No querrá el expresidente Uribe pasar a la historia como el hombre que frustró la paz. Hoy o mañana, él mismo o por interpuesto procurador, participará en el proceso de paz con las guerrillas. La gran incógnita alude al alcance de sus eventuales pretensiones: Contraerse a los términos de finalización del conflicto armado; o bien, incursionar en los convenios suscritos de reforma rural, participación política y solución al problema de las drogas, como acaba de sugerirlo el senador Rangel. Para lo primero, se espera contribución de los opositores que integran la Comisión Asesora de Paz. Ricos aportes se verían, diga usted, sobre reconocimiento pleno de las víctimas, condiciones y procedimientos de verificación del cese el fuego bilateral, dejación de armas, reinserción de combatientes, y aplicación de justicia transicional a los máximos responsables de atrocidades en todos los bandos de esta guerra. Ya la líder conservadora Marta Lucía Ramírez propuso conformar tribunales mixtos –con jueces nacionales y extranjeros– y suplantar el fetiche de cárcel con barrotes por colonias agrícolas.
Pero querer barajar de nuevo los acuerdos programáticos equivaldría a desconocer el mandato por la paz que la mayoría de colombianos entregó al presidente Santos, cuando ya aquellos se habían adoptado. Y a liquidar una propuesta de abordaje a las causas del conflicto, arduamente discutida a lo largo de tres años. Terreno movedizo en el que podría desembocar la infundada obsesión del uribismo de que en La Habana se apunta a conculcar la propiedad privada. Con sujeción a la Constitución y a la ley, el acuerdo agrario permitiría solucionar conflictos centenarios por la tierra, motor del desangre, en un país que se disputa el galardón mundial en concentración de propiedad rural.
Distinción que recibiría con todos sus blasones la senadora uribista Paloma Valencia, cuyo dedo acusa implacable, por enésima vez en siglos, a los indios del Cauca que reclaman su territorio, hoy elevado por los usurpadores a sacrosanta propiedad privada. Tono de encomendero el suyo, que se alzará contra lo intolerable: una reforma rural integral, con formalización de los territorios étnicos, promoción de la economía campesina, y freno a la expansión de la frontera agrícola. Para no mencionar el latifundismo costeño, ensanchado ahora por las armas. Su exponente de la hora, el deshonroso Jorge Pretelt, en mala hora cabeza del poder judicial. Mas la construcción de paz comienza por respetar el derecho de todos a agitar sus banderas. Si la del uribismo es preservar el estado de cosas en el campo, sea. Que se enfrente en el posconflicto a otras propuestas en el ancho campo de la democracia. Mientras no derive en insurgencia armada.
Salud: mucho tilín, tilín… Tan revolucionario el empeño del Presidente en poner fin a la guerra, como retardatarias políticas suyas que obstruyen la paz. Contra la Ley Estatutaria de Salud, el Plan Nacional de Desarrollo reafirma el imperio de las EPS y, con este, el modelo de salud como negocio. Mercaderes sin escrúpulos, sus dueños llevan 22 años apropiándose los recursos públicos del sector, gracias a la intermediación financiera, a mil privilegios y torcidos, y a la ostentosa venia de los Gobiernos. El Plan revitaliza el modelo mercantil en salud. Contraviene la ley que eleva este cuidado a derecho fundamental y obliga al Estado a garantizarlo para todos. Aquel abre nuevas puertas a la liquidación de hospitales públicos. Las EPS les adeudan $12 billones; pero, antes que obligarlas a pagar, les concedió el ministro Gaviria siete años de gracia para refinanciarse… ¡con la plata de los colombianos! ¿Creerá él que con este modelo inmoral se construye paz?