Izquierda y Centro: se alborota el cotarro

Unos juegan con los principios y se complacen en la derecha; otros se abocan al reto de verterlos en programas de cambio. Mientras Petro se extravía en un crudo pragmatismo haciendo aliados que disuenan entre “los decentes”, los candidatos de la Coalición Centro Esperanza tendrán que optar por una entre las variantes de libre mercado que todos ellos adoptan: la gama va desde un neoliberalismo cerrero hasta el capitalismo social. Si, como dicen, representan la convergencia del reformismo estructural, no podrán menos que allanarse al modelo de economía de mercado con regulación del Estado. Será respuesta al negro balance del Consenso de Washington, cuya alternativa lanzan hoy las potencias del G7: el Consenso de Cornwall.

Conforme se consolida el Centro precisamente porque rehúye el abrazo de un oficialismo liberal amancebado con la corrupción, con el gobierno Duque y su partido, Petro le tiende la mano a Luis Pérez, artífice con Uribe, Martha Lucía y don Berna, de la mortífera Operación Orión. Y convida al pastor Saade, célebre por su odio al aborto, a la mujer, a la comunidad LGBTI.

Genio y figura, de suyo arbitrario, el autoendiosado Petro se ríe de la izquierda sacrificada, probada en mil batallas, que ahora lo acompaña en la idea de transformar este país. Y encubre su arrebato electorero con el argumento de la vieja alianza del liberalismo con la izquierda. Como si Luis Pérez fuera Uribe Uribe o López Pumarejo. Como si no hubiera sucumbido el Partido Liberal a la corrupción, a la hegemonía de la derecha en sus filas, a los turbios manejos del jefe.

Poniéndole conejo con la caverna cristiana y con la derecha liberal, arriesga Petro la cohesión de la coalición de izquierda. Sus aliados podrán pasar del estupor a la estampida. Como se insinúa ya: Francia Márquez pidió “no cambiar los valores de la vida por votos”, Iván Cepeda declaró que “las elecciones se pueden perder pero la coherencia ética, no”, e Inti Asprilla remató: “la pela interna que nos dimos en el Verde no fue para esto”. Pero Petro es así: impredecible en política… y en ideas. Si votó por Ordóñez para procurador, si considera a Álvaro Gómez más progresista que Navarro Wolf, se comprenderá que invite ahora al uribismo al Pacto Histórico, a la derecha liberal y a la caverna cristiana.

Más atento a la formulación de un programa económico que responda al anhelo de las mayorías, en el Centro Esperanza Jorge Enrique Robledo, verbigracia, insiste en cambiar el modelo pero dentro de la economía de mercado, con respeto a la propiedad y a la empresa privadas, y sin estatizar la economía. Para él, un efecto devastador de la globalización neoliberal en Colombia fue la destrucción en gran medida del aparato productivo del país: la desindustrialización y la crisis agropecuaria. Un desastre, pues es la industria el gran multiplicador de la productividad del trabajo, base del desarrollo. Con la apertura comercial se sustituyeron la producción y el trabajo nacionales por los extranjeros: el Consenso de Washington desprotegió el capitalismo nacional en favor del foráneo. Ahora, para reemplazar aquel Consenso, las grandes potencias marchan hacia un paradigma alternativo, el nacido del Consenso de Cornwall, en pos de una economía equitativa y sostenible que restituya el papel del Estado en la economía, sus metas sociales y la perspectiva del bien común.

Horizonte claro para transitar hacia un nuevo contrato social, sin que sus promotores deban endosar la iniciativa a la politiquería tradicional, gran responsable de las desgracias que en Colombia han sido. Modere Petro sus ínfulas napoleónicas en el platanal, y acoja el Centro sin ambigüedades el paradigma del capitalismo social.

Coda. Esta columna reaparecerá en enero. Feliz Navidad a los amables lectores.

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Escollos de la negociación

Fuera del sabotaje a la economía mediante bloqueo de vías, dos obstáculos formidables taponan por ahora la salida a la crisis. Primero, una violencia incontrolada del Gobierno contra el pueblo inerme, para escándalo del mundo que asocia a Colombia con dictaduras dadas por desaparecidas. Segundo, el reto al sistema político de abrir canales de expresión y trámite de demandas para mayorías ultrajadas que rompen ruidosamente las amarras de la resignación, cuando los partidos no las representan ya y la democracia directa que la Carta del 91 introdujo degeneró en populismo plebiscitario a instancias de algún egócrata con prontuario.

