FARC: A PEDIR PERDÓN

Como una bofetada en pleno rostro debió de sentirlo la opinión: poca autoridad moral y política les cabe a las Farc para presumirse heraldos de una reestructuración democrática del Estado y la economía sin pedir antes perdón por los 12.958 secuestros de colombianos que se les atribuyen, 3.360 de su autoría confirmada. Tras cinco años de investigación, César Caballero de Cifras y Conceptos y Gonzalo Sánchez de Memoria Histórica documentaron 39.058 plagios desde 1970, infamia cuyo protagonista principal fueron las Farc y el Eln. Símbolo estelar de la degradación del conflicto, la población toda se siente interpelada por este crimen, que la hiere directa o tangencialmente. Botón de muestra, los nueve millones de colombianos que el 4 de febrero de 2008 inundaron las calles en protesta  por el asesinato de 11 diputados del Valle en poder de esa guerrilla. Que el bien supremo de la paz justifique penas alternativas a la de prisión – como ha sucedido dondequiera que la insurgencia se transformó en movimiento político- este sacrificio sólo podrá afirmarse sobre la verdad y la reparación a las víctimas. Tendrán las Farc que darles la cara a sus víctimas de secuestro, a los 405 plagiados que encadenan todavía, a las familias de los asesinados, a los mutilados por sus minas antipersonal, a los despojados y desplazados. Si no, sus aires de cambio serán mueca de burla a los colombianos.

 Si por el número de casos Colombia se disputa el campeonato mundial del secuestro, la impiedad con que aquí se practica no encuentra paralelo. Diez integrantes de la fuerza pública ajustaron 14 años plagiados por las Farc. El sargento José Libio Martínez murió a punto de cumplirlos, a manos de sus captores. Como otros 2.287, que se sepa, murió en cautiverio. Luis Francisco Cuellar, gobernador del Caquetá, fue secuestrado cinco veces por las Farc, y éstas terminaron por degollarlo. Indiferente a los ruegos del niño Andrés Felipe Pérez para que le permitiera a su padre secuestrado acompañarlo en el lecho de muerte, Manuel Marulanda le negó esta gracia. Falleció de cáncer terminal el muchacho y, a poco, también el padre, cabo Norberto Pérez, por guerrilleros del frente 42 que le dispararon al primer amago de escape. El entonces defensor del pueblo, Eduardo Cifuentes, calificó el hecho como “una de las más grandes afrentas al derecho internacional humanitario, de frialdad pasmosa, de irracionalidad y de crueldad”.

 Atrocidades de una guerra que demanda a gritos verdad, justicia, reparación material y simbólica, vale decir, pedir perdón. Acto que dignifica, abre la puerta de la reconciliación y no da espera. Como sí da espera este prematuro agitar de banderas de cambio que habrán de confrontarse con otras en el posconflicto. Se trata ahora de tender la mano, no el fusil, al pueblo que las Farc dicen representar. Y ganarse, así, el derecho a disputarse el poder desde la arena de la democracia.

 La ultraderecha en acción. Por fallos de gestión que el procurador presenta como “gravísimas” faltas disciplinarias para encubrir su desacuerdo con el modelo que privilegia lo público,  prepara nuestro Torquemada la destitución de Gustavo Petro. Del hombre que denunció la parapolítica y la más monstruosa defraudación contra Bogotá. Persigue al denunciante y protege, por omisión, a los concejales denunciados. Y a los contratistas que, en virtud de la libre competencia, volverán a devorar las arcas de la ciudad. En acción simultánea con el nieto de Laureano que prepara referendo contra el alcalde progresista, el jovenzuelo incinerador de libros a la manera nazi que aprendiera del caudillo conservador ahora quema a todo el que pueda competirle en su carrera por el poder absoluto.

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¿Uribe muerde la derrota?

Mientras Colombia respira por fin en la antesala de la paz, Álvaro Uribe hace maromas para no morder el polvo de la derrota. Que perder las armas es abocarse a perder la partida. El sometimiento de las Farc a la justicia burguesa le hurta al uribismo su recurso al apocalipsis del castro-chavismo. Y el ingreso de esa guerrilla en la legalidad desvanecerá el pretexto que a la derecha le ha permitido aplastar a los inconformes y prevalecer sin competencia posible en el poder. Se acabaría aquello de que todo contradictor es enemigo mortal, candidato a desaparecer a bala o motosierra. Caducaría la pretensión de defender la democracia aguzando la vista, marica, para desentrañar el terrorismo que anida en toda idea de cambio; en toda reivindicación de derechos.

