Grito de guerra de la Falange franquista en el paraninfo de la Universidad de Salamanca contra su rector, don Miguel de Unamuno, en octubre de 1936. Presidido por el lisiado en batalla y procurador del gobierno, general José Millán Astray, un contingente de estudiantes desafió al escritor a las voces de “¡viva la muerte!”, “¡viva Cristo Rey!”. La afrenta culminó en destitución de Unamuno, a la vez como rector y como concejal. Al “necrófilo e insensato grito” había respondido el humanista como mentor del “sagrado recinto de la inteligencia. Venceréis –dijo– porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha […] No puede convencer el odio a la inteligencia, que es crítica, diferenciadora, inquisitiva […] El general Millán es un inválido de guerra; también lo fue Cervantes… pero un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes se sentirá aliviado al ver cómo aumentan los mutilados a su alrededor”. Unamuno murió desolado bajo arresto domiciliario.

Acometidas de la misma cepa germinan en Colombia. Por el pecado de pensar, van desde el asesinato de 26 profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia en 1987, y hoy amenazan en panfletos con repetir la hazaña. Pasan por la abusiva imposición en la academia del pensamiento único en economía por nuestros obsequiosos conserjes del Consenso de Washington. Nostálgicos del laureanismo filofranquista lanzan desde el poder proyectos para matar la libertad de ideas y de cátedra en la escuela: prohibirían a los profesores “incitar” en el aula a la discusión política. Y, la tapa, convierten el Centro de Memoria Histórica en instrumento de fanáticos y victimarios para instaurar a mandobles una historia oficial. El nuevo director degrada a paria la entidad de prestigio mundial. Desanda el camino de la memoria de y para las víctimas a la memoria de y para los victimarios.

Atmósfera y políticas del Gobierno Duque, de su partido y su jefe, honran una pavorosa involución hacia la caverna, tributaria de su añorada guerra. Se ataca el pensamiento orientado a desentrañar raíces y pintar colores: a preguntar, descubrir, encarar, comparar y probar. Se marcha en pos del auto de fe, de la verdad revelada, de la idea única y la historia oficial impuesta (¿también por eliminación física, como enseña Millán Astray?). Mordaza y ostracismo contra los adversarios en ideas son recurso de tiranos que repugna a la democracia; pero renace de sus cenizas en cada valentón de barrio hecho a prevalecer por aplastamiento de todo el que no es estrecho amigo y por traición al que lo fue mientras le sirvió.

Explica la historiadora María Emma Wills que la verdad oficial se construye mediante la instauración de un discurso único acerca del pasado que magnifica los atributos de la nación, y desconoce las violencias y exclusiones promovidas por el Estado. Esta narrativa épica termina por colonizar todo el espacio público, gracias a los medios de vigilancia, persecución y castigo que aplica a quienes se sublevan contra ella. Además, protege a quienes ocupan la cúspide: inmunidad e impunidad los cobijan. Son propios del totalitarismo.

Teflón, le hemos llamado aquí: la verdad oficial devenida en coartada personal del Eterno. Pero ahora esa verdad trastabilla, averiada como queda tras las revelaciones de un escándalo catedralicio que compromete a presidente y expresidente, paras de por medio, en supuesto fraude para hacerse con el poder. Acaso no baste ya con aquella verdad para salvar el pellejo o con incitar a la muerte de todas las demás. Tendrá que derrotar verdades inesperadas, diamantinas.

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