicial de una estrategia más enjundiosa contemplada, entre otros, en el Acuerdo de Paz que Iván Duque saboteó para mantener a Colombia en el podio mundial de mayor concentración de la propiedad en el campo. Oscilando entre amenaza y maná del cielo debió de caerles a los señores de la tierra la ocupación de 108 predios ajenos, mientras la ministra Cecilia López abría compuertas a la titulación represada por el uribismo. Amenaza, la invasión de propiedades, que la ministra condenó sin atenuantes. Pero a su vez, la fortuita coincidencia daba pábulo al mensaje subliminal del latifundismo: invasiones y reforma agraria atentan, todas a una, contra la propiedad. Ergo, invita a crear “grupos de reacción inmediata”, germen del paramilitarismo.

Juzga esta derecha por su condición. Tras 40 años de silencio autoimpuesto para encubrir la expropiación violenta de ocho millones de hectáreas al campesinado, cree ahora adivinar en la naciente reforma agraria la mano peluda del comunismo. Quienes se sumaron por los lados a la violencia que cobró medio millón de muertos y desaparecidos, querrían invocarla de nuevo como derecho adquirido. También yerran el ELN y las disidencias de las Farc si, como aventura el Defensor del Pueblo, promueven en algún grado las invasiones. Pero unos y otros aran en el desierto: no está ya dispuesto el país al sacrificio ni a la guerra.

Dijo Gerardo Vega, director de la Agencia Nacional de Tierras, que aquella iniciativa de Lafaurie coincide con las Convivir, origen de la amarga sangría que Colombia no quiere revivir. “No, no más civiles armados, apuntó; de ningún lado, y menos de los señores que dicen ser empresarios del campo”: los conflictos de tierras los resuelven las entidades del Estado, no los particulares; ni organizaciones privadas de protección de la propiedad, ni invasores ni ocupantes. Si la mayoría de éstos últimos son campesinos cansados de confiar en promesas incumplidas y con los cuales discute acuerdos el Gobierno, éste ha anunciado también que allí donde medren armados ilegales les hará sentir el peso de la ley. Empezando porque les negará la titulación y todos los apoyos oficiales para explotar el fundo.

Precisa el Gobierno que se propone cumplir rigurosamente el Acuerdo de Paz, en particular el punto uno de reforma rural: adjudicar 3 millones de hectáreas a campesinos; formalizar 7 millones de hectáreas abriendo puertas a todos los medios de fomento que el Estado ofrece en crédito, asistencia técnica, adecuación de tierras y comercialización; y culminar el catastro multipropósito para saber qué tierras hay, a quién pertenecen, a qué se dedican, cual es su potencial real. Que las tierras inexplotadas paguen impuestos o, en su defecto, se le vendan al Estado para que éste las distribuya entre campesinos laboriosos. Sugiere Petro comprar los 3 millones de hectáreas con deuda pública redimible a futuro, compensando el golpe a la deuda pública con una reestructuración del gasto del Estado; por ejemplo, sobre los múltiples ejecutores de vías.

Esta reforma agraria ofrece salidas plausibles a los problemas estructurales del campo: a la hiperconcentración de la propiedad, al uso irracional del suelo, a la brutalidad contra el campesino. Es decir, al modelo de tenencia y uso de la tierra, que es talanquera formidable al desarrollo. Busca saltar del feudalismo a la modernidad: del despotismo a la democracia, de la miseria a la dignidad, de los ejércitos particulares al monopolio de la fuerza en el Estado. Busca entregar la tierra prometida, sin usurpadores. ¿Mucho pedir?

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CPI en Colombia: pausa condicionada

En tres años se situó la JEP a la cabeza del aparato judicial que enfrenta graves crímenes contra los Derechos Humanos, en un país donde el recurso al horror desafía la imaginación de las más sanguinarias dictaduras. Y pese al ataque inclemente de este Gobierno y de su partido contra el tribunal de justicia transicional que es eje del Acuerdo de Paz. Tal la trascendencia del trabajo de la JEP y su prestigio en el mundo, que la Corte Penal Internacional (CPI) permuta una investigación previa de 17 años al país por el compromiso del Gobierno de respetar, fortalecer y proveer al órgano de justicia transicional y desarrollar en toda su dimensión y potencialidad el acuerdo de La Habana. Es, a un tiempo, reconocimiento de la legitimidad constitucional y legal de la JEP, de los derechos de nueve millones de víctimas, y tenaza a las veleidades de la derecha contra el modelo de verdad, justicia y reparación: se obliga el Gobierno a rendir cuentas regularmente al supremo tribunal mundial de su quehacer contra la impunidad y sus avances en implementación de la paz. De no hacerlo, volverá la CPI a intervenir.