Pero el acuerdo de justicia transicional, con investigación, juicio, condena, pena, verdad y reparación forzosas; con procedimiento simétrico para todos los responsables de atrocidades en esta guerra –políticos y empresarios incluidos– provoca efectos inesperados: desconcierta a quienes llevan tres años saboteando las conversaciones de paz con exigencias de rendición imposible de una guerrilla no derrotada siquiera por el adalid de la guerra en sus largos años de gobierno. Y, sin embargo, por encima del júbilo resonante ante la inminencia del acuerdo final; del 62% de ciudadanos que respaldaron al punto el modelo judicial adoptado; pese al aval de la comunidad internacional y del Papa, el Centro Democrático aspira, impúdico, a cosechar votos sobre los cadáveres de otros 220.000 colombianos. Víctimas inermes de una guerra sin fin, en la que no se batirá ningún Jerónimo, ningún Tomas.

Si ponderadas para hacer justicia sin comprometer la paz, las penas comportan a la vez privación de la libertad vigilada; restauración de lazos entre dolientes, agresores y sociedad; reparación a las víctimas y garantía de no reincidencia. Pero quien se acoja a este modelo judicial tendrá que haber dejado antes las armas. A más tardar en mayo del año entrante. Y si no dice toda la verdad, irá 20 años a la cárcel. No habrá indulto para crímenes de guerra y de lesa humanidad, aunque amnistía podrá concederse para delitos políticos y conexos. Muy a pesar de las Farc, el Gobierno impuso justicia con condena penal. Y aquellas debieron arrojarse desde el pedestal de sus autocomplacencias heroicas hasta reconocerse como victimarios, autores de delitos atroces.

Las víctimas, espina dorsal del acuerdo, han mostrado satisfacción. El general (r) Mendieta, 12 años secuestrado por las Farc, aceptó que a estas se les aplique pena distinta de prisión. Pero si reconocen a sus víctimas, ayudan a buscar desaparecidos, entregan a todos los secuestrados y dan garantía de no repetición. Así los gremios de la producción, con la significativa declaración de José Félix Lafaurie, presidente de Fedegan, para quien “el acuerdo satisface los derechos de las víctimas”. Y el general Ruiz Barrera, líder de los oficiales retirados, sentenció que la paz ganó la partida.

A contrapelo de su vanidad, tendrá Uribe que allanarse al peso de los hechos: este acuerdo judicial y el apretón de manos entre el Presidente Santos y el jefe de las Farc abren desde ya las puertas del posconflicto. Reconocer que el sometimiento de esa guerrilla al Estado de derecho y el modesto alcance de los cambios pactados –reforma rural, apertura política, revisión de la política antinarcóticos– son triunfo del reformismo liberal no del chavismo. Pero el proceso comporta un ingrediente trascendental: terminar el conflicto armado es empezar a romper el vínculo entre política y armas. En la izquierda y en la derecha. ¿Será esto lo que saca de quicio a Uribe?

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¡Cuidado, paz a la vista!

Se multiplican en la derecha las señales de alarma y desvarío. Y es porque el acuerdo de justicia especial aplicable a principales responsables de atrocidades en todos los bandos aprieta el paso hacia el fin del conflicto. El procurador perora agitadísimo su última mentira tamaño catedral medieval: que hay arreglo secreto entre Gobierno y Farc para meter a Uribe tras las rejas. Este cabalga sobre el infundio y declara que Santos es el único miembro de su Gobierno que debería estar en la cárcel. Y estudia la posibilidad de convocar referendo contra la paz, disfrazado de rechazo popular al que Uribe considera pacto de impunidad y entrega de la patria al castro-chavismo. Pronunciamiento en defensa también de su persona, cuando el Tribunal Superior de Antioquia pide investigar su posible responsabilidad en la masacre de El Aro y en la Operación Orión. Por “promover, auspiciar y apoyar grupos paramilitares… y concertarse con ellos, no sólo como gobernador de Antioquia, sino después y aún como presidente de la República”. Pero, en lugar de responder a los señalamientos, rebatir pruebas y despejar dudas, le pone lápida al magistrado Pinilla, ponente del fallo que lo incrimina, llamándolo subversivo (¿guerrillero vestido de toga?). Y reactiva la coartada de victimizarse, declarándose perseguido de la justicia. Recurso del que ha abusado durante cinco largos años, desde cuando empezó a emerger el denso entramado de tropelías y corrupción que signaron su Gobierno.

