Al quinto año de gobierno, la ilusión de una opinión unánime favorable al presidente Uribe acusa sus primeras grietas. Entonces el Primer Mandatario se arrebata, más que nunca, en estridencias vociferantes y amenaza acudir a las masas para rebelarse contra el poder judicial y brincarse el Estado de derecho. Clásico expediente del liderazgo montado sobre una propaganda envolvente financiada con fondos públicos; sobre la adulación plebiscitaria de las masas; sobre la censura de toda crítica al poder, que él asimila a terrorismo. La escena de la Plaza de Bolívar en la que el Presidente humilla a un hombre humilde desde lo alto de su poder, denuncia la despótica rigidez de las verdades oficiales, únicas, inconmovibles, casi divinas. Y evoca la imagen de los caudillos que ensombrecieron la historia de nuestras banana republics.

Lo nuevo, sin embargo, es que otras voces se atreven ya a dejarse oír, a romper el proclamado consenso en torno a la figura presidencial. Aunque mil plumas sigan fieles al poder. Como la de Saúl Hernández,  quien objeta la “perorata efectista (del profesor Moncayo) sobre la pobreza, (la) misma monserga retórica, confusa y amañada que utiliza la subversión para justificar la violencia. (El) ha transformado el discurso humanitario en arenga política para poner en tela de juicio el modelo económico del país”. Es decir: quien hable de pobreza sería un subversivo; el modelo económico no admitiría reparo, aunque obedezca a un mandatario que, disfrazado de pobre, gobierna para los ricos; los derechos humanos, hoy también económicos y sociales, serían ajenos a lo político, si bien el alma de toda constitución democrática, de toda lucha social, son los derechos humanos. ¿Qué es, si no política, la gesta de un hombre que camina mil kilómetros para exigir la libertad de su hijo; qué, el fervor multitudinario que su causa suscita a cada paso? ¿O es que la política es prerrogativa exclusiva del presidente Uribe?

Grosera mordaza que se le pone al pensamiento libre. Si en Venezuela cierra canales de televisión, aquí desconceptúa a quien disiente, así se trate de los ríos humanos que condenan el secuestro y les piden a los bandos enfrentados matizar el discurso monocorde de la guerra.

No contento el gobierno con querer silenciar a más y más colombianos, se insubordina contra la justicia, en el momento mismo en que ésta empieza a meter en cintura la parapolítica. El Presidente desprecia la división de poderes propia de las democracias y se convierte en el primer sedicioso. Acaso para salvar pactos secretos con personajes non-sanctos, puja por que las instituciones se acomoden a su personal interés y voluntad, en vez de someterse él a la legalidad. Con Uribe los principios jurídicos resultan ad hoc: cambian según las necesidades del mandatario y los altibajos de su temperamento.

Para completar, en gracia de su vocación populista, el Presidente anuncia que buscará el respaldo del pueblo a su iniciativa de convertir en delincuentes políticos a criminales confesos, dizque para salvar la paz. Como si no existieran otros recursos jurídicos y políticos. José Obdulio Gaviria insulta a los críticos del gobierno y declara que “el pueblo, que es sabio, (apoya) al Presidente”. “En la lucha contra el terrorismo, escribe, a Uribe sólo lo acompañará incondicionalmente el pueblo raso (…) Ese pueblo tiene un líder que lo conduce a la libertad y la seguridad”. Uribe sería el líder de la nación.

Nada nuevo bajo el sol. Todos los autoritarismos de la modernidad cabalgan sobre el mito de la Patria, de la Nación sagrada. Agitan la bandera del pueblo-uno, correlativa a la imagen del poder-uno concentrado en un gobernante que encarna la unidad y la voluntad populares, así en su intimidad subestime a la plebe. Herido el mito de su popularidad, ojalá el Presidente  no sucumba a la abierta tiranía de las mayorías que ha engendrado al príncipe que no coincide sino consigo mismo. El “egócrata” de Solzhenitsyn.

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