Mientras se incendia la región por las mismas razones que provocan en Colombia paro nacional, no podían el Presidente y su mentor reafirmarse a destiempo, prenderle fuego a la pradera antes del 21 de noviembre. Expuestos como quedaron tras informe de Portafolio nunca desmentido formalmente, aplazan hasta enero sus ardores por reforma de salarios y pensiones, que tasarán a ras de tierra, so capa de ampliar la cobertura. Salarios diferenciales y a la baja, pensiones de hambre volcadas todas al negocio privado, como en Chile, se traducirán en pauperización de una amplia franja de clase media y en caída de sectores populares de la pobreza a la miseria. La democratización de la pobreza, revestida de cristiana caridad.

Enseña que acelera el retroceso laboral operado en los Gobiernos de Uribe, barnizado entonces, y ahora, con el hálito humanista de la doctrina social de la Iglesia. Clama el dirigente por una economía cristiana, “sin odio de clases”, por un país fraterno, sin confrontación entre empleadores y trabajadores. A la manera de Fabricato en Antioquia, que pitó la partida de la industrialización en los años 20 imponiendo en su fábrica la tutela de la Iglesia como mecanismo de control disciplinario sobre operarias que entregaban hasta la última gota de sudor por amor a Dios y el patrón convertía en oro para su petaca. La religión al servicio del capitalismo, diría Max Weber.

Por su parte, también la fórmula corporativista que los regímenes de Franco, Mussolini y Oliveira Salazar instauraron en los 30 integró en un mismo haz a empresarios y trabajadores, con el fin de “disolver” el conflicto entre capital y trabajo y suprimir, para bien de la patria, la lucha de clases. Fue su divisa la sociedad orgánica, una, indivisa, sin conflicto, alienada en la mística obediencia a un poder paternal que se impone inapelable desde arriba. La sociedad premoderna, comunitaria, hoy ensamblada en Colombia al capitalismo más ramplón y despiadado. Cosa distinta es la negociación entre capital y trabajo, a instancias del Estado social, que así tramita el conflicto, sin pretender suprimirlo,  respetando la autonomía de las partes.

No es nueva esta doctrina entre nosotros. La derecha radical del Partido Conservador, proclive al corporativismo fascista en los años 30, se expresó, entre otros, por boca del padre Félix Restrepo. Propuso él conquistar aquella cima mediante una agresiva campaña de sindicalización católica, por encima de los partidos. Y Silvio Villegas elogió el modelo corporativo que perseguía tan “feliz concordia entre el capital y el trabajo”. Corporativismo, el otro sucedáneo del fascismo, que predicaba –y practicaba– la acción intrépida y el atentado personal. Se respira aquella impostura en el llamado de la ministra de Trabajo a la fraternidad entre obreros y empresarios mientras se allana a una reforma que acarrea más violencia que fraternidad.

Y es que la trama entre bastidores –aunque mandatario y jefe den en negarlo ahora– radicaliza la política laboral que Uribe aplicó: bajó el pago del trabajo nocturno, de dominicales y festivos; subió la edad de pensiones, eliminó la negociación colectiva en materia pensional, favoreció la nefasta tercerización. Ante la sociedad que, hastiada de un gobierno cifrado en la ineptitud y el abuso copará indignada las calles, menea Uribe el invariable coco de la Guerra Fría: “anarquistas internacionales” y “grupos violentos”  intentan desestabilizar la democracia. Su democracia del privilegio. El hombre que debe  explicaciones a los jueces, rodeado de violentos y corruptos, personero de la caverna también en materia laboral, funge de patriota y campeón de la moral. El diablo haciendo hostias.

 

 

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