Si bien se ha recalcado que aquella jurisdicción de paz no busca judicializarlo, las sindicaciones del Tribunal le restan al senador legitimidad para exigir cárcel y veto a la finalidad misma del proceso, la participación de los jefes guerrilleros en política. Con todo, si resultan ellos responsables de delitos atroces, sólo accederían a corporaciones públicas si han llenado todas las exigencias de la justicia transicional: verdad, reparación, garantía de no repetición, restricción efectiva de la libertad hasta por 8 años, o por 20 de cárcel si su confesión es incompleta. La Jurisdicción Especial de Paz cobija a todo el que directa o indirectamente haya cometido o apoyado crímenes atroces. Su propósito es ayudar a desmontar las estructuras que reproducen la guerra, no montar un reino de impunidad. Podría incluso reconsiderar y hasta anular sentencias contra generales, parapolíticos y otros civiles que patrocinaron  ejércitos ilegales.

Ofende la retórica solapada del Centro Democrático según la cual también ese partido quiere la paz, pero no la manera como ésta se negocia en La Habana. Otra cosa indica la tenacidad de su boicot a cada avance en las negociaciones, por encima de toda evidencia, de toda verdad, de todo derecho de los colombianos a la paz. El uribismo apunta al fracaso de un proceso que por vez primera en medio siglo se ofrece como paso decisivo hacia un país mejor. Pero no, no quiere la paz, no le duelen los muertos.

El de Álvaro Uribe es proyecto que sólo fructifica en la guerra. Atribulado andará con resultados de la última encuesta de Lemoine según la cual un 73% de colombianos cree en los beneficios del acuerdo de paz para el país y un 79%  lo aprobaría. Mas, para el exmandatario la finalización del conflicto sería mentís a la “guerra justa” que para el uribismo ha de prevalecer sobre la vida y la paz. Con referendo o sin él, no dejará Uribe de fundir en un mismo mensaje las dos caras de su megalomanía: defender al caudillo es defender la única alternativa posible de derrotar al Maligno: la conflagración perpetua. Bien aconductados, sus fieles exclaman ya, iracundos, “lo que es con Uribe es conmigo”. Temible grito de guerra cuando hay paz a la vista.

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Cuentas pendientes del ELN

Hace treinta años, el 14 de noviembre de 1985, un comando del ELN asesinó en una calle de Barrancabermeja a Ricardo Lara Parada, cofundador, segundo al mando y disidente político de esa guerrilla. Dijeron haberlo ejecutado por traición. Pero su expediente judicial y testimonios como el del general Valencia Tovar, su archienemigo, probaron que a nadie delató cuando en 1973 cayó preso en manos del enemigo. A Lara lo mataron, como a otros dirigentes del ELN, por discrepar del militarismo que aislaba a esa guerrilla de las masas y la blindaba contra los desafíos de la realpolitik. Belicismo que, además, encubría la debilidad de un jefe por el poder absoluto, sólo dable allí sobre un grupo escurridizo en la selva. Lo liquidaron por abandonar las armas para convocar inconformes desde su Frente Amplio del Magdalena Medio (FAM) y como concejal de discursos memorables en Barranca. Guerrilla mesiánica autocalificada vanguardia del pueblo, en el ELN menudearon purgas y calladas rebeldías, acicateadas por el desencanto ante una revolución reducida a supervivencia en el monte. Se pronunció primero Ricardo Lara; a poco, Replanteamiento y, en 1994, la Corriente de Renovación Socialista.

Hoy se encuentra esa guerrilla a las puertas de una negociación de paz. Enhorabuena. La esperanza es llegar a buen puerto. Pero se agolpan signos que siembran dudas sobre su voluntad para lograrlo. Primero, el aval de su dirigencia a la masacre de doce soldados la semana pasada humilló a los colombianos. Segundo, su insistencia en imponer reformas estructurales en la mesa de diálogo, en forzar su “revolución por decreto”, puede malograr la negociación. Y el ELN lo sabe. ¿Quiere esa guerrilla el fin del conflicto, o sólo jugar a conversar como estrategia de guerra? ¿Su novel crítica de las armas responde a un genuino viraje y al propósito de conceder razón a los ajusticiados por discrepancia ideológica? ¿Renunciará al cínico aprovechamiento de la figura de Camilo como emblema y mártir de una guerrilla que no ha reconocido su parte de responsabilidad en el sacrificio inducido del gran líder de masas?

En entrevista concedida a esta periodista (Revista Trópicos, 1980), retirado ya del RLN, dice Lara que los referentes de su entrenamiento en Cuba en 1962 quedaron desvirtuados por los hechos: si el foco guerrillero incendió la pradera de Cuba, en el resto de América Latina fracasó. Colombia era distinta, no podía pelechar aquí el foco insurreccional. También el Che fracasó en Bolivia, Béjar en Perú, Cendic en Uruguay, Mariguella en Brasil, Lima en Guatemala… Balance contundente, se diría, que informó el desmoronamiento de todas las guerrillas del continente; menos de las nuestras. Revaluada la teoría del Che en el continente, remarca Lara, se impone la política de masas. ¿Querrá el ELN respirar por fin aquellos aires?

