Pudieron ser las Farc. O las bacrim. O extremistas de derecha agazapados en la sombra. O los tres juntos, antagonistas amancebados en la estupidez de querer matar las ideas a bombazos. Hoy la víctima es Fernando Londoño, señalado correligionario del uribismo a ultranza, cuyo derecho a agitar los valores más retardatarios nadie debería disputarle. Pan comido. Ya la confluencia entre Farc, narcos y sujetos de la nueva Falange ha fructificado en el negocio de la droga. Lo que aturde ahora es la impudicia de Álvaro Uribe para usar este atentado en causa propia. Para escalar en la reconquista del poder pescando en el horror, en el dolor de los huérfanos que dejan los escoltas Rosemberg Burbano y Ricardo Rodríguez. En medio de diatribas de baja estofa contra el gobierno de Santos, apuntó Uribe hacia el marco para la paz, aduciendo el riesgo de impunidad que aquel comporta. Pero acaso no le disguste tanto el marco como la paz misma. En la amargura de sus glorias muertas, tras ocho años de sólo hacer la guerra, la idea de la paz se le ofrece al expresidente como una afrenta personal; como un crimen, no un deber que la Constitución impone. Y entonces alardea con la impunidad. Impunidad-embudo: ancha para sí, irrisoria para los demás. ¿No concibió acaso su gobierno una ley de paz que elevaba a los paramilitares a la condición de rebeldes políticos, cuando casi todos resultaron ser narcotraficantes? ¿Cuándo rechazó Uribe los votos de decenas de parapolíticos que así contribuyeron a elegirlo y reelegirlo Presidente? Si esto no es legitimar la impunidad, ¿qué es?

Por ser mariscal de campo del uribismo; inflexible opositor al diálogo con la guerrilla, a la condena judicial de militares, a la ley de Víctimas y restitución de tierras, Londoño devino blanco natural de las Farc. Pero también, vaya paradoja, de la que Santos denominó mano negra, tan aplicada a desestabilizar este gobierno: Noticias Uno informó que oficiales en retiro fraguaban golpe militar contra él. Es que no siempre el victimario es el contrario ideológico de su víctima. Díganlo, si no, los atentados de la extrema derecha contra Álvaro Gómez y luego contra el busto de su padre, Laureano. O el perpetrado contra Germán Vargas, también por la derecha, y que el uribato adjudicaba a la guerrilla. Hoy sorprenden las declaraciones de un oficial de inteligencia militar a El Espectador (5,16), para quien tal vez en el caso de Londoño los terroristas quisieran significar que en Colombia no hay condiciones para la paz ni para negociar la paz; ni para más confesiones de paramilitares. Sería “una manera de forzar al Estado y a la sociedad a cerrar filas en materia de seguridad y cancelar por ahora cualquier aproximación con la guerrilla o con los paramilitares”. Manera insidiosa de presionar al Presidente a arrojar al mar la llave de la paz, que coincide casualmente con la última invectiva de su antecesor: “El gobierno Santos debilita la seguridad por buscar negociaciones con terroristas a través de la dictadura de Venezuela”.

Si Uribe depurara la oposición que él encarna en fuerza política resuelta a batirse en la arena de la democracia, el país se lo agradecería. Muchos de sus seguidores no comulgan con abrir conversaciones de paz ni con restituir tierras ni con una reforma que modernice el campo redistribuyendo predios ociosos. Sea. Líbrese una controversia civilizada. Pero antes deberá pronunciarse Uribe sobre los 127 líderes de la restitución de tierras que han sido asesinados en los seis últimos años. Y desplegar recursos distintos de éste, patrimonio de los totalitarismos, que convierte un atentado terrorista en medio para alcanzar fines políticos.

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