“Recuerdo bien el piso blanco del baño, la costra de sangre que se iba formando. Las marcas de la tortura forman parte de mí, yo soy eso”. Y rompió en llanto, mientras el auditorio la ovacionaba de pie. Hablaba la exguerrillera-presidenta, Dilma Rousseff, al evocar sufrimientos de prisión a sus escasos 20 años durante la dictadura de los sesenta y setenta en su país. “Brasil y sus nuevas generaciones merecen la verdad”, agregó. Presentaba la mandataria el más espeluznante informe de la Comisión de la Verdad sobre los crímenes de aquel régimen, una política de Estado sistemática y brutal. El Senado de EE.UU. denunciaba a su turno los de la CIA en la prisión de Abu Ghraib, donde la tortura rebasó toda frontera de imaginación: hombres con las piernas fracturadas, de pie por días enteros; ahogamientos; vigilia forzada durante semanas; empalamientos, muerte a golpes. Pero el exvicepresidente de Bush, coordinador de la infamia, agradeció  el “excelente” trabajo de la CIA, y calificó el informe de “puro excremento”.

Además, un fallo de la Corte Interamericana condena al Estado colombiano por asesinato, desaparición o tortura de 17 civiles en la retoma del Palacio de Justicia (tan criminal como la toma). Confirma que el magistrado Carlos Urán salió vivo del edificio y rodeado de militares. Que su cadáver apareció después con signos de tortura y un tiro de gracia. Que otras cuatro personas inocentes sufrieron torturas y tratos crueles.

Ya en las caballerizas de Usaquén, en el Gobierno de Turbay, se había vertido la tortura oficial que las dictaduras del Cono Sur propalaban. Masiva, indiscriminadamente, por la sola sospecha que podía despertar un poeta, un sindicalista, un profesor; o bien, a la comprobación de que se era guerrillero, violando todas las reglas de la guerra, pocos escapaban al ritual: terror sicológico, frío, hambre, vigilia forzada durante semanas; golpes brutales, ahogamientos, corrientes eléctricas y, a veces, empalamiento. Todo, al amparo de un Estatuto de Seguridad que concebía como enemigo interno, no sólo a los alzados en armas, sino a los adversarios políticos del Gobierno. Tónica que reeditaría después la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, para quien todo librepensador era  guerrillero vestido de civil. Una de sus secuelas ominosas: el espectáculo de señores divinamente que sueñan con la eliminación de todo apátrida proclive a la paz, cobra nueva vida bajo el paraguas del Centro Democrático.

Pero aquí la tortura no se contrae a los cuarteles. Muchos paramilitares, guerrilleros y miembros de la Fuerza Pública la han practicado contra sus adversarios y, sobre todo, contra la población civil. En la degradación de esta guerra, parecieron ellos rivalizar en inhumanidad, en el propósito de causar el mayor sufrimiento a sus víctimas. Las prácticas de crueldad y de sevicia podían ir desde jugar fútbol con las cabezas de sus víctimas, hasta el ritual macabro de descuartizarlas vivas.

Uso primitivo que acaso ninguna civilización ha conjurado, la tortura demuele la humanidad de la víctima; busca destruirla en el dolor, en la humillación, en la violencia contra su sentido moral. Pero también degrada al régimen que la ejecuta o la tolera. Llámese pretenciosamente la primera democracia del mundo, o la más envilecida dictadura. Con una reflexión aleccionadora para Colombia cerró su discurso Rousseff: “los que creemos en la verdad esperamos que este informe contribuya a que los fantasmas de un pasado doloroso y triste no se puedan esconder más en las sombras del silencio”.

Coda. Por error inexcusable, en mi pasada columna atribuí a Tennessee Williams la obra de Arthur Miller La muerte de un viajante. Mis más rendidas disculpas al lector.

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