Aires que también Replanteamiento trajo, aquella disidencia que reivindicó la primacía de la política sobre la confrontación militar. Según Alonso Ojeda, su mentor más saliente, la nueva corriente abrevó en dos retos: el de sobreponerse a la desaparición de todo un frente guerrillero en Anorí, y el de sintonizarse con el movimiento social en alza de comienzos de los años setenta. Se extendió a toda la organización el imperativo de revisar métodos de organización y de lucha, para sentar la preeminencia de la política y apuntar a un Frente Político Amplio.

El país espera que el ELN se allane a la paz, a la reconciliación con la sociedad y con sus víctimas. Que preste oídos al llamado de Mónica Lara, la hija del sacrificado, a “luchar desde la no-violencia, a emprender el camino pionero que inició mi padre treinta años atrás con la creación del FAM”.

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Misión Rural: sacudón inaplazable

“Cuando en 2010 asumí como ministro de Agricultura, el Incoder estaba cooptado por el paramilitarismo; hubo un tiempo en que la entidad no daba pasos si no era autorizada por paramilitares”. Palabras para la historia, de Juan Camilo Restrepo. Ellas denuncian el más reciente factor de violencia instalado en el Estado mismo para completar desde allí, de consuno con empresarios y políticos, el centenario proceso de concentración de la tierra que es causa mayor de la guerra en Colombia. Como estrategia de paz, cargada de promesas, en cabeza de José Antonio Ocampo, Cecilia López y el propio Restrepo –entre otros– la Misión Rural acaba de proponer una reforma del campo más completa y ambiciosa que la suscrita en La Habana. Porque no se contrae al dominio agropecuario sino que abarca todos los ámbitos de la ruralidad. Lo mismo promueve el acceso a la tierra y su productividad que ataca la desigualdad y la pobreza del campesinado. Formaliza la propiedad, invierte en comercialización y bienes públicos, propone alianzas productivas entre economía campesina y agroindustria, traza líneas de ordenamiento y desarrollo territorial. Y encara una reforma institucional que comienza con la supresión del corrupto, aparatoso Incoder y la creación, en su lugar, de dos Agencias: una de Desarrollo y otra de Tierras.

Piedra en el zapato para el notablato contumaz del campo, la Misión propone un fondo de tierras para redistribuir entre campesinos. Se abastecería  con baldíos, con tierras sin explotar o adquiridas dolosamente que el Estado recupere, y con otras que éste compre. Se apoya la iniciativa en el principio constitucional de función social de la propiedad y en leyes vigentes que tanto terrateniente quisiera burlar alegando inviolabilidad de su sacrosanta propiedad; no de la ajena.

Apunta la Misión también a grandes apuestas productivas en zonas no explotadas, de propiedad pública, como la Altillanura. Mas no entregaría el Estado esas tierras en propiedad, sino en concesión o en arriendo. Ojalá no dé la Misión pábulo al proyecto de ley Zidres del Gobierno que, enderezado al mismo propósito, podrá, no obstante, vulnerar el derecho del campesino a la propiedad de la tierra, mientras favorece la apropiación ilegal de baldíos por grandes empresas agroindustriales. Además, la ley de marras pervierte el modelo de asociación entre pequeños y medianos productores con grandes intermediarios: son aquellos los que exponen su patrimonio y corren todos los riesgos, y es el gran empresario quien recibe las rentas del trabajo y de la tierra.

Crítico se ha mostrado Ocampo con el modelo de apertura en el campo impulsado por todos los gobiernos en estos 25 años. Para cerrar la brecha en el sector, dice, será preciso revisarlo. Y, por otra parte, imponer el pago de impuesto predial “como incentivo al buen uso de la tierra”. No podía faltar aquí la objeción de la SAC, fiel al ventajismo que es marca indeleble del abusivo estamento terrateniente. Haciendo eco al Consejo Gremial, tan locuaz en el exigir, tan manicorto en el dar, aquellos no pagan predial, éstos no pagan impuestos sobre dividendos, y ninguno aporta recursos a la paz. Ni resiente la compañía de un Jorge Pretelt, vergüenza de la Corte, demandado por adquirir fincas despojadas por paramilitares en predios que fueron “La 35”, viejo campo de entrenamiento militar de Carlos Castaño en Urabá. Ni dijo mu cuando los asesinos de marras cogobernaban en Incoder.

De aplicarse la estrategia de Misión Rural, el campo duplicaría su producto en 15 años, se darían pasos ciertos en la redención del campesinado y en la depuración de las instituciones agrarias. Es el sacudón que no da espera.

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