Perdón y olvido para quién

Hilando delgadito, en la propuesta de amnistía de Álvaro Uribe se insinuaría un nódulo clasista y hasta de deslealtad a subordinados y aliados. En radical negación de responsabilidades por falsos positivos ante la Comisión de la Verdad, acusó él a sus soldados de haberlo engañado. Y a poco, en entrevista para El Tiempo, propuso para ellos (y para los paramilitares involucrados) juicio con penas reducidas o libertad condicional, si confiesan la verdad y asumen la responsabilidad de sus crímenes. En un órgano de justicia distinto de la JEP, acaso presidido por otro Barbosa de sus afectos. Para él, en cambio, y para todos los capitanes de las fuerzas enfrentadas en el conflicto —responsables mayores entre políticos, paramilitares, uniformados y empresarios— habría borrón y cuenta nueva. Para el pináculo de la contienda, la amnistía posible, pues lo no amnistiable  (crímenes de guerra y de lesa humanidad, genocidio y agresión) habrá recaído sobre el estrato inferior del ejército patriota. La culpa nunca es de quien exige resultados con transparencia, espetó valiente; es del incapaz criminal que para demostrar resultados produce crímenes: ¿el soldado que ejecuta una política trazada minuciosamente desde la comandancia suprema de las Fuerzas Armadas?

Tal vez quiera Uribe repetir el pacto de olvido que reconcilió a los promotores de la Violencia bajo un manto de silencio, para que no figuren en la memoria nacional los cientos de miles de campesinos asesinados, los dos millones de hectáreas usurpadas en el otro conflicto devastador del siglo XX. Venias, besos,  abrazos y un drink sobre la sangre derramada y las haciendas agrandadas. Ni el nombre de los señorones que desde los directorios políticos ordenaron la matanza. Y en la faena de “olvidar el pasado por el bien de todos”, señalaron culpables: “el pueblo degenerado y mil veces tarado”, escribió el editorialista de La República apenas firmado el pacto del Frente Nacional. El “oscuro, inepto vulgo” de Laureano, revictimizado ayer por la impiadosa sindicación del general Montoya a sus soldados: es que nadan en la mugre, insinuó, y no saben ni manejar cubiertos en la mesa. Los mismos soldados que en su instinto criminal engañaron al beatífico caudillo.

A nimiedades contrajo la admisión de sus culpas en el espectáculo exculpatorio que montó para injuriar a la CV, a los nueve millones de víctimas y al país, que ha seguido el paso de la guerra. Y que bobo no es.  Primero, a la frase desobligante  de “no estarían cogiendo café” para remarcar su acusación contra los muchachos de Soacha cuyo asesinato prendió las alarmas de los falsos positivos: 6.402 en su Gobierno. Y a su solicitud como gobernador de dotar de armas largas a las Convivir, aparato homicida del paramilitarismo que el mandatario regional expandió agresivamente. “Errores” llamó a estas  fruslerías, dedo impotente frente al sol de las infamias cometidas.

Si la Violencia enfrentó a liberales y conservadores, hay quienes presentan el conflicto del último medio siglo como confrontación entre patriotas y el “enemigo interno”. Pero mucho ha cambiado. No se mueve ya la gente por banderías de partido sino por derechos políticos y sociales; y un nuevo actor ocupa el estrado de la política: las víctimas. Sin ellas, sin ajustarse a los límites jurídicos de la amnistía, sin verdad, reparación y garantía de no repetición, vano será cualquier intento de perdón y olvido. Acudir en el ocaso del poder a la autoamnistía para escamotear el juicio de la historia es viejo recurso de dictadores; como los militares argentinos en 1983. No quiera el expresidente Uribe contemplar siquiera tan desapacible expediente. Muchos esperan de él la gallardía de allanarse a la verdad, el más preciado regalo que diera a sus compatriotas. Y aporte fecundo a las memorias del conflicto.

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Colombia: ¿violencia política sin fin?

“Nosotros hemos sostenido durante años que hubo convivencia del Estado con el paramilitarismo; pero es diferente que lo digan las víctimas a que lo diga el directo y máximo responsable”. Estas palabras de Paola García, cuyos padres fueron asesinados por paramilitares, dan categoría política al reconocimiento de Mancuso —jefe de aquellos victimarios— de los crímenes cometidos. A la confirmación de su alianza con empresarios, hacendados, políticos y militares, que gestó la parapolítica: tuvimos, dijo, alcaldes, gobernadores, congresistas y hasta presidente alcanzamos a ayudar a nombrar. No avanzó nombres ni precisiones. Rodrigo Londoño, comandante de las extintas Farc, reconoció que, pese a sus anhelos de justicia social, los ataques de esa guerrilla a la Fuerza Pública desataron “ríos de sangre” entre civiles. Aunque genérica, más exculpatoria que contrita, la confesión de personeros supremos del horror abre avenidas a la verdad plena del conflicto. Y revela el tejido de justificaciones morales y políticas con el que quisieron legitimar su violencia.

