Ucrania: parar la matazón y negociar la paz

Cuando de prevalecer se trata, mucho le cuesta salvar vidas al cristiano, civilizado Occidente; y cómo se solaza el no menos cristiano Putin en la crueldad de su invasión. A cuanta iniciativa de paz se ventila, se muestran ellos escandalizados mientras redoblan acezantes la lucrativa producción de municiones y drones y tanques y cohetes. Se diría que a los verdugos de Afganistán, Iraq, Siria y Kosovo se les apareció la virgen vestida del ruso comeniños. El asalto a Ucrania se le ofrece a Estados Unidos (y su OTAN) como maná del cielo para volver a disputarse el poder hegemónico en el mundo con su viejo rival de la Cortina de Hierro.

Tan responsable de una guerra nuclear sería el que la menea hoy como posibilidad desnuda para reconstruir la URSS sobre el imaginario del zarismo, como los cruzados de la democracia que presentaron como “intervención humanitaria” y “legítima defensa preventiva” sus carnicerías de la Guerra Fría. No es esta una batalla entre democracia y dictadura, entre civilización y barbarie: es, otra vez, guerra de imperialistas que se disputan el dominio en un nuevo orden mundial; otra vez sobre montañas de muertos, para honrar la tradición del Siglo XX, en cuyas guerras desapareció la décima parte de la humanidad. 

Imposible descalificar el derecho a defender la soberanía territorial. Pero inquieta si ella se resuelve en sacrificio de vidas que ya suman 300.000 en esta guerra, sin contemplar la opción de transacción política con el agresor. Y  prestarse como yunque a la barbarie de contendores sin hígados, resulta inexcusable. ¿No habrá pasado la ayuda militar el umbral que convierte a los aliados de Zelenski en coprotagonistas de la contienda? ¿Querrán los gobiernos de Occidente sacrificar hasta el último ucraniano?

La ilusión inicial de una guerra relámpago triunfal se difuminó, primero, en guerra de posiciones y ahora en guerra de trincheras. Brutal enfrentamiento de desgaste sin final a la vista donde el combate se libra casi cuerpo a cuerpo, en líneas que ni avanzan ni retroceden. Hay en Ucrania batallas de esta laya que evocan la sangrienta de Verdún en 1916. Etapas tuvo la de hoy donde caían mil soldados rusos cada día. Dolorosa mortandad de muchachos en uniformes contrarios lanzados al abismo sin apelación y, tantas veces, sin sentido. Para no mencionar los 8.000 civiles sacrificados a la inclemencia del usurpador.

Más de una personalidad ha pedido negociar la paz. Clama Habermas por evitar una larga guerra que cobre más vidas y destrucción, y desemboque en una disyuntiva desesperada: o intervenir de lleno en el conflicto, o bien, abandonar a Ucrania para no provocar la primera guerra mundial entre potencias con armas nucleares. Si es que el masivo suministro de armas no significa ya participar en esa guerra. Los gobiernos de Occidente, señala, tienen que garantizar la seguridad de sus ciudadanos y son moralmente responsables por las víctimas causadas: ni el partidario más altruista quedaría exonerado de responsabilidad. Una cosa será ayudar a Ucrania a no perder la guerra y, otra, buscar la derrota de Rusia.

China se ofrece como mediador en una solución política del conflicto. Pide diálogo, denuesta la guerra nuclear, insta a respetar a la población civil y la integridad territorial de Ucrania. Zelenski acaba de anunciar que se reunirá con su presidente para estudiar la inesperada puerta de salida, que Biden y la OTAN desairan. Poderosa campaña la de Sergio Jaramillo bajo el hashtag AguantaUcrania, que expresa ya la indignación de 70 intelectuales de América Latina por la invasión a ese país. Podrá ella tributar a la resistencia armada; o bien, favorecer condiciones políticas, no militares, para una negociación de paz. La primera puede conducir a una guerra sin fin; la segunda, a una paz imperfecta, pero paz.

