Enorme la trascendencia del acuerdo político firmado en La Habana: nunca en su historia se habían comprometido las Farc a dejar las armas y a hacer política en la legalidad, mientras el Estado ensancha la democracia. Nunca un comandante del Ejército, el general Rodríguez, había prometido con tanta convicción proteger los derechos y libertades de la guerrilla que ingrese a la civilidad. César Caballero infiere de su última encuesta que “hay apoyo contundente de los líderes de opinión al proceso de paz”; y Omar Yepes, jefe del Conservatismo, acoge la representación política que se les daría a las Farc. El acuerdo de participación política se suma al agrario, para encarar el conflicto desde sus flancos más dolorosos: la inequidad en el campo y la democracia restringida.
Todo ello ceñido a la Constitución. Así el acuerdo político como el agrario confirman que no se montó la mesa de diálogo para instaurar el castro-chavismo en el país, ni para hacer la revolución por decreto. Aunque lo firmado a la fecha sí apunta, tras un siglo de rezago, a las reformas agraria y política que las mayorías reclamaron siempre e inspiraron el nacimiento de las Farc. El desplome del Muro de Berlín terminó por evidenciar la dualidad del discurso de esta guerrilla que cubría de radicalismos pueriles o ajenos a lo nuestro la pepa de su reivindicación histórica: el viejo programa agrario y democrático de Marulanda. También las Farc a la zaga de la historia, dan hoy el timonazo que todas las guerrillas del continente protagonizaron hace casi 30 años, con la caída de las dictaduras, para contribuir al viraje hacia el abanico de socialdemocracias que hoy se abre. Pero Colombia no era otra dictadura, era una democracia recortada. Y tras la Constitución del 91, por deslucida que ande, las Farc y el ELN resultan ser anacronismos. Y su guerra derivó en atrocidades que ofenden a la nación entera.
Así como las Farc vuelven por los fueros de un reformismo liberal moderno (aunque puedan después endurecer el tono), Pepe Mujica, viejo guerrillero Tupamaro y hoy presidente de Uruguay, transitó del marxismo hacia una socialdemocracia adaptada a los tiempos de la globalización. Así Dilma Rousseff, otra exguerrillera que gobierna el Brasil. Los Tupamaros empezaron por la crítica de las armas, para tornar a la legalidad en 1985 bajo la divisa de que “es preferible la peor democracia que la mejor dictadura”. Se unieron al Frente Amplio y conquistaron la Presidencia en 2010. En su discurso de posesión, reivindicó Mujica el inconformismo de su juventud, para construir una sociedad mejor. Admitió que respeta el socialismo del siglo XXI, pero dijo que el suyo sería distinto, un camino de construcción, más autogestionario. Cuando pase Chávez –declaró- no habrá construido ningún socialismo. De los gobiernos de izquierda en América Latina dijo que “no se debe ir tan a la izquierda como pensábamos hace 40 años ni tan a la derecha como los que vimos. La aguja parece que se va arrimando al centro”. En efecto, el Frente Amplio se acerca más a una economía social de mercado que al socialismo marxista de los Tupamaros. Ejemplo aleccionador.
La disyuntiva entre guerra y paz será el fiel de la balanza en las elecciones del 14. Meter Schechter, director del Centro para América Latina en Washington, dijo que pocos presidentes han corrido los riesgos políticos de Santos con la paz: no juega él a la negociación, sino que está jugado por la negociación, así con ello pierda la Presidencia. Y sí, animado por los logros sin precedentes en La Habana y aludiendo a los “buitres” de la guerra, instó Santos a desterrar el miedo, pues “el miedo nos encadena al pasado”.