Colombia: el sistema político de la corrupción

El clientelismo, savia del poder en Colombia, cede su espacio a la corrupción. Mutación extraordinaria del sistema político, cuyo mecanismo desentraña Juan Fernando Londoño. No ya como incidente fortuito sino como eje del modelo. En el naufragio de los partidos, se desplaza el mando desde la dinámica menuda de favores y contraprestaciones hacia un torrente de candidatos financiados por criminales o por contratistas que terminan apoderándose de los recursos públicos. Es éste el mango del abanico que se abre en astas de millonarios evasores, chupasangres de la salud y un enjambre de contratistas que hacen su agosto. Casi todos ellos esconden lo malhabido en paraísos fiscales. Revela la Sociedad Colombiana de Economistas que en las dos últimas décadas ha perdido el Estado $189 billones a manos de corruptos. Fernando Carrillo, que es en su pundonor antípoda del destituido Ordóñez, advierte: la corrupción hace más daño que la guerra; ¡tiemblen los corruptos! Dura cuesta habrá de remontar.

Para Londoño, como resultara insuficiente la financiación oficial de los partidos, los más avezados de la clase política buscaron en el crimen otra fuente de recursos: en el narcotráfico, en el paramilitarismo. Acudieron al mercado de empresas o de individuos interesados en contratos del Estado. Suministran los contratistas avances a los políticos para sus campañas y éstos les retornan con contratos la inversión. Y participan de las ganancias. Podrán evocarse como emblema de tales mañas los 61 parapolíticos que por asociarse con delincuentes pagan cárcel; miembros que fueron de la bancada uribista en tiempos de la Seguridad Democrática.

Colombia es lunar del continente. Prolifera aquí la parentela que releva al politicastro subjúdice, en curul del parlamento, en alcaldía o gobernación. O el familiar que hereda al funcionario enriquecido en la administración pública. Ni soñar con juicios por corrupción a tres expresidentes, como los que se siguen en El Salvador. Menos aún conque ponga su mano la justicia sobre ningún contratista. Nuestras eminencias del poder parecen inmunes a la acción de la justicia. Ahí está Alejandro Ordóñez, flamante cabeza del Ministerio Público destituido por abusar del cargo en provecho propio, libre y espetando frases lapidarias, como de ultratumba, contra la paz que el país anhela. Un sinvergüenza.

Privilegiadas de la contratación pública son las muy lucrativas entidades sin  ánimo de lucro. Pululan entre ellas iglesias evangélicas que extorsionan a sus fieles y hasta lavan activos del narcotráfico. Pagan las entidades sin ánimo de lucro impuestos irrisorios, o ninguno; y se brincan los controles de la ley 80 de contratación pública. En los últimos 4 años, departamentos y municipios cerraron contratos con ellas por $14.5 billones; 85% de ellos en forma directa, a dedo, sin licitación pública.

La corrupción es de doble vía: del funcionario y del empresario privado. Como en otros países, deberá la autoridad electoral contar con instrumentos de vigilancia y sanción. Abordar el financiamiento privado de las campañas. Publicarlo. Y marginar de la contratación al aportante cuando su favorecido corone en el poder.

Consuela comprobar que nada nos llega demasiado tarde. Si, mal que bien,  se allanaron las Farc a los cambios que los del No pedían; si con ello podrá terminar la guerra, el relevo en la Procuraduría pone punto final a 8 años de desafueros en el órgano de control. Carrillo ofrece todas las credenciales para invitar a “superar la bancarrota ética» que agobia a Colombia. Para combatir sin miramientos este nuestro sistema político de la corrupción. Y no para tornar al clientelismo, sino para construir un país en paz y democracia.

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Galardones a la paz

Sino fatal: a cada abrazo entre contendientes suenan clarines de guerra, a veces a cielo abierto, a veces amortiguados con sordina. En ceremonia que distinguió a Gonzalo Sánchez, director del Centro de Memoria Histórica, con el premio al liderazgo por la paz, dijo el galardonado: en el compromiso definitivo de superar el conflicto hay un nuevo aliento, una esperanza cierta de paz. Diríase aliento, esperanza ante todo de las víctimas; anhelo de la democracia. Pero al propio tiempo, en su carrera electoral de apuesta por las armas, afianza el Centro Democrático su vocación de derecha irredenta con el nombramiento de Fernando Londoño, doctrinero del boicot a la paz, como director de ese partido. Al heredero del Laureano que incendió la república, amargo le sabrá  el premio otorgado a los negociadores de ambas partes por lograr un acuerdo que el mundo aclama. Amargo, el reconocimiento a la comunidad de Bojayá por su extraordinario ejemplo de generosidad al marcar la ruta del perdón y la reconciliación. Bojayá, una entre centenares de nuestras localidades que suplican parar la sangría.

“Colombia apenas empieza a esclarecer las dimensiones de su propia tragedia”, escribe Sánchez en el prólogo de la obra Basta ya del CMH. Una modesta glosa del texto despejará aristas de la insania, que pasa por la derecha sin romperla ni mancharla. No es esta violencia una simple expresión de delincuencia o bandolerismo, apunta el investigador; ella expresa problemas de fondo en la configuración de nuestro orden político y social. Y no se corrige exterminando al adversario ni se acaba sin cambiar nada en la sociedad. Los actores armados violentaron a la población civil para someterla por el terror. Lógica contra la población inerme que entraña otra lógica, más amplia, de la guerra: el control del territorio, el despojo de tierras, el dominio electoral, la apropiación de recursos legales e ilegales.

La guerra de hoy exacerbó viejos sectarismos políticos que ven en la oposición una amenaza, recava el autor. Esta concepción excluye al otro y niega la pluralidad, en favor del dogma y del pensamiento único; y es vía expedita a la eliminación del adversario. Así, el sectarismo de la política se extiende a las armas y el sectarismo de las armas se proyecta en la política.

La reconciliación que todos anhelamos, señala Sánchez, no puede fundarse sobre la distorsión, el ocultamiento y el olvido, sino sobre el esclarecimiento. Es “un requerimiento político y ético que nos compete a todos […]. La memoria en Colombia es una aliada de la paz, no el instrumento fácil y primitivo de movilización del resentimiento y la venganza”. Elocuente reivindicación de la verdad como presupuesto de paz.

Aclaración. En amable nota me pide la senadora Paloma Valencia “rectificar” mi afirmación de la pasada columna según la cual el objetivo del Centro Democrático “no era la paz sino la campaña electoral que –confiesa Paloma Valencia– le devuelva a Uribe la Presidencia”. Ella niega haber emitido tal aseveración.  No dijo ella que su partido se volcara a hacer campaña en vez de buscar la paz. Pero, en lo que a Uribe atañe, mi afirmación se atiene a declaraciones que la parlamentaria emitió el pasado 22 de noviembre a la salida de la Comisión Primera del Senado ante periodistas de varios medios, entre ellos, Hugo García, editor político de El Espectador. En artículo titulado “Nuevo acuerdo de paz será firmado el jueves y refrendado en el congreso”, este periódico registró así sus declaraciones: “si (el Gobierno quiere) jugar rudo, ‘hay herramientas para jugar rudo’, dijo, planteando la posibilidad de recoger firmas, por ejemplo, para convocar a un referendo como vía para revocar el Congreso o, incluso, habilitar la reelección de Uribe”.

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