Vigoroso el soporte que termina por blindar a la JEP: en casos emblemáticos de crímenes de guerra que comprometen a cúpulas por emisión de órdenes o por cadena de mando, imputa cargos a uniformados de alto rango en el Ejército –generales comprendidos– por 6.402 falsos positivos; y al Secretariado de las extintas Farc, por la comisión de 21.000 secuestros y 18.000 casos de reclutamiento de menores. Nunca antes había llegado tan lejos la justicia, ni se viera sometida por ello al bombardeo de un expresidente que, por salvar el pellejo propio y el del turbio círculo que lo rodea, así feria hasta el honor.

En su conocida rapidez para atrapar cada oportunidad de autobombo, califica Duque la pausa de la CPI como prenda de confianza en su Gobierno: se apropia méritos ajenos, precisamente los de la JEP y La Corte Suprema, blanco consuetudinario del fuego uribista y del suyo. Ha buscado hacer trizas la paz, y contra la JEP malgastó un año de debate en el Congreso por seis objeciones que interpuso enderezadas a disolverla. Y calla cuando la Fiscalía de su amigo invita sin razón a precluir investigación contra Uribe por manipulación de testigos con motivo de presunta participación suya en la creación de grupos paramilitares.

El solo seguimiento de masacres, secuestros, desapariciones, desplazamiento forzado, falsos positivos y promoción del paramilitarismo abre un abanico abrumador en esta Colombia que funge como la democracia más antigua y estable de la región, libre de dictaduras (salvo la civil de Ospina-Laureano y la militar de Rojas entre 1949 y 1957). Acaso resulte inferior en crueldades la dictadura declarada de Venezuela, paso siguiente de la CPI. País hermano gobernado casi de largo durante un siglo por autócratas de charreteras aupados por la doctrina del “gendarme necesario” de Vallenilla Lanz, cuya capital se tuvo por “el cuartel” de la Gran Colombia mientras a Bogotá se le ungió con la cursilería de “Atenas suramericana”. Tal vez ni Gómez ni Pérez Jiménez ni Chávez ni Maduro igualen en carnicería a ciertos gobiernos nuestros –de la Violencia a la Seguridad Democrática– presididos por eminencias civiles que desde una democracia precaria emulan a los dictadores.

Ahora el Gobierno tendrá que garantizar los derechos de las víctimas y no podrá obstaculizar el ejercicio de la justicia transicional. El movimiento Defendamos la Paz le exige al presidente Duque honrar la palabra empeñada a la CPI y pedirle a su partido retirar los tres proyectos de ley contra la JEP que cursan en el Congreso: dos para modificarla y uno para disolverla. Será una prueba ácida, entre otras previsibles, para seguir o no en pausa condicionada.

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Autobombo ladino

Después de los 6.402 falsos positivos del uribato, en el Gobierno de Duque ha vuelto a correr sangre a chorros. Pero a cada nueva evidencia de la carnicería, un coro se levanta desde el poder para convertirla en gesta heroica de la democracia contra el terrorismo; que lo es todo cuanto se aparte del corro presidencial, de su partido, sus banqueros, sus terratenientes y sus Ñeñes. Y nadie le cree. O muy pocos, porque son legión los colombianos que han visto impotentes el asesinato sin investigación y sin castigo de 116 líderes sociales y la comisión de 69 masacres sólo en lo corrido de este año. Legión, los testigos del homicidio a bala de 13 manifestantes el 9 de septiembre del año pasado y de otros 77 en mayo-junio del presente, según Temblores e Indepaz. A bala de la fuerza pública y de sus adláteres, las Camisas Blancas del paramilitarismo urbano.

El más reciente pronunciamiento es de Nancy Patricia Gutiérrez, Consejera de  Derechos Humanos: “el gobierno del presidente Duque –escribe– ha dado lo mejor por la protección de los líderes sociales [y] ha adoptado políticas públicas de Derechos Humanos que se implementan de manera rigurosa”. Otra cosa dijo la CIDH, que vino, estudió los hechos, comprobó responsabilidad del Gobierno en la matanza del paro nacional y anunció monitoreo al país. También a España llegan ecos de esta finca, y el presidente que corre a suplantar Vallejos en la Feria del Libro de Madrid con su librito de economía naranja. Mas pierde el envión. Nada puede ante la protesta de colombianos en esa ciudad contra el “genocida”, ni ante el manifiesto de 28 libreros indignados con quien llega “a lavarse la sangre derramada”.

Y es que Colombia se corona campeón mundial en asesinato de líderes ambientales: 65 el año pasado, casi la tercera parte de los habidos en el orbe. Informa Global Witness que estos crímenes son parte del ataque generalizado contra líderes sociales y defensores de Derechos Humanos, y permanecen en la impunidad. No toca el Gobierno la pulpa de la matanza, bien cobijada como está por su sabotaje a la implementación de la paz. Último dato: cercena la implementación de la paz reduciendo sus recursos de 10% a 3%.