Elocuente ilustración al seguimiento de la ideología que animó a los contendientes, expuesta con maestría a la luz de los acontecimientos  por Jorge Orlando Melo, en su último libro Colombia: las razones de la guerra. Para el autor, la violencia es elemento central de la historia de Colombia. Tres ideas entresacadas de la obra:

En la violencia más reciente, entre 1950 y 2016, la justificación ideológica de la guerrilla se afirmó en la existencia de una sociedad injusta y antidemocrática que era preciso cambiar. El Estado legitimó su violencia argumentando lazos de los alzados con una conspiración internacional. La propaganda de los gobiernos trocó la violencia rural entre colombianos en el producto magnificado de una conspiración foránea. Y el paramilitarismo, firme aliado de terratenientes, ejerció la suya amparado en el derecho de defensa personal; y dio por subversiva  toda movilización social.

La izquierda insurrecta se justificó en el derecho de rebelión contra el tirano y la democracia restringida del Frente Nacional, que asimiló a las dictaduras militares de la región. A la acción armada contra el Estado sumó la guerrilla crímenes horrendos como el secuestro; y el fusilamiento por “traición” de disidentes políticos en sus propias filas. Respondió el establecimiento con un reformismo pobretón pero, sobre todo, con una cruzada anticomunista envolvente (que hoy renace con vigor inusitado). Elemento central de esta violencia fue la alianza contrainsurgente y acaparadora de tierras entre políticos, hacendados, narcotraficantes y uniformados, que ya Mancuso señalara como germen del paramilitarismo.

Sostiene Melo que el choque entre guerrillas y paramilitares —con apoyo del Estado y de amplios sectores sociales— explica la larga duración del conflicto colombiano y las formas de violencia extrema que adoptó. Si bien no se justifica ya un proyecto político paramilitar ni el insurreccional de la guerrilla, 70 años de conflicto armado arrojan un país más inclinado a la derecha, a reformas de epidermis que no toquen la ortodoxia capitalista. Y concluye: quienes propendan al cambio deberán abrevar en el núcleo del individualismo  ilustrado de los derechos del hombre y el ciudadano; en la búsqueda de la sociedad libre, igualitaria y creativa que el propio Marx había retomado de Locke y de Rousseau. Con proyecto de reformas creíble expresado en lenguaje que defina claramente recursos, mecanismos y procesos.

Quedaría demostrado que la violencia sólo conduce a más violencia y al refinamiento de los mecanismos de dominación. Lo que se infiere, entre otras, de la tibia pero inédita contrición de Mancuso y Londoño. Tras la paz con las Farc, la verdad trae nueva esperanza del fin de la violencia.

 

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Ingrid: “La guerra fracasó”

Violento el contraste. Literalmente. Mientras el Gobierno Duque innova en horrores contra la protesta ciudadana, pisotea el Acuerdo de Paz y reanima el conflicto, Ingrid Betancur y Rodrigo Londoño protagonizan perturbador encuentro entre víctimas de secuestro y sus victimarios, pero ambos abrazan el principio de la reconciliación: su repudio a la guerra. Aunque con reservas sobre el tono “acartonado” de sus adversarios y abundando en reclamos, dijo ella que “quienes actuaron como señores de la guerra y quienes los padecieron nos levantamos al unísono para decirle al país que la guerra es un fracaso, que sólo ha servido para que nada cambie y para seguir postergando el futuro de nuestra juventud […]. Esta es nuestra verdad colectiva y [sobre ella] debemos construir una Colombia sin guerra”. Pidió perdón Timochenko “con la frente inclinada y el corazón en la mano”; y reafirmó que no debe responderse a la violencia con más violencia. Largo y tortuoso recorrido debieron transitar las Farc desde la exculpatoria calificación de “error” a sus 21.000 secuestros, hasta reconocerlos como crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Mientras la reconciliación da un paso de gigante esta semana, echa al vuelo su imaginación el fundamentalismo armado para diversificar modos de guerra sucia, ahora urbana. Modos que acusan, cómo no, la marca siniestra del paramilitarismo. En el río Cauca y en Tuluá aparecen los cuerpos de Brahian Rojas y Hernán Díaz, desaparecidos antes. En bolsas de plástico se encuentran, desperdigados, cabeza y miembros del joven Santiago Ochoa, entre otros. Comenta el Canal 2 de Cali que hay en la ciudad cacería de marchantes; les caen a sus casas y los desaparecen. Por un alud de amenazas de muerte tuvo que salir del país un dirigente de Fecode, estigmatizado en público por el mismísimo presidente de la república.