51 muertos en las calles cuenta Indepaz, 43 de ellos supuestamente a manos de la Fuerza Pública; para la Defensoría del Pueblo son 42 y, para la Fiscalía, 14. Pero el presidente se emplea a fondo: anuncia máximo despliegue de la Fuerza Pública. Su ministro de Defensa, la torpeza hecha poder armado, tiene por terroristas a los protestantes. Y Marta Lucía Ramírez, flamante Canciller, atribuye el estallido al Acuerdo de Paz. En franco alarde de castrochavismo, no acepta Duque todavía inspección en terreno de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como nunca la aceptaron Maduro, Castro y Ortega. Todo ello ventilado en los prolegómenos de negociación con el Comité del Paro y con jóvenes en incipientes mesas de negociación regionales. Exigen todos garantías para la vida y la integridad de los marchantes; reconocimiento expreso del Presidente sobre excesos de sus hombres, y autorización a la visita de la comisión de Derechos Humanos. Áspera barrera para el hombre que se debate entre la endeblez y cada divisa brutal de su mentor.

Las aspiraciones variopintas del levantamiento popular que reclama participación política desafían a la maltrecha democracia representativa, enhorabuena fortalecida por las 16 curules de paz que la Constitucional revive para comunidades abandonadas al olvido y a las cicatrices del conflicto. Victoria de las víctimas. La indecorosa protesta de Paloma Valencia y de su partido no hace sino enaltecer la decisión de la Corte. Pero, mientras culmina la reforma política y electoral que depure y fortalezca a los partidos y abra el compás  a nuevas opciones, nada tan propicio como los canales de democracia directa, local, que la Constitución ofrece. Como el cabildo abierto. O los Consejos Territoriales de Paz, Comités de Justicia Transicional y Consejos de Desarrollo Rural creados por el Acuerdo de Paz, que multiplican los canales de participación política. Democracia de abajo hacia arriba.

O los imaginativos mecanismos que la mesa de negociación de La Habana ideó para incorporar la avalancha de propuestas que fluyó hacia ella desde la sociedad civil, a saber: página web a través de la cual se recibieron, sistematizaron y analizaron propuestas ciudadanas; cinco foros temáticos ejecutados por el PNUD y la Universidad Nacional con más de 40.000 propuestas sobre los temas de negociación, y mesas de trabajo regionales en todo el país para recoger propuestas sobre los ejes temáticos en discusión. Se han consolidado también experiencias como la del Comité de Integración Social del Catatumbo, que representa a organizaciones de varios municipios de Santander y hoy prepara un pliego campesino del departamento que sirva de insumo en la negociación del Comité Nacional del Paro.

¿No servirían mecanismos de esta índole para recoger y debatir los reclamos de los manifestantes, como actores políticos, y articularlos a las negociaciones del Gobierno con el Comité del Paro o al Congreso cuando excedan el ámbito local? ¿No ayudarían a saltar el candado que bloquea una negociación democrática? ¿Querrán anarquistas tomarse el movimiento para que los heraldos de la guerra “salven” el país todo con una gran operación Orión?

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La oscura saga del uribismo

La presunta participación de Álvaro Uribe en la creación del Bloque Metro, a testigos de cuya formación habría manipulado el expresidente, no sorprende: es otro eslabón en la larga cadena de eventos comprometedores que ponen en entredicho su “repudio” al narcoparamilitarismo. El alud de pruebas contra Uribe que la Corte Suprema tuvo por “claras, inequívocas y concluyentes” vino a complementar una sentencia proferida en 2013 por Rubén Darío Pinilla, magistrado del Tribunal Superior de Medellín. Censura ella el papel del Estado en la organización expansión del paramilitarismo en Antioquia y Córdoba, con acción decidida de militares, agentes privados, políticos y narcotraficantes; y ordena investigar a Álvaro Uribe por presunta promoción y apoyo a grupos paramilitares. Se amplificaba por entonces el eco de las masacres de El Aro y La Granja.

Por el vigor de su liderazgo (ya como figura destacada del notablato regional o como personero del Estado), aquellos pecadillos de ética procaz pesan toneladas en la legitimación del delito que en la sociedad y en el poder público se expanden. Cómo no recelar de la honradez del jefe cuando innumerables amigos y funcionarios suyos pagan cárcel por narcoparamilitarismo. La pagan sus dos jefes de seguridad en Palacio, generales Buitrago y Santoyo; el general Rito Alejo del Río, a quien rindió Uribe homenaje público para elevarlo de homicida a héroe de la patria; su director del DAS, Jorge Noguera, quien puso la entidad al servicio de Jorge 40; los 89 congresistas procesados por parapolítica, miembros casi todos de su bancada parlamentaria.

El Gobierno de Uribe rediseñó las Convivir como aparato estatal de seguridad que terminó adscrito al paramilitarismo y encabezó la lucha contrainsurgente con la venia del Ejército. Lucha que éste debió librar sin aliados maleantes, sin atropellar a la población civil, en ejercicio de la legitimidad del Estado contra la arrogante criminalidad de las Farc. Guerrilla a la que no pudo Uribe vencer militarmente; pero sí en el terreno de la política, hasta dejarla sin opción distinta de la de negociar la paz.

