Estudiantes 1971: ¿reforma o revolución?

De amplitud y duración sin precedentes, el movimiento estudiantil de 1971 fue no obstante un fenómeno “bipolar”. Mientras el estudiantado luchó en masa por la reforma universitaria, muchos de sus dirigentes quisieron “elevar” el modesto reformismo a categoría política, a revolución. Como si romper las cadenas del poder eclesial-oligárquico y la tiranía del tomismo en el currículo; como si abogar por autonomía, financiamiento, libre cátedra y universidad pública para todos no fuera el más ambicioso programa político. Pero no se conformaba aquella propuesta con este programa mínimo: se agitaba el programa máximo de revolución que casara con cada modelo del socialismo internacional hasta simpatizar, a menudo, con su modalidad de lucha armada: si el modelo soviético, con las Farc; si el chino, con el EPL; si el cubano, con el ELN. Trasplante a la brava del dogmatismo que informó los totalitarismos comunistas, para cercar al contradictor y nutrir retóricas de vanguardias  construidas en el aire: sin pueblo. A distancia de este espíritu doctrinario, diría Hernán Darío Correa, la oleada del pensamiento crítico que oxigenaba desde  París en el 68; aunque allá fue rebelión contra el Estado tutelar y la familia patriarcal, y aquí la solución del problema universitario tenía que pasar por la acción del Estado.

En la crisis social abrevó el movimiento del 71. En la estrechez del aula para albergar contingentes crecientes de muchachos que aspiraban a formación profesional; en un movimiento campesino resuelto en invasión de tierras; en el hastío con el Frente Nacional que había trocado la competencia política por una desproporcionada acción contrainsurgente del Estado contra guerrillas en ciernes y contra todo el que discrepara del orden conservador en el único país latinoamericano que no ha tenido un gobierno de izquierda. En el supuesto fraude de 1970 que entregó la presidencia a Misael Pastrana, cuya ejecutoria inmortal sería el entierro de la reforma agraria.

Con todo, no podía atribuirse el surgimiento de la insurgencia al portazo del Frente Nacional contra los partidos de izquierda, un lánguido porcentaje de la cosecha electoral. Ni los abusos y arbitrariedades de la democracia colombiana podían equipararse a los de las dictaduras militares del vecindario. Disonaba, pues, la ruidosa perorata del mesianismo, así trasladada al movimiento estudiantil. Liderazgo efímero del sueño revolucionario en las aulas, mientras  se afirmaba el estudiantado en el cogobierno de la universidad y se volcaba al estudio de la realidad nacional. 40 años después, protagonizaría la MANE una vuelta de tuerca: se dio el movimiento una dirigencia plural salida de la base,  interpretó el sentir del estudiantado como categoría social, lo vinculó a la lucha contra la privatización, logró que ésta fuera pacífica y, en 2018, que el Gobierno destinara 6% del PIB a educación. En el estallido social de 2021, jugaría papel medular.

Periplo semejante al descrito en 1918 por la reforma universitaria de Córdoba, Argentina, que se extendió al punto a toda la América Latina. Primero como puntal de las reformas liberales que enfrentaron la tórrida herencia colonial; y luego, como ariete del cambio político y social, bandera flameante ya en el continente entero. En Perú dio lugar al primer gran partido revolucionario, nacionalista y popular, con réplicas por doquier: el APRA.

Tarde nos llegó el coletazo de Córdoba, acaso porque fuera nuestro país casi el único en donde al timonazo liberal de un siglo atrás se respondió con la Violencia. Aunque todas las escolásticas y sus catedrales –las reaccionarias y las comunistas– se disputen todavía la grey blandiendo el fierro o impostando superioridad moral, una pregunta queda: ¿no habrá resultado más transformadora la reforma que la revolución?

 

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Crece la economía y crece la pobreza

Levitando en la muelle complacencia del poder que le cayó de chepa, desdeña el presidente a los 21 millones de colombianos reducidos a la pobreza. Ni plan de choque para crear empleo en masa, ni renta básica decente, ni crédito sin intereses del Banco de la República al Gobierno. En vez de una cirugía capaz de salvar órganos vitales de la sociedad, administra paliativos. Campean la miseria y el desempleo en medio de la algarabía por una reactivación que no lo es, pues economía y pobreza han crecido a la par. Jugosa cosecha para los negocios que compiten con ventaja y desolación para todo lo demás, dizque a la espera de que la bonanza caiga un día a cuentagotas sobre los  menesterosos. Manes del modelo de mercado en su treinta aniversario: es hija suya la crisis, acentuada por la pandemia.