A poco, acusó al paro de haber producido 10.000 contagiados de Covid. Aseveración infundada, según científicos, pues en el pico pesan más la reapertura de la economía, la lentitud en el suministro de vacunas y el casi nulo cerco epidemiológico que desplegó el Gobierno. Y Francisco Santos  afirma que “el pico de la pandemia tiene nombre propio: CUT, Fecode, CGT, CTC, Petro y Bolívar”. Juguetón, pone lápidas donde conviene. El hecho es que el contagio creció 15,8% en abril (sin paro), y 8% en mayo, en la plenitud del estallido social. Para rematar, la Fiscalía señala con nombre propio y sin pruebas a 11 líderes sociales de Arauca de pertenecer a disidencias de las Farc. Y la Procuraduría abre, porque sí, indagación contra cinco congresistas de oposición mientras se adjudica funciones de policía política.

Sintomatología de amplio espectro que revela dimensiones inesperadas en la guerra que la derecha ultramontana quiere revivir, a pesar de Ingrid, a pesar de que Farc no hay ya. Otros enemigos se inventa: líderes sociales (van 80 asesinados sólo este año), y muchachos masacrados en las calles: 70 a 4 de junio reportó Indepaz-Temblores con nombres propios a la CIDH, con autoría directa o indirecta de la Policía; más dos uniformados y un agente del CTI. Aquí es más peligroso ser líder social que delincuente, se quejó Leyner Palacios, miembro de la Comisión de la Verdad.

La potencia de la sociedad que protestó en las calles alienta la esperanza. Y el Pacto de Paz, dirá Ingrid, aunque imperfecto e incompleto, nos entregó el único instrumento que tenemos hoy para salir de la barbarie. Barbarie de criminales, se diría, que, volviendo papilla la esquiva democracia, disparan contra el líder popular, contra el campesino, contra el joven-no-futuro, contra el empresario, contra el opositor, contra la mujer de doble jornada sin remuneración. Barbarie incalificable, atentar contra la vida del presidente de la república. Sí, la guerra es un fracaso.

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Santos: prueba ácida para el Ejército

En muestra de pundonor que devuelve dignidad al Estado democrático, un expresidente de la República reconoce la responsabilidad del Ejército como institución en el genocidio de los llamados falsos positivos. Por vez primera se sindica del horror al Arma mayor sin acudir al socorrido expediente de las manzanas podridas. Ante la Comisión de la Verdad pidió Juan Manuel Santos perdón, “desde lo más profundo de mi alma”, a las madres de los sacrificados en esta larga “cadena de crímenes horrendos”. Con 6.402 casos alcanzó la infamia su más alta cota en el Gobierno de Álvaro Uribe, cuyo ministro de Defensa fue Santos. Una práctica criminal del Ejército, dijo, por la cual se sentía él moralmente comprometido. Si bien hizo cuanto pudo para descubrirla y la cortó de un tajo, se permitió al principio largos meses de inacción frente a rumores de hechos que le resultaban inconcebibles. A principios de 2007 se toparía con los primeros casos, lo que condujo a la destitución de 30 altos oficiales (3 generales comprendidos), a instrucción perentoria de respeto al DIH –que la doctrina Damasco recogería después– y a la identificación de los comandantes asociados a los hechos.

Armado de copiosa documentación, manifestó Santos que “el pecado original fue la presión para producir bajas y todo lo que se tejió alrededor de la (llamada) doctrina Vietnam. Pero en honor a la verdad debo decir que el presidente Uribe no se opuso al cambio de esa nefasta doctrina que él mismo había estimulado. Nunca recibí una contraorden ni fui desautorizado”. Con todo, un obstáculo fue la negativa de Uribe a reconocer el conflicto y su apoyo a la política de incentivos por bajas. Se recordará que esta se plasmó en directiva del anterior ministro, Camilo Ospina, expedida en noviembre de 2005.

Venía Santos de recordar sus diferencias con Uribe sobre la manera de combatir a las Farc: el presidente buscaba su liquidación militar y, el ministro, debilitarlas con una derrota estratégica hasta forzarlas a negociar la paz. Como en efecto sucedió. Además, Uribe nunca reconoció el conflicto ni, por consiguiente, la justicia transicional que conducía a la reconciliación.

Con el empeño de Santos presidente en la paz y la participación de prestigiosos generales en las negociaciones de La Habana, otra atmósfera se respiró en el Ejército. Se consideró que “la paz es la victoria”. A poco cuajaría la doctrina Damasco, decantada por el coronel Pedro Javier Rojas como marco de la más ambiciosa reforma técnica y de doctrina en el Ejército: los derechos humanos  guiarían ahora el conflicto armado, que no era ya, como quisiera la ortodoxia, guerra civil ni terrorismo. Ni al movimiento social se le tendría más por el enemigo interno. Pero el 28 de noviembre pasado, ordenó el comandante del Ejército desmontar la nueva doctrina y eliminar su nombre en “todas las instalaciones y documentos de la Fuerza”. Acaso nunca archivaron los manuales de los 60 que incluyen la promoción del paramilitarismo y la organización militar de civiles en autodefensas. Convivires ayer, hoy paramilitares urbanos que disparan contra el pueblo en las calles.