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Paz sin reversa

Con la desaparición de las Farc perdió Uribe el enemigo sobre cuyo lomo había edificado su reputación de guerrero indómito; para reemplazarlo, camufló entre tules de justicia y patria a un nuevo antagonista: la paz. Mas, pese a sus vacíos, a la reconversión de la violencia en muchos territorios, a la ferocidad de la acometida contra ella en estos años, hoy resulta irreversible la paz. Y apuntalado en el mundo el prestigio del Acuerdo que terminó una guerra de medio siglo con una guerrilla poderosa en su bestialidad. Por eso la carta del expresidente al secretario de la ONU, que desconceptúa por enésima vez el Acuerdo, tiene menos de memorial de agravios que de conjuro. No por decir que “acuerdo no hubo” desaparecen mágicamente su estatuto constitucional y legal, y sus efectos: los miles de vidas salvadas, la desmovilización de 13.000 guerrilleros y la fundición de sus armas, la conversión de los insurgentes en partido legal, el espectáculo de la JEP que emplaza a militares por la ejecución de 6.402 falsos positivos y a las Farc por crímenes horrendos, las decenas de miles de testimonios de las víctimas a la Comisión de la Verdad, materia viva para una historia universal del horror. Y la aplastante mayoría de colombianos que sueñan con una paz completa.

Dice Uribe que, en vez de acuerdo, hubo fractura de la ley para dar impunidad y elegibilidad a responsables de delitos atroces. Olvida que su proyecto original de desmovilización de autodefensas concedía perdón sin verdad, justicia y reparación. Que su Administración auspició la presencia insultante del jefe paramilitar Mancuso en plenaria del Congreso y cogobernó con bancadas de parapolíticos. Al Acuerdo atribuye la instauración de “un Estado criminal alternativo”. Pero este existía desde mucho antes, gracias a la alianza de  narcoparamilitares con políticos, empresarios, funcionarios y militares que en su Gobierno alcanzó todo su esplendor.

Al presidente Duque se le agradece el inesperado viraje por la paz. Pero no se le cree. Mal actor en las artes de la simulación, nos enseñó que su retórica anda lejos, muy lejos de los hechos. De la campaña por hacer trizas la paz, que se resolvió en obstrucción o en ejecución liliputiense de su implementación: casi nulas reforma rural y sustitución voluntaria de cultivos ilícitos; ninguna, en seguridad en los territorios, como que masacres y asesinatos de líderes sociales y desmovilizados escandalizan. Sabotaje a la jurisdicción agraria y pasos de tortuga en actualización del catastro.  Persecución a la JEP y migajas para los programas de posconflicto. Salvo en PDETs, donde Emilio Archila puede mostrar algún resultado decoroso.

Sostiene Camilo González que, por no implementar a derechas el Acuerdo, se recomponen grupos armados con impacto en 250 municipios, persisten el paramilitarismo y la violencia para hacerse con el control del territorio, con los negocios y con el poder. Estaríamos en la encrucijada del tránsito a una etapa histórica sin guerra, pero la violencia se recicla porque no se atacan sus causas de fondo. La imposición oficial de nuevas estrategias de guerra prevalece sobre programas integrales de desarrollo, de democracia y de bienestar para la población.

Y sin embargo, tan vigoroso es el proceso de paz que ha sobrevivido a las más devastadoras cargas de dinamita. En su visita al país remarcó el secretario de la ONU, “la obligación moral de garantizar que el proceso de paz tenga éxito”, pues éste no se contrae al acto de silenciar las armas: apuntó también a eliminar las causas profundas del conflicto y a curar las heridas, “para que las atrocidades cometidas por todas las partes no vuelvan a ocurrir”. ¿Se traducirá en hechos la retórica pacifista que ahora ensaya Duque, o volverá al frente de guerra contra la paz que Uribe y su candidato Zuluaga reclaman?

