Terrible disyuntiva. Si el expresidente pierde el tren de la paz, quedará condenado a fungir como referente perpetuo de la caverna, de su incesante levantamiento contra el Estado de derecho y contra el campesinado inerme. Fatalidad trágica para el hombre que acorraló a las Farc hasta forzar el desenlace que acaso no esperaba, pero marcó un hito en nuestra historia: obligarlas a negociar el fin del conflicto. Si en cambio reconoce Uribe la paz como probabilidad cercana y trueca su saboteo por una participación activa en el proceso, sin sacrificar reparos, ganará la gratitud de la mayoría aplastante de colombianos, hartos de la guerra. Aunque guarde  todavía las formas meneando el distractor del castrochavismo, aumentan los signos de que él se inclinaría por la segunda opción.

Entre otras sorpresas, ha pasado Uribe de descalificar los diálogos a proponer zona de concentración guerrillera para verificar el cese el fuego. Dos cosas sugiere el cambio de tono: primero, Uribe reconocería que el proceso de paz es irreversible; segundo, se conformaría con que no fuera él su artífice, pese a autoestimarse como único destinatario imaginable de laureles. Tal vez acordada con el propio Uribe, la carta del excomisionado Restrepo en que invita al Centro Democrático a sumarse al proceso de paz para no quedar al margen de la historia ni lamentarse después de cambios que bien pudo ese partido modular, abrió el camino para rendirse a la evidencia: un acuerdo final no se vislumbra a la vuelta de la esquina, pero sí parece inexorable.

Lo dicen acontecimientos que marcan el punto de no retorno del proceso. Como la insólita liberación del general Alzate a poco de caer en manos del enemigo. Alto el fuego unilateral e indefinido de las Farc, su deriva natural en desescalamiento de la guerra y antesala del convenio final. Garantía de acuerdo en el terreno de las armas entre el general Flórez,  excomandante del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Militares y Joaquín Gómez, jefe de la línea militar de las Farc, cuya presencia en La Habana remarca la unidad de esa guerrilla. Y la expresa voluntad de paz de la insurgencia, también fruto de los golpes recibidos: según César Restrepo, del Ministerio de Defensa, en estos dos años de negociación han perdido las Farc 8.530 hombres (2.549 desmovilizados, 5.314 capturados y 667 muertos en combate).

A la carta de Restrepo respondió Uribe sin ahorrar objeciones, pero lanzando propuestas. Entre otras, la de convocar un congresito –versión remozada de su constituyente como alternativa al referendo– para volver a barajar los acuerdos de La Habana. El adalid de la democracia directa cabalga ahora en la democracia indirecta. Si inviable esta propuesta, más fecundas sus advertencias sobre la necesidad de juzgar, condenar y castigar crímenes de lesa humanidad en cabeza de las Farc. Extensivas, diríamos, a los autores de falsos positivos, al paramilitarismo y sus aliados políticos. En materia programática, lejos de desconocer, verbigracia, el acuerdo agrario, deberán las minorías exigir un estatuto de oposición y garantías políticas para que el Gobierno no prevalezca en elecciones a punta de mermelada. Así, todos los partidos debatirían reformas y contrarreformas en igualdad de condiciones y derivarían su fuerza limpiamente de las urnas.

El recurso a la fe ciega, al odio, la iracundia y el miedo van pasando a mejor vida. Ya no es dable sacrificar la paz a la ambición del poder personal. Colombia no quiere otros seis millones de víctimas ni otro medio millón de muertos. Que Uribe se rinda ante la paz, que vierta en ella toda su energía y su poder crítico, no podrá interpretarse como claudicación sino como acto de grandeza.

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