Para Jacqueline Castillo, líder de Madres de Falsos Positivos, “estos asesinatos fueron sistemáticos y generalizados bajo el ala criminal de un Gobierno que vendía ideas falsas de seguridad a cambio de beneficios por resultados macabros”. Santos da un paso trascendental en el camino de la verdad sobre una monstruosidad que no vieron las peores dictaduras del continente. Su verdad compromete al Estado y deja al Ejército expuesto al juicio de la opinión y de la historia; de la valentía para reconocer el holocausto provocado pende la recuperación de su prestigio. Y al expresidente Uribe le plantea tal vez el reto más obligante de su quehacer político. Proporcional a los ríos de sangre derramada.

 

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Farc: ¿odio mortal a la crítica de Bejarano?

Uno fue el hijo de Laureano que instigó el bombardeo de “repúblicas independientes” de campesinos que por eso derivaron en insurgentes y, otro, el Álvaro Gómez amigo de la paz que 35 años después murió asesinado por aquellos. Unas fueron las Farc que le cobraron con la vida a Jesús Antonio Bejarano  sus diferencias ideológicas y, otras, las que 17 años después tuvieron el coraje de desmovilizarse, entregar las armas, allanarse a la democracia y protagonizar acto supremo de acatamiento al Acuerdo de Paz: confesarse responsables de aquellas atrocidades.

Ahora tendrá la Farc que honrar su metamorfosis, documentando, para empezar, el asesinato del negociador de paz con la Coordinadora guerrillera en Caracas y Tlaxcala en 1991-92. Este homicidio es pieza vergonzosa en nuestra historia nacional de la infamia, aupada a un tiempo por dos sectarismos: el de la tradición que dirime a bala las diferencias de ideas, imperecedero en Colombia, y el importado de rivalidades entre los centros del comunismo internacional que se disputaba entonces espacios en el mundo universitario. Todos los fascismos al mando: el de la acción intrépida y el atentado personal, y el del estalinismo.

Alfonso Cano, contradictor de Bejarano mientras fueron estudiantes en la Universidad Nacional, le cobró siempre al académico el fracaso de aquellos diálogos de paz. Ya había exhibido hacia él un “odio profundo” que impactó al senador Iván Marulanda, según relató en Semana en vivo, cuando éste se desplazó en comisión con otros constituyentes a la selva para trasladar a Caracas al que sería negociador principal por las Farc. Acaso el empeño de Bejarano en aterrizar los diálogos sobre la prosaica realidad pulverizaba la fantasiosa megalomanía de las guerrillas, y destapaba el juego de buscar de palabra la paz sin abandonar el íntimo propósito de continuar la lucha armada: el diálogo concebido como táctica de una estrategia de guerra. ¿Ahondaría tal franqueza el rencor que condujo a su asesinato?

En su libro Una agenda para la paz, destaca el Consejero el desencuentro de propósitos entre las partes. Si para el Gobierno se trataba de superar el conflicto, de lograr la desmovilización de la guerrilla, ésta apuntaba a “la superación de los problemas del país”. Se erigía ella, así, en vocera gratuita de las reivindicaciones del pueblo. Las demandas de participación civil, escribe el autor, “suelen venir de minorías poco representativas y marginales” que creen encontrar en el proceso de paz el espacio que no conquistaron en 40 años de lucha armada. A diferencia del FMLN de El Salvador, que había logrado empate militar, social y político con el establecimiento, nuestras guerrillas representaban limitadísimos intereses sociales. Pero pretendían igualarse a aquel Frente que, vanguardia de amplias organizaciones de masas, pudo negociar de tú a tú con el gobierno de ese país.

De otra parte, por ahorrarse explicaciones de ética y política ante el mundo sobre sus prácticas de secuestro, extorsión y narcotráfico, boicoteaban la mediación internacional en la negociación. Y, negando  confidencialidad al proceso, lo convirtieron en espectáculo de protagonismo y propaganda. Desacuerdos en delimitación territorial de los alzados, cese el fuego y tregua bilateral que tal vez querrían traicionar –como sucedió con la tregua de Betancur–, dieron al proceso su estocada final.

En este libro criticó el intelectual la tozudez de las guerrillas, causa medular  del naufragio del proceso de paz. Hoy sería referente insoslayable en el esperado esclarecimiento del crimen; una salvajada que evoca el rugido de la falange franquista contra don Miguel de Unamuno, rector de la universidad de Salamanca: “¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!”.

 

 

 

 

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