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CPI en Colombia: pausa condicionada

En tres años se situó la JEP a la cabeza del aparato judicial que enfrenta graves crímenes contra los Derechos Humanos, en un país donde el recurso al horror desafía la imaginación de las más sanguinarias dictaduras. Y pese al ataque inclemente de este Gobierno y de su partido contra el tribunal de justicia transicional que es eje del Acuerdo de Paz. Tal la trascendencia del trabajo de la JEP y su prestigio en el mundo, que la Corte Penal Internacional (CPI) permuta una investigación previa de 17 años al país por el compromiso del Gobierno de respetar, fortalecer y proveer al órgano de justicia transicional y desarrollar en toda su dimensión y potencialidad el acuerdo de La Habana. Es, a un tiempo, reconocimiento de la legitimidad constitucional y legal de la JEP, de los derechos de nueve millones de víctimas, y tenaza a las veleidades de la derecha contra el modelo de verdad, justicia y reparación: se obliga el Gobierno a rendir cuentas regularmente al supremo tribunal mundial de su quehacer contra la impunidad y sus avances en implementación de la paz. De no hacerlo, volverá la CPI a intervenir.

Vigoroso el soporte que termina por blindar a la JEP: en casos emblemáticos de crímenes de guerra que comprometen a cúpulas por emisión de órdenes o por cadena de mando, imputa cargos a uniformados de alto rango en el Ejército –generales comprendidos– por 6.402 falsos positivos; y al Secretariado de las extintas Farc, por la comisión de 21.000 secuestros y 18.000 casos de reclutamiento de menores. Nunca antes había llegado tan lejos la justicia, ni se viera sometida por ello al bombardeo de un expresidente que, por salvar el pellejo propio y el del turbio círculo que lo rodea, así feria hasta el honor.

En su conocida rapidez para atrapar cada oportunidad de autobombo, califica Duque la pausa de la CPI como prenda de confianza en su Gobierno: se apropia méritos ajenos, precisamente los de la JEP y La Corte Suprema, blanco consuetudinario del fuego uribista y del suyo. Ha buscado hacer trizas la paz, y contra la JEP malgastó un año de debate en el Congreso por seis objeciones que interpuso enderezadas a disolverla. Y calla cuando la Fiscalía de su amigo invita sin razón a precluir investigación contra Uribe por manipulación de testigos con motivo de presunta participación suya en la creación de grupos paramilitares.

El solo seguimiento de masacres, secuestros, desapariciones, desplazamiento forzado, falsos positivos y promoción del paramilitarismo abre un abanico abrumador en esta Colombia que funge como la democracia más antigua y estable de la región, libre de dictaduras (salvo la civil de Ospina-Laureano y la militar de Rojas entre 1949 y 1957). Acaso resulte inferior en crueldades la dictadura declarada de Venezuela, paso siguiente de la CPI. País hermano gobernado casi de largo durante un siglo por autócratas de charreteras aupados por la doctrina del “gendarme necesario” de Vallenilla Lanz, cuya capital se tuvo por “el cuartel” de la Gran Colombia mientras a Bogotá se le ungió con la cursilería de “Atenas suramericana”. Tal vez ni Gómez ni Pérez Jiménez ni Chávez ni Maduro igualen en carnicería a ciertos gobiernos nuestros –de la Violencia a la Seguridad Democrática– presididos por eminencias civiles que desde una democracia precaria emulan a los dictadores.

Ahora el Gobierno tendrá que garantizar los derechos de las víctimas y no podrá obstaculizar el ejercicio de la justicia transicional. El movimiento Defendamos la Paz le exige al presidente Duque honrar la palabra empeñada a la CPI y pedirle a su partido retirar los tres proyectos de ley contra la JEP que cursan en el Congreso: dos para modificarla y uno para disolverla. Será una prueba ácida, entre otras previsibles, para seguir o no en pausa condicionada.