La toma militar de la Comuna 13 de Medellín fue una masacre de pobladores urbanos planificada y ejecutada a dos manos entre la Fuerza Pública y el Bloque Cacique Nutibara. Organización criminal al mando de alias don Berna, a resultas de la cual pasó el poder en la Comuna, de milicianos y guerrilleros a la Oficina de Envigado. Con la operación Orión, la brutalidad hecha carne, debutó en octubre de 2002 el Gobierno de la Seguridad Democrática. Prueba de fuego y pauta del replanteamiento armado del conflicto, ahora en modo tierra arrasada, que cae sobre la población civil y registra escasas bajas de combatientes.

Si en Colombia dejó la guerra medio millón de muertos y desaparecidos, su experimento urbano de la Comuna arrojó decenas de asesinados, centenas de desaparecidos y miles de desplazados que deambulan por la ciudad en la indiferencia de su gente. Gente acaso complacida con el gobierno de don Berna en aquella colmena de inmigrantes abandonados a su suerte. Herencia macabra del modelo mixto Estado-paras: en media urbe suplantan al Estado pandillas de facinerosos, instrumento del narco, y la mitad de la gente las tolera. La cooptación mafiosa del Estado y de la política degradó sus referentes éticos, y a ello contribuyeron prohombres de la élite que se permitieron revolver todo con todo.

Hubo en el espectáculo de Orión miles de paras y soldados, ametralladoras, fusiles, francotiradores, tanques de guerra y helicópteros artillados. Teatro pánico. Recurso al miedo como eje del gobierno “de opinión” que así debutaba y alcanzó su clímax con los 6.402 falsos positivos. Este horror evoca la imagen de la tiranía que Valle-Inclán pinta: una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo.

 

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Combos: los de arriba y los de abajo

No es novedad, pero exaspera la complaciente liviandad de los mandamases para capear el fenómeno. El asedio al Estado en Colombia resulta del desgobierno, sí, pero procede desde flancos sociales opuestos, si bien signados por un propósito común: el asalto al poder. A él concurren el crimen organizado en combos y pandillas que suplantan las funciones del Estado en territorios remotos y en ciudades como Buenaventura y Medellín; y combos de grandes empresarios organizados en grupos económicos que colonizan el poder público y lo ordeñan para su propio peculio. En los de abajo se respira abiertamente la impronta de hegemonías mafiosas (de narcos y paras a menudo al servicio del notablato local, y de guerrillos) impuestas a sangre y fuego en medio siglo de guerra sucia, y de armados ilegales que llenaron el vacío del Estado ausente.

Por su parte, los grandes empresarios practican un capitalismo de compinches; arcaico, dirá el versátil profesor Diego Guevara: proclives al monopolio, desdeñan la sana competencia, no arriesgan un duro a la inversión y cifran su buena estrella en los favores del Gobierno; siempre dispuesto a privilegiar a los tiburones más voraces en desmedro de millones de sardinas desamparadas. Invaluable aquí la puerta giratoria para personajes que alternan puesto de mando en el Gobierno con sus negocios particulares. Que así se lucran con información privilegiada (del Estado) o, en voltereta olímpica, abrazan al compadre que vienen de vigilar. Combos de arriba que cogobiernan, la mira puesta sólo en la faltriquera, en veces a despecho del cuello blanco que podrá convivir con la corrupción y el abuso.

En este capitalismo de compinches, derivan los empresarios todas las ventajas y gabelas del poder público, las tributarias en particular. En 2020, el sector financiero pagó 1,9% de impuestos sobre $121 billones de utilidades,  las petroleras 7% sobre $92 billones y las mineras 6%, cuando por ley debieron pagar el 33%. Por estos tres sectores, dejó el fisco de recibir $80 billones. Declara Hacienda que dará “tranquilidad a los mercados y a los inversionistas”, mientras prepara generalización del IVA; una puñalada al ya mísero ingreso de los pobres y vulnerables que suman 71,2% de la población. Logros del gran poder empresarial en el Ejecutivo que, gracias a una ley de Duque, se extenderá ahora al Legislativo: la norma exime a los congresistas de impedimentos para votar leyes en favor de las empresas que financian sus campañas electorales. Se redondea, pues, la captura corporativa del Estado.

Si exprimen al Estado los combos de arriba, los de abajo lo suplantan. Una investigación adelantada por las universidades de Chicago y EAFIT, en cabeza de Gustavo Duncan y Santiago Tobón, demuestra que las pandillas desempeñan las funciones del Estado, prácticamente en todos los barrios de ingreso medio y bajo de Medellín. En media ciudad. La delincuencia vigila, cobra impuestos, administra justicia, controla la disciplina social. En ella manda la sofisticada estructura criminal de 350 combos reagrupados en 15 o 20 pandillas y goza de alguna legitimidad. Aunque también presta servicios de sicariato y protección de su negocio al narcotráfico.

