Parece furioso. Mientras todos celebran la liberación de seis secuestrados, el presidente Uribe se sale de la ropa. No es para menos. El destape inesperado de una corriente de opinión proclive al acuerdo humanitario y a la solución política del conflicto pone a tambalear su esquema de confrontación entre el Bien y el Mal, tan auspicioso para él cuando de votos se trata. Iniciada la campaña electoral, Uribe vuelve a desenvainar su espada justiciera contra el terrorismo que busca enseñorearse de la patria. Y contra un supuesto “bloque intelectual de la Far” que no atacaría de frente la seguridad democrática pero, al hablar de paz, terminaría defendiendo a la guerrilla (¡) Reiteración del principio maniqueo según el cual “quien no está conmigo está contra mí”.
Tal vez nadie niega en Colombia la necesidad de mantener la ofensiva contra la guerrilla. Ni el hecho incontrovertible de que la política de seguridad haya sembrado confianza e introducido control militar en territorios olvidados. Pero llamar la atención sobre el envilecimiento de esta estrategia en miles de ejecuciones extrajudiciales y falsos positivos no puede ser óbice para señalar a los críticos como aliados del terrorismo. Menos aún a quienes reclaman un horizonte de paz, sólo porque las FARC se montan ahora en el carro del intercambio humanitario.
Como es costumbre cuando están golpeadas, también esta vez buscan las FARC oxígeno político y algún pretexto de negociación con la pausa necesaria para resarcirse militarmente. Sólo que hoy se hallan más azotadas que nunca. La gran pregunta es si, fiel a la tradición, convertiría Cano en arma de guerra cualquier acercamiento de paz; si subordinaría el diálogo de hoy a la estrategia mítica de la toma del poder por las armas. O si, más bien, se aplicaría a recomponer la cohesión interna de su organización, maltrecha como está, dispersa, tentada por las recompensas del enemigo, huérfana de sus líderes históricos y despreciada por la opinión que con justicia la tiene por horda de criminales.
Como Cano, también Uribe sabe que el triunfo militar no es dable para ninguna de las partes. Cano juega con la guerra para restablecer el orden y la moral en sus tropas; y con audacias políticas como la de liberar secuestrados cuando más de un candidato agita ya banderas blancas. Uribe, por su parte, no puede sino encarnar la mano dura y el corazón de piedra que le dieron fama y poder y lo atornillan en la silla de Bolívar mientras dure la guerra; es decir, hasta cuando mi Dios agache el dedo. Es su manera de cohesionar al uribismo y cuidar su popularidad. Destino fatal, Uribe no podrá sino hacer la guerra. Hablar sin vociferar, controvertir sin herir, dialogar, negociar, hacer la paz, todo le está vedado, pues con ello evaporaría su razón de ser. Tendrá que salvar la polarización que hoy se ve amenazada por una tercera fuerza que reivindica más política y menos armas y hace mella también en el uribismo. Alan Jara acusa a tirios y troyanos: “hemos sido rehenes y víctimas de una omisión, pues mientras el verdugo (las FARC) dispara… el gobierno no hace nada para evitarlo”. Sindicación terrible que la asombrosa Piedad Córdoba ha sabido interpretar, para replantear el terreno de la disputa. La pelea será cada día menos entre terroristas y antiterroristas, y más entre quienes persiguen la libertad de los secuestrados y quienes la obstruyen. Alístese Piedad para batirse contra un enemigo formidable, encarnación suprema de la libido imperandi que la escolástica tradujo por concupiscencia del poder.