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Colombia: ¿violencia política sin fin?

“Nosotros hemos sostenido durante años que hubo convivencia del Estado con el paramilitarismo; pero es diferente que lo digan las víctimas a que lo diga el directo y máximo responsable”. Estas palabras de Paola García, cuyos padres fueron asesinados por paramilitares, dan categoría política al reconocimiento de Mancuso —jefe de aquellos victimarios— de los crímenes cometidos. A la confirmación de su alianza con empresarios, hacendados, políticos y militares, que gestó la parapolítica: tuvimos, dijo, alcaldes, gobernadores, congresistas y hasta presidente alcanzamos a ayudar a nombrar. No avanzó nombres ni precisiones. Rodrigo Londoño, comandante de las extintas Farc, reconoció que, pese a sus anhelos de justicia social, los ataques de esa guerrilla a la Fuerza Pública desataron “ríos de sangre” entre civiles. Aunque genérica, más exculpatoria que contrita, la confesión de personeros supremos del horror abre avenidas a la verdad plena del conflicto. Y revela el tejido de justificaciones morales y políticas con el que quisieron legitimar su violencia.

Elocuente ilustración al seguimiento de la ideología que animó a los contendientes, expuesta con maestría a la luz de los acontecimientos  por Jorge Orlando Melo, en su último libro Colombia: las razones de la guerra. Para el autor, la violencia es elemento central de la historia de Colombia. Tres ideas entresacadas de la obra:

En la violencia más reciente, entre 1950 y 2016, la justificación ideológica de la guerrilla se afirmó en la existencia de una sociedad injusta y antidemocrática que era preciso cambiar. El Estado legitimó su violencia argumentando lazos de los alzados con una conspiración internacional. La propaganda de los gobiernos trocó la violencia rural entre colombianos en el producto magnificado de una conspiración foránea. Y el paramilitarismo, firme aliado de terratenientes, ejerció la suya amparado en el derecho de defensa personal; y dio por subversiva  toda movilización social.

La izquierda insurrecta se justificó en el derecho de rebelión contra el tirano y la democracia restringida del Frente Nacional, que asimiló a las dictaduras militares de la región. A la acción armada contra el Estado sumó la guerrilla crímenes horrendos como el secuestro; y el fusilamiento por “traición” de disidentes políticos en sus propias filas. Respondió el establecimiento con un reformismo pobretón pero, sobre todo, con una cruzada anticomunista envolvente (que hoy renace con vigor inusitado). Elemento central de esta violencia fue la alianza contrainsurgente y acaparadora de tierras entre políticos, hacendados, narcotraficantes y uniformados, que ya Mancuso señalara como germen del paramilitarismo.

Sostiene Melo que el choque entre guerrillas y paramilitares —con apoyo del Estado y de amplios sectores sociales— explica la larga duración del conflicto colombiano y las formas de violencia extrema que adoptó. Si bien no se justifica ya un proyecto político paramilitar ni el insurreccional de la guerrilla, 70 años de conflicto armado arrojan un país más inclinado a la derecha, a reformas de epidermis que no toquen la ortodoxia capitalista. Y concluye: quienes propendan al cambio deberán abrevar en el núcleo del individualismo  ilustrado de los derechos del hombre y el ciudadano; en la búsqueda de la sociedad libre, igualitaria y creativa que el propio Marx había retomado de Locke y de Rousseau. Con proyecto de reformas creíble expresado en lenguaje que defina claramente recursos, mecanismos y procesos.

Quedaría demostrado que la violencia sólo conduce a más violencia y al refinamiento de los mecanismos de dominación. Lo que se infiere, entre otras, de la tibia pero inédita contrición de Mancuso y Londoño. Tras la paz con las Farc, la verdad trae nueva esperanza del fin de la violencia.

