Fue una guerra despiadada, cargada de sevicia contra la población inerme, como no se viera en parte alguna de América Latina. Mas, por orden del Presidente electo Duque, el Centro Democrático y sus aliados de última hora en el Congreso incrustaron en los cimientos de la justicia transicional torpedos enderezados a reanimar la conflagración. Y a la ferocidad de esta embestida, inconstitucional, meca de batallas sin tregua contra la paz, le siguió la caída de la última hoja de parra: anunciaron Paloma Valencia y Paola Holguín que su partido convocaría referendo para disolver la JEP y bloquear su participación en política a los líderes de la guerrilla que entregó las armas y se allanó a las reglas de la democracia. Vale decir, romper la espina dorsal del Acuerdo de Paz.
No fueron ajustes inofensivos al Acuerdo de La Habana, que los tales cambios encierran el potencial de hacerlo trizas. Y revelan, blanco sobre negro, el diabólico propósito de la caverna de volver a la guerra. Con la autoridad que le asiste, señala Humberto de la Calle los desafueros perpetrados, en advertencia que aquí gloso (El Espectador, 28/7). Dizque por salvar el honor de los militares incursos en crímenes como los falsos positivos, se los excusa de comparecer ante la JEP. Pero los deja en un limbo de inseguridad jurídica y en riesgo de juicio por tribunales internacionales. Y quedan sus víctimas sin la verdad y sin la reparación que los uniformados les deben. Con ello se rompe la unidad de la verdad y quedan esas víctimas en “un limbo de desigualdad aberrante”.
La atrocidad de aquellos crímenes emula la de muchos cometidos por las Farc, apunta el exjefe negociador de Paz. Pero si sólo se pide cárcel para los jefes de la guerrilla y no para los terceros y los agentes del Estado, “nos encontramos en una ruptura esencial que dejará sembradas las semillas de nuevas violencias”. Porque castigar a uno solo de los actores del conflicto y concederles impunidad a los demás será incentivo poderoso para que la guerrillerada vuelva al monte.
¿Eso queremos? Es que renacería el conflicto, acaso para cobrar otros 220.000 muertos certificados y 85.000 desaparecidos (investigadores de prestigio calculan que aquella cifra representa apenas la cuarta parte de las víctimas mortales; sólo entre 1985 y 2015 habrían sido 700.000). Comparados con ella, los sacrificados por todas las dictaduras del Cono Sur alcanzarían una reducidísima proporción. Para no mencionar las formas del horror que esta violencia alcanzó en Colombia, ejercida masiva e indiscriminadamente contra la población civil:
Con la complacencia de un general del Ejército, paramilitares juegan fútbol con cabezas de campesinos recién sacrificados, a la vista de toda la comunidad. La cifra certificada de falsos positivos ronda los 5.000, aunque The Economist habla de 10.000. Paramilitares montan escuelas de descuartizamiento de personas vivas, con motosierra. Francisco Villalba confiesa a la Fiscalía que recibió el entrenamiento de marras en la finca La 35, en El Tomate, Antioquia. Las Farc desoyen durante meses la súplica de un secuestrado para ver a su hijo, un niño que va muriendo de cáncer. Tampoco puede ver el cadáver. Crueldad refinadísima que clama al cielo. En manos del Mandatario electo queda la decisión de recular y mantener sellado el dique de la barbarie, cuando sus iracundos copartidarios torean la guerra.
Bien merecido el Nobel de Paz que distinguió al Presidente Santos por haberla conjurado. Y aleccionador el sello final de su Gobierno: “La popularidad, dijo –esa caricia efímera para la vanidad- la sacrifiqué gustoso y la volvería a sacrificar a cambio de una sola de esas vidas salvada”. Gratitud por siempre, Presidente.