Es producto de la apertura de César Gaviria, que desprotegió la agricultura y la industria nacionales, con resultado contrario al que sus promotores pronosticaron: la desindustrialización. Con todas sus secuelas de atraso, desempleo, trabajo informal y precario. Producto del desmonte del Estado empresario, planificador del desarrollo y regulador de los mercados. Producto de la preeminencia concedida a los banqueros, que se enriquecieron sin pudor. Y ahora, ante la crisis, propone Duque revitalizar la receta fracasada, la que dispara el desempleo y las desigualdades.

Impusieron “los economistas” su pensamiento único a la brava y prometieron una economía exportadora, acicateada por la competencia internacional. Otro fue el desenlace: la quiebra de porciones enteras del empresariado nacional a instancias de mercaderías foráneas que invadieron sin cortapisas  el mercado, pues el arancel se redujo a la octava parte en estas décadas. Si en 1.982 las importaciones fueron el 10,9 del PIB, en 2019 alcanzaron el 22,9%. José Antonio Ocampo sostiene que “hicimos más para diversificar exportaciones cuando combinábamos protección con promoción de exportaciones” (entre 1.969 y 1.974). Vuelve hoy el crecimiento pero sin empleo: se produce lo mismo que en 2019, pero 2 millones adicionales de desempleados por pandemia no encuentran trabajo todavía.

En el origen del modelo que fue religión y hoy periclita, el Consenso de Washington frenó la industrialización alcanzada en 70 años. Modesta, sí, tardía y salpicada de favoritismos del Estado, pero había asegurado un crecimiento anual del 5,6%; el doble del que se registra desde la apertura. En 1.989, la industria representaba el 30% del PIB; hoy no pasa del 10%.

A Colombia se proyectó el diagnóstico de la crisis de la democracia que moría bajo dictaduras en el Cono Sur. Con ellas se equipararon las falencias de la nuestra. Se copió la seductora retórica del retorno a la democracia y el modelo económico que fue su corolario: el paradigma neoliberal. No pareció importar que éste naciera precisamente en la dictadura de Pinochet. Se cooptó, sobre todo, el privilegio concedido al sector financiero, y la Carta del 91 lo extremó obligando al Banrepública a operar mediante onerosísima intermediación de la banca privada. Escribe Hernando Gómez Buendía en su obra De la Independencia a la Pandemia que en 20 años pasó este sector de generar el 8, 8% del PIB, al 22%: “un cambio en la composición sectorial de la economía [casi sin] precedentes en el mundo […] La Constitución igualitaria del 91 acabó por entregarle la economía del país a dos grupos financieros gigantes”. Con razón se negó Duque a gestionar crédito directo con el Banco Central para paliar la pandemia.

Crecimiento sin redistribución es atesoramiento de pocos, no desarrollo. Entre tanto candidato a presidente ¿habrá quien proponga reordenar prioridades entre los sectores de la economía y privilegiar la productiva sobre la especulativa? ¿Quién ofrece alternativa al esperpento que Duque encarna?

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Petro: unas de cal, otras de arena

 

Se descalifica por “chavista” la propuesta económica de Petro, cuando ella difícilmente emula el reformismo liberal de un Carlos Lleras. Preocupa, en cambio, la blandura de su “pudo haber sido un error” en respuesta a Vicky Dávila sobre responsabilidad del M19 en el holocausto del Palacio de Justicia que esa guerrilla provocó. Invoca el candidato el derecho de rebelión. También lo hace Timochenko en proceso público que reconocerá verdades del conflicto. Pero éste declara que “el derecho de rebelión no es patente de corso para ejecutar crímenes de guerra o no asumir nuestras responsabilidades”. Sí. Algo va de muertos habidos en combate con el enemigo a los muertos inocentes que resultan de una acción terrorista.

Por lo que toca al modelo económico, si no sirviera a causa tan deleznable como la sociedad del privilegio, daría risa el patetismo de la derecha. Ha desatado ella un alud de propaganda antediluviana contra el restablecimiento del rol del Estado, insoslayable ya como organizador del desarrollo que el neoliberalismo aniquiló. Denuncia Juan Lozano “una peligrosa artillería orientada a socavar la iniciativa privada, la libre empresa y la libre competencia que pasa por volver pecaminoso el éxito empresarial”. Y, en alusión a Petro, el infaltable comodín del chavismo.

