Una plaga se tomó a Colombia: la teología de la prosperidad. Justificación religiosa del enriquecimiento repentino, a como dé lugar, ha contribuido a crear un clima que perdona tanto indelicadezas candorosas como el crimen. Hace metástasis ahora con la inversión masiva de dineros en empresas asociadas al narcotráfico  para doblar réditos de un día para otro, y con ejecuciones extrajudiciales que se hacían por la paga. Porque no se trata ya de la riqueza amasada con esfuerzo, fruto y síntoma del favor divino, según algunas doctrinas. El nuevo credo introduce un matiz perverso: al buen cristiano la opulencia le llegará por generación espontánea de su comunión con Dios, sin necesidad de trabajar. El obispo norteamericano E. Bernard Jordan escribe: “Si abres tu mente a la palabra y al propósito de Dios… atraes fácilmente la prosperidad… el dinero y las oportunidades llegarán a tus manos sin esfuerzo (Pero) nadie ha alcanzado la prosperidad empujando una cortadora de césped o haciendo trabajos de plomería (…) El dinero es la fuerza del cambio en este mundo, y nunca tendrás suficiente dinero para cambiar las cosas si eres esclavo de un sueldo”.

Esta filosofía ha invadido predios de todas las iglesias en Colombia. Combinada con el espíritu del mercado sin control, en una sociedad excluyente que lleva años de guerra sucia, se volvió una bomba. Más letal aún si el motivo religioso incursionaba en la política  y terminaba por acomodarse en el discurso del mandatario más popular de los últimos tiempos, que mezcla órdenes de acción militar con avemarías. Versión criolla de la lucha contra el Mal de Bush en Iraq, cuyo antecedente data de las asambleas de fieles que en la Norteamérica profunda  entraban en éxtasis colectivo azuzadas por  pastores que lanzaban anatemas a diestra y siniestra y convocaban a la guerra santa. Ronald Reagan introdujo, a la vez, el neoliberalismo con su libertad de mercado y un sitio de honor para la religión en el manejo del Estado. El gobierno fue también de las sectas fundamentalistas. Estas apoyaban a los lobbies de las armas y, en reciprocidad, el Presidente les designaba jueces enemigos del evolucionismo y del aborto en la Corte Suprema. Como si se tratara del magistrado Ordóñez, hoy candidato del Presidente Uribe a la Procuraduría y quien, a no dudarlo, aplicará justicia con arreglo a sus convicciones religiosas.

Entre nosotros, los antecedentes se remontan al narcotráfico. Para no hablar de la alianza de la jerarquía católica con el partido Conservador en tiempos de la Violencia. Hace 20 años, los sicarios de Pablo Escobar se encomendaban a María Auxiliadora para acertar en sus misiones asesinas. Alonso Salazar, alcalde de Medellín, escribe que el narcotráfico afianzó la cultura del consumo, popularizó un fetichismo religioso que violentaba la ética, elevó el dinero y la fuerza a categoría de valores supremos, socavó las instituciones y los controles naturales de la sociedad contra el delito.

Si obispos y pastores bendicen el enriquecimiento fácil de los fieles, no les tiembla la mano para exigirles contribuciones y diezmos. Con ellos  aseguran los primeros su prosperidad sin trabajar y los crédulos invierten en salvación eterna, que no terrenal. Pirámide divina de captación ilegal de fondos que el Estado no toca, pues es su aliada. Indigna en todo esto la manipulación política y la explotación económica del más caro sentimiento humano: el sentimiento religioso.

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