Pero en su grosera distorsión de la realidad, se pavonea Duque disfrazado de   cruzado, de Blancanieves, de presidente. Perdura el recuerdo del chaleco (no disfraz) de policía que se caló para confundirse con quienes acaso venían de matar a 13 muchachos, y los llamó “héroes”. El elogio, flor silvestre, le brotó del alma. Pero otras veces él y su Gobierno mienten en grande sin parpadear. Mienten sus funcionarios, verbigracia, al reconocer 3 muertos en Cali el 28 de mayo a manos del Ejército, la Policía, el Esmad, el Goes y los paramilitares, cuando fueron 12 las víctimas, según indagación pormenorizada de El Espectador, (5, 7, 2021). De las decenas de agentes implicados, sólo uno ha sido llamado a juicio. Y la Fiscalía ahí, se carcajea, mientras a Nury Rojas, madre de la baleada Angie Baquero, la amenazan de muerte por exigir justicia.   Presidente, Fiscal y Mindefensa elevaron a terrorismo las contravenciones de bloquear vías sin violencia o tirar piedra. Se prepara sentencia de 22 años de cárcel contra un miembro de la Primera Línea en Medellín por filmar enfrentamientos con el Esmad y por insultar policías.

El mundo de las letras en pluma de libreros descalificó en España el ladino autobombo de este “heredero de la peor tradición uribista, la de los falsos positivos, los cuerpos mutilados, el narcotráfico y las matanzas paramilitares […] el responsable directo de la represión, de las torturas y desapariciones de los últimos meses”. Mas, si por allá llueve, por acá no escampa: 70% de los colombianos reniegan de la perversa charada y reclaman respeto a la vida a quien todos los días tira la piedra y esconde la mano.

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Perdón y olvido para quién

Hilando delgadito, en la propuesta de amnistía de Álvaro Uribe se insinuaría un nódulo clasista y hasta de deslealtad a subordinados y aliados. En radical negación de responsabilidades por falsos positivos ante la Comisión de la Verdad, acusó él a sus soldados de haberlo engañado. Y a poco, en entrevista para El Tiempo, propuso para ellos (y para los paramilitares involucrados) juicio con penas reducidas o libertad condicional, si confiesan la verdad y asumen la responsabilidad de sus crímenes. En un órgano de justicia distinto de la JEP, acaso presidido por otro Barbosa de sus afectos. Para él, en cambio, y para todos los capitanes de las fuerzas enfrentadas en el conflicto —responsables mayores entre políticos, paramilitares, uniformados y empresarios— habría borrón y cuenta nueva. Para el pináculo de la contienda, la amnistía posible, pues lo no amnistiable  (crímenes de guerra y de lesa humanidad, genocidio y agresión) habrá recaído sobre el estrato inferior del ejército patriota. La culpa nunca es de quien exige resultados con transparencia, espetó valiente; es del incapaz criminal que para demostrar resultados produce crímenes: ¿el soldado que ejecuta una política trazada minuciosamente desde la comandancia suprema de las Fuerzas Armadas?

Tal vez quiera Uribe repetir el pacto de olvido que reconcilió a los promotores de la Violencia bajo un manto de silencio, para que no figuren en la memoria nacional los cientos de miles de campesinos asesinados, los dos millones de hectáreas usurpadas en el otro conflicto devastador del siglo XX. Venias, besos,  abrazos y un drink sobre la sangre derramada y las haciendas agrandadas. Ni el nombre de los señorones que desde los directorios políticos ordenaron la matanza. Y en la faena de “olvidar el pasado por el bien de todos”, señalaron culpables: “el pueblo degenerado y mil veces tarado”, escribió el editorialista de La República apenas firmado el pacto del Frente Nacional. El “oscuro, inepto vulgo” de Laureano, revictimizado ayer por la impiadosa sindicación del general Montoya a sus soldados: es que nadan en la mugre, insinuó, y no saben ni manejar cubiertos en la mesa. Los mismos soldados que en su instinto criminal engañaron al beatífico caudillo.

A nimiedades contrajo la admisión de sus culpas en el espectáculo exculpatorio que montó para injuriar a la CV, a los nueve millones de víctimas y al país, que ha seguido el paso de la guerra. Y que bobo no es.  Primero, a la frase desobligante  de “no estarían cogiendo café” para remarcar su acusación contra los muchachos de Soacha cuyo asesinato prendió las alarmas de los falsos positivos: 6.402 en su Gobierno. Y a su solicitud como gobernador de dotar de armas largas a las Convivir, aparato homicida del paramilitarismo que el mandatario regional expandió agresivamente. “Errores” llamó a estas  fruslerías, dedo impotente frente al sol de las infamias cometidas.