Pero la propuesta económica del líder de la Colombia Humana –impulsar un capitalismo productivo de generación de riqueza y su redistribución– no trasciende la del expresidente de marras cifrada en reforma agraria, control de capitales, integración andina y tatequieto a la banca multilateral. Reformismo liberal anclado en la industrialización y en la modernización del campo, es escuela emparentada con el capitalismo social que hoy promueve toda la centro izquierda. A Petro alcalde le cobraron como embuchado comunista su intento de devolver al sector púbico el servicio de acueducto. Mas, antes de que los idólatras del mercado liquidaran la iniciativa económica del Estado y su función social, ya Colombia había experimentado durante medio siglo el modelo que confiaba al Estado servicios públicos e infraestructura del desarrollo. Derechos ciudadanos y bienes de beneficio común fueron indelegables al sector privado. Taca burro la derecha.

Por otro lado, aunque Petro no estuviese personalmente involucrado en los hechos del Palacio y pese a que el Eme fue indultado, debería el candidato   sumarse a la autocrítica de Antonio Navarro, más necesaria hoy que nunca. Para el dirigente, aquella acción armada fue “el peor error del M19, [pues] marcó con fuego la historia de Colombia. Difícilmente ha pasado en este país algo más terrible… una terrible equivocación de la cual nunca nos arrepentiremos lo suficiente […] Aunque no tuve responsabilidad en la toma, soy el superviviente del Eme y a nombre de todos mis compañeros he pedido perdón por lo sucedido”.

Más de un pensador ha legitimado la rebelión contra el tirano. La justificó Santo Tomás como resistencia contra él, aun, hasta eliminarlo. Hobbes la considera inevitable cuando no garantiza el soberano la vida y la seguridad de los asociados. En el legítimo alzamiento contra una dictadura oprobiosa, será crucial establecer, primero, si se configura tal régimen de fuerza; y segundo, si  la rebelión tiene licencia para derivar en guerra sucia. El Che Guevara condenó la lucha armada contra el autoritarismo que abrigara resquicios de democracia. Y el derecho internacional regla el conflicto armado: condena los crímenes de guerra y de lesa humanidad. En un país abocado a la prueba ácida de la verdad, a demandar claridad sobre acontecimientos que lo marcaron con sangre, no deberían sus líderes callar o guarecerse en la ambigüedad. Aquí puede faltarle a Petro la coherencia que su programa económico respira. Unas de cal, otras de arena.

 

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Paperos: los trapos del agro al sol

No es jugarreta del destino. La crisis de los paperos es el síntoma recurrente de enfermedades que carcomen la entraña del agro en Colombia y se ceban en el campesinado: la miseria, la injusticia, la violencia, el trato de parias que los gobiernos dan a quienes se rompen el lomo por la seguridad alimentaria del país. Males de siempre agudizados por la desprotección de la agricultura campesina, arrojada, como se ha visto, al mar embravecido de mercados sin control. Y doblemente azotada hoy por la pandemia, que redujo demanda y precios de la papa, mientras seguía el Gobierno amparando importaciones.  Los precios de sustentación que el Estado llegó a fijar para asegurar su ingreso a los cultivadores y precios estables al consumidor son cosa del pasado.

Ciego a los disparadores del desastre –sociales, técnicos, financieros y de infraestructura– el ministro de Agricultura destina compasivo miserables $30.000 millones para paliar la crisis de los cien mil cultivadores de papa. Una migaja, debió de resultarle el óbolo a Flor Alba Rodríguez, de Samacá. Ya ella tuvo que vender las vacas que le quedaban para pagar su crédito a los bancos. Y temerá a la cercana eventualidad de feriar la finca, por lo que le den, para saldar la deuda. No faltará el oportuno comprador que quiera agrandar sus predios pagando una chichigua, en imaginativa forma de despojo.

No caben en las entendederas de este Gobierno los conceptos de planificación de la producción, o conservación y buen uso del producto excedente. Habla de “sobreproducción” en un país donde 15 millones de sus habitantes se están acostando con hambre. Eso sí, fluyen exuberantes las importaciones de papa precocida, roya de la producción propia: 50.000 toneladas traídas de Europa, equivalentes a 200.000 de las nuestras sin procesar. Entre 2009 y 2019, quintuplicó Colombia las importaciones del tubérculo. Colombia, despensa potencial del mundo, importa 10 millones de toneladas de alimentos al año. Puñalada trapera de los TLC a la economía campesina, que es fuente del 80% del empleo en el campo y opción más productiva que la gran explotación agrícola.

Como un buldozer arremetió hace tres décadas el modelo de liberalismo económico en bruto. Tendido quedó en la arena aquel que, mal que bien, ayudaba al agro con sistemas de riego, comercialización del producto, precios de sustentación, infraestructura de conservación de excedentes agrícolas para contener la anarquía de precios gobernada por los caprichos de la oferta y la demanda. Para regular el mercado de la producción agrícola se creó el Idema; mas, con el Incora, la Caja Agraria y la banca de fomento agropecuario, desapareció aplastado bajo el trepidar de aquella máquina infernal, engalanada con la bandera del libre comercio en patio propio y allende las fronteras.