 

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Ingrid: “La guerra fracasó”

Violento el contraste. Literalmente. Mientras el Gobierno Duque innova en horrores contra la protesta ciudadana, pisotea el Acuerdo de Paz y reanima el conflicto, Ingrid Betancur y Rodrigo Londoño protagonizan perturbador encuentro entre víctimas de secuestro y sus victimarios, pero ambos abrazan el principio de la reconciliación: su repudio a la guerra. Aunque con reservas sobre el tono “acartonado” de sus adversarios y abundando en reclamos, dijo ella que “quienes actuaron como señores de la guerra y quienes los padecieron nos levantamos al unísono para decirle al país que la guerra es un fracaso, que sólo ha servido para que nada cambie y para seguir postergando el futuro de nuestra juventud […]. Esta es nuestra verdad colectiva y [sobre ella] debemos construir una Colombia sin guerra”. Pidió perdón Timochenko “con la frente inclinada y el corazón en la mano”; y reafirmó que no debe responderse a la violencia con más violencia. Largo y tortuoso recorrido debieron transitar las Farc desde la exculpatoria calificación de “error” a sus 21.000 secuestros, hasta reconocerlos como crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Mientras la reconciliación da un paso de gigante esta semana, echa al vuelo su imaginación el fundamentalismo armado para diversificar modos de guerra sucia, ahora urbana. Modos que acusan, cómo no, la marca siniestra del paramilitarismo. En el río Cauca y en Tuluá aparecen los cuerpos de Brahian Rojas y Hernán Díaz, desaparecidos antes. En bolsas de plástico se encuentran, desperdigados, cabeza y miembros del joven Santiago Ochoa, entre otros. Comenta el Canal 2 de Cali que hay en la ciudad cacería de marchantes; les caen a sus casas y los desaparecen. Por un alud de amenazas de muerte tuvo que salir del país un dirigente de Fecode, estigmatizado en público por el mismísimo presidente de la república.

A poco, acusó al paro de haber producido 10.000 contagiados de Covid. Aseveración infundada, según científicos, pues en el pico pesan más la reapertura de la economía, la lentitud en el suministro de vacunas y el casi nulo cerco epidemiológico que desplegó el Gobierno. Y Francisco Santos  afirma que “el pico de la pandemia tiene nombre propio: CUT, Fecode, CGT, CTC, Petro y Bolívar”. Juguetón, pone lápidas donde conviene. El hecho es que el contagio creció 15,8% en abril (sin paro), y 8% en mayo, en la plenitud del estallido social. Para rematar, la Fiscalía señala con nombre propio y sin pruebas a 11 líderes sociales de Arauca de pertenecer a disidencias de las Farc. Y la Procuraduría abre, porque sí, indagación contra cinco congresistas de oposición mientras se adjudica funciones de policía política.

Sintomatología de amplio espectro que revela dimensiones inesperadas en la guerra que la derecha ultramontana quiere revivir, a pesar de Ingrid, a pesar de que Farc no hay ya. Otros enemigos se inventa: líderes sociales (van 80 asesinados sólo este año), y muchachos masacrados en las calles: 70 a 4 de junio reportó Indepaz-Temblores con nombres propios a la CIDH, con autoría directa o indirecta de la Policía; más dos uniformados y un agente del CTI. Aquí es más peligroso ser líder social que delincuente, se quejó Leyner Palacios, miembro de la Comisión de la Verdad.

La potencia de la sociedad que protestó en las calles alienta la esperanza. Y el Pacto de Paz, dirá Ingrid, aunque imperfecto e incompleto, nos entregó el único instrumento que tenemos hoy para salir de la barbarie. Barbarie de criminales, se diría, que, volviendo papilla la esquiva democracia, disparan contra el líder popular, contra el campesino, contra el joven-no-futuro, contra el empresario, contra el opositor, contra la mujer de doble jornada sin remuneración. Barbarie incalificable, atentar contra la vida del presidente de la república. Sí, la guerra es un fracaso.

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