Si la Violencia enfrentó a liberales y conservadores, hay quienes presentan el conflicto del último medio siglo como confrontación entre patriotas y el “enemigo interno”. Pero mucho ha cambiado. No se mueve ya la gente por banderías de partido sino por derechos políticos y sociales; y un nuevo actor ocupa el estrado de la política: las víctimas. Sin ellas, sin ajustarse a los límites jurídicos de la amnistía, sin verdad, reparación y garantía de no repetición, vano será cualquier intento de perdón y olvido. Acudir en el ocaso del poder a la autoamnistía para escamotear el juicio de la historia es viejo recurso de dictadores; como los militares argentinos en 1983. No quiera el expresidente Uribe contemplar siquiera tan desapacible expediente. Muchos esperan de él la gallardía de allanarse a la verdad, el más preciado regalo que diera a sus compatriotas. Y aporte fecundo a las memorias del conflicto.

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Bloqueo a la representación de inconformes

Será ataque de pánico. O de gula. O ambos. A la voz de representación política para las víctimas y para la Primera Línea (vanguardia del multitudinario estallido), el Gobierno, su partido, sus aliados y comparsas aprietan sus fauces de raposa sobre la presa del poder. En tres años de boicot a las 16 curules de paz para  los territorios más sufridos de la guerra, la última trastada fue de Arturo Char: burló la orden del Consejo de Estado de tramitar el fallo que las reconocía. Ahora lo ratifica la Corte Constitucional y Juan Diego Gómez, cabeza del Senado, dilata y enreda la pita. Ignoro si habrá culminado hoy el proceso, pero cabe sospechar que apuntarán a frustrar la participación de las víctimas en las elecciones de 2022. Apática si de los excluidos se trata, tal vez prefiera esta derecha irredenta la desarticulación final de aquellas comunidades por asesinato de los líderes que bien pudieran ocupar las curules de ley. A 15 de julio iban 1.209 baleados desde la firma del Acuerdo, 94 de ellos sólo este año. Sino macabro naturalizado por la inacción del Gobierno, por la indolencia de la clase política, por la pluma procaz de algún opinador que califica de “inmundo” el Acuerdo de Paz y de “monstruo político [las] narcocurules”.

El fallo de la Corte se apoya, a la letra, en los principios democráticos de respeto a la voluntad de las mayorías y a los derechos de las minorías; en el amparo del pluralismo, de la participación y la diversidad; en el derecho de las víctimas de ser representadas por los suyos. Aunque recabe el columnista de marras en la negación esencial de la política para los abandonados a la pobreza y la violencia: “a las víctimas, dice, no se les repara con congresistas” sino con  la justicia.

Reclaman los jóvenes de Primeras Líneas reconocimiento político. Al diálogo se presentan encapuchados, pues garantías no hay: más de 80 cayeron en dos meses bajo las balas de policías y paras vestidos de blanco impecable, y hasta antier iban 134 detenidos, porque sí, en sus concentraciones. El presidente los despacha lapidario con otra sentencia para la historia: “la sociedad no puede tener conversaciones con personas encapuchadas”. Acaso se muestre menos rígido con los civiles armados que, al lado de la Policía, dispararon contra manifestantes. La JEP los identificó en 27 ciudades.

La cruzada de criminalización de la protesta y de sus líderes es envolvente. El Gobierno define la Primera Línea como “aparato entrenado para la violencia urbana en gran escala”. Semana, órgano de agitación y propaganda de la ultraderecha civil y militar, la tiene por “organización con rasgos criminales”, por obra de los grupos armados para penetrar las ciudades, con escuelas de formación clandestinas. Circunstancia propicia a la persecución oficial habrá sido el tardío merodeo de jíbaros y elenos queriendo pescar a la hora de nona en algún portal que fuera de resistencia como el de Las Américas en Bogotá. Pescar jóvenes a quienes Duque ni escucha ni responde a su desesperanza.

Lenguaje, medidas, arrebatos, símbolos, todo evoca aquí el temible Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, fórmula depurada del modelo de seguridad nacional cifrado en el “enemigo interno”, que detiene por sospechas, tortura, desaparece y hasta mata al que discrepe del Gobierno. O lo arroja en brazos de la justicia penal militar. Un Estado militarista armado contra el ciudadano libre que 20 años después recibiera el mote de guerrillero vestido de civil.

Escribe Fernando Mires que mientras Chile abre un canal institucional al estallido social, mientras institucionaliza y politiza el movimiento social, Duque le construye un dique de contención. Sí. Bloquea la representación política de vastos sectores sociales que reivindican democracia. Por miedo o por glotonería. O por las dos.

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