En amplias regiones del país se replica la acción de estos poderes fácticos. Muchas veces en el campo al tenor de empresarios que así perpetúan su vieja alianza con el paramilitarismo: combos de los dos niveles resultan cerrando aquí un círculo de cooperación. El Estado, por su parte, manoseando su propia legalidad, podrá cerrar otro círculo de cooperación con delincuentes, hasta consagrar, verbigracia, la dictadura de un don Berna en la Comuna 13 de Medellín. ¿No será la cooptación de este homicida por el Estado en la Operación Orión, referente legitimador de los combos criminales que mandan en Medellín?

 

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Las sobrevivientes de Orión

En la mar de civiles violentados por la Operación Orión de 2002 contra la Comuna 13 de Medellín, cuatro liderezas de la comunidad sobrevivieron para contarlo. No así Ana Teresa Yarce, que murió acribillada por un sicario en el comedor de su casa mientras apuraba un cigarrillo. 14 años después, testifican ellas al amparo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que, en fallo sin precedentes, condena al Estado colombiano por el asesinato de Yarce y por vulnerar derechos de las otras dirigentes. Socorro Mosquera y Mery Naranjo, entre ellas, restauran el cuadro de infierno desatado aquel día de octubre por fuerzas combinadas de Ejército, Policía y paramilitares. Confabulación que avergüenza. La incursión con tanques y bombas y fusiles cobró centenares de encarcelados sin motivo; hubo torturados, desaparecidos enterrados a hurtadillas en La Escombrera –mayor fosa común del mundo– y 4.196 desplazados. Se hablaba de 300 sepultados en aquel camposanto;  casi todos, civiles inermes. Uno más entre los 200 cementerios clandestinos que albergan, según autoridades, unos 105.000 NN. Así debutaba el Gobierno de la Seguridad Democrática, Álvaro Uribe en la Presidencia, Luis Pérez en la Alcaldía de Medellín.

Propósito publicitario de la operación, limpiar la zona de milicianos. Propósito enmascarado, recuperar ese territorio en disputa entre Farc-ELN y paramilitares, de inmenso valor estratégico, pues la Comuna es puerta de entrada a la cadena de montañas que abre corredor al tráfico de armas y de drogas hacia Urabá. Al frente de la operación, sobre las famélicas calles de la localidad, se vieron hombres del Bloque Cacique Nutibara (comandado por Don Berna) ataviados de camuflado, pasamontañas y botas pantaneras. Jesús Abad inmortalizó en celuloide la escena. Hombro a hombro con 1.500 uniformados de la Fuerza Pública, desplegaron 800 paramilitares toda su fuerza hasta cantar victoria. Y fue Don Berna quien tomó posesión del  territorio recuperado, sin que autoridad alguna dijera esta boca es mía. Antes bien, extendió aquel su poder a Medellín entera, donde instauró su “donbernabilidad”. Declaró el general Gallego, entonces comandante de Policía de la ciudad, que la Operación Orión fue legítima: se desarrolló “por disposición del Gobierno Nacional, con apoyo de la Alcaldía de Medellín y de la Gobernación de Antioquia”.

Apresadas ese día Mosquera y Naranjo por miembros de la Cuarta Brigada, les oyeron a éstos pedir que avisaran “a los primos” que ya llevaban su presa. ¿Quiénes son los primos?, preguntó Mosquera a su compañera. “Son los paramilitares”, repuso la otra. “Querían desaparecernos”, le dijeron a la periodista Diana Durán (El Espectador, enero 14). Pero nos salvó que los familiares siguieron a la patrulla y ésta terminó por entregarnos a la Sijín. Naranjo afirmó que vio morir a su amiga Yarce de 4 tiros que le disparó un sicario el 6 de octubre de 2006. Cuando quiso dispararme a mí –dijo– “me escondí detrás de un árbol y él salió corriendo […] Hacia la una de la tarde me llamaron a decirme que en la terminal de San Javier estaban celebrando el asesinato de Teresa […] Ahí funciona (un) grupo de paramilitares”.

María Victoria Fallon, directora del Grupo Interdisciplinario de Derechos Humanos que representó a las víctimas ante la Corte Interamericana, afirmó: “A pesar de que Diego Fernando Murillo alias Don Berna declaró que el Ejército y la Policía actuaron con ellos (en la Operación Orión), las investigaciones no avanzan. (Pero) queremos una investigación integral para llegar a la verdad”. Que se establezca –agregó– la responsabilidad, no sólo de quienes ejecutaron la Operación, sino de quienes la ordenaron desde la cumbre.

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