Hoy piden los productores de papa, maíz, plátano, fríjol resucitar aquellas políticas y las instituciones que las ejecutaban. Empezando por imponer arancel del 30% a la importación de alimentos, y renegociar los TLC. En lo cual coincide el empresario Jimmy Mayer, para quien esos tratados sacrifican una protección adecuada de la industria y el agro nacionales, que han de ser fuentes de riqueza y de empleo bien remunerado.

La acción desesperada de campesinos que venden la cosecha en carreteras por la séptima parte de su precio no es exhibición de folclor patrio; es la cruda exposición de los trapos al sol: de las ruindades de un sistema de privilegios duro como una roca, despiadado como el hambre de los que producen la comida pero no comen.

Coda. A despecho de la nueva Semana, el buen periodismo es imbatible. Lo prueban, entre el elenco de galardonados con el Simón Bolívar, el magnífico Jorge Cardona, Carlos Granés y Ricardo Calderón.

 

 

 

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La antidemocracia refrendaria

En manos de extremistas como Álvaro Uribe, la democracia directa es un azote. Introducida por la Carta del 91 para ampliar la participación política, el uribismo puso no obstante la democracia directa al servicio del proyecto más reaccionario que floreciera en Colombia después de Laureano Gómez. Forma de participación complementaria de la representación política, lo mismo puede propiciar soluciones de fondo democrático que violentarlas. Por plebiscito se consagró en 1957 el derecho al voto femenino y se clausuró la dictadura; una consulta popular arrojó en 2018 casi 12 millones de votos contra la corrupción. Pero dos años antes, el CD boicoteó en plebiscito con mentiras catedralicias un acuerdo de paz logrado tras medio siglo de guerra y medio millón de muertos y desaparecidos. También ahora marcha el referendo de Uribe sobre embustes y cargas de odio contra la justicia transicional que es modelo para el mundo.

Pescó la derecha en los vacíos del modelo participativo que se ofreció como antídoto a la crisis que alcanzó su clímax en 1989. El enemigo sería ahora el clientelismo, máquina infernal de corrupción en los partidos y en el Estado, depositarios de la democracia representativa. En el reformismo moralizante de tantos que habían forjado entre clientelas su poder, respiraba el esnobismo de que la nuestra era una democracia sin ciudadanos. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre el oro y la escoria: el ciudadano y el cacique clientelista.

La democracia directa, refrendaria, fue corolario político del modelo de mercado que el Consenso de Washington imponía en el subcontinente, como contrapartida a las dictaduras del Cono Sur. Pero repitió la receta autoritaria, ahora en formato de neopopulismo, desde Fujimori en el Perú hasta Uribe en Colombia. Dictadores desembozados y tiranos en ciernes elegidos por el pueblo legitimaron su mano más o menos dura en la corrupción del sistema político. Pero, lejos de erradicarla, la ahondaron.

A Colombia se proyectó el diagnóstico de la crisis que pesaba sobre estos países: dictaduras y dictablandas hacían agua; se decretó agotado el modelo proteccionista; se imponía una transición que armonizara libertad política con libertad económica sin atenuantes. Se trataba de compatibilizar cambio económico y modernización política. Había que transitar de la democracia representativa a la democracia directa del individuo en ejercicio pleno de su libertad; del Estado social, promotor del desarrollo, al Estado adaptado a las necesidades del neoliberalismo, del clientelismo a la ciudadanía. La Carta del 91, diría Rafael Pardo, transformó las reglas del juego político y cambió el modelo de desarrollo.

Entre reformas vitales del 91 (la ampliación de derechos, la tutela), cobró ruidoso protagonismo la ideología que exaltaba la democracia “participativa”. A su vez, la laxitud de la norma que permitía la creación de partidos fracturó el monopolio del bipartidismo tradicional, sí, pero debilitó a las organizaciones políticas y al sistema de partidos. Atomizados los odiados partidos, mistificada la democracia directa, desactivada la sociedad civil, surgió el escenario  donde medrara el primer demagogo con ganas de jugar a la tiranía de las mayorías. Al Estado de opinión.

Décadas lleva Uribe practicando la democracia directa que sirve a su proyecto de vocación neofascista: con consejos comunales que descuartizan la institucionalidad, con manipulación oprobiosa del plebiscito por la paz, con su nuevo referendo contra la Justicia. A despecho de la Carta del 91, el uribismo interpretó modernización política como amancebamiento de clientelismo y neopopulismo. Esta versión de democracia directa es espejismo de cepa antidemocrática, a leguas de la genuina participación política.

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