“Secta diabólica dirigida personalmente por Satanás”, pulpiteaba Monseñor Builes a la masonería. Laureano Gómez denunciaba a la Revolución en Marcha de López Pumarejo como producto de una conspiración internacional “judeo-masónica-comunista”. El Obrero Católico, órgano de la jerarquía católica, vitoreaba en 1939 el triunfo de Franco en España contra aquella supuesta alianza. Y el Opus Dei puso 12 de los 19 ministros en el gabinete del dictador peninsular.

En Colombia, el eje Iglesia-Partido Conservador se batió durante siglo y medio contra el liberalismo y contra su savia ideológica, la masonería. Como lo demuestra el libro de Mario Arango Jaramillo, en la historia del Partido Liberal va entreverado el devenir de la masonería. En la Independencia; en el programa que fundó el liberalismo en 1848; en la Constitución de Rionegro y sus hondas transformaciones sociales; en la República Liberal de los años 30 y su divisa de educación y Estado laicos, reforma agraria y tributaria, Estado social e industrializador. En todos los momentos estelares del liberalismo, fue la masonería el canal por donde se coló la ideología libertaria de la Revolución Francesa. Contra la tiranía y las tinieblas, perseguían los masones el ideal del conocimiento y del pensamiento libre. Su ética gravitaba sobre la rectitud personal que aconseja el vivir del trabajo propio, no mentir, no robar, no matar.

Cuadro idílico, a medias alcanzado por el liberalismo, cuando éste supo batallar por la libertad, la solidaridad, el cambio y el progreso. No por el partido que vemos hoy, pálida migaja deformada por un Frente Nacional que volvió politiquería la política, por el capitalismo manchesteriano y por el narcotráfico que se manduqueó a la mitad de sus dirigentes. Ni siquiera tembló al cederle al conservatismo la mitad del poder en el pacto de Sitges, siendo éste minoría. Triunfo histórico de los azules, que culminaría hoy en la resurrección de la Regeneración. El “liberal” que  nos gobierna bajo la égida del Opus Dei y del más rancio conservadurismo, imita al populista Berlusconi, vergüenza de la masonería que elevó la mafia a categoría de sistema social. Al liberalismo tampoco le importó el negro lunar que la logia masónica P2 dibujó con su participación en la muerte (asesinato?) de Juan Pablo I y en los negocios sucios del banco Vaticano.

Con todo, muy significativo que la masonería del continente se reuniera la semana pasada en Bogotá, trono de una derecha agresiva que parece conducir al país por el desfiladero del autoritarismo. Tal amenaza les devuelve toda su vigencia histórica a los principios democráticos y libertarios con que la masonería supo nutrir al liberalismo. Tan abrumadora esta tendencia a la arbitrariedad y al abuso de poder, que la Ilustración vuelve a fungir como paso trascendental en la restauración de la democracia y en la conquista de la paz.

Monseñor Rubén Salazar, esclarecido jerarca de la Iglesia, rescata valores antiguos pero siempre revolucionarios: la reconciliación evangélica como divisa de paz; y el respeto a la Constitución como principio de democracia. Otros, como el ex ministro Arias, piensan que el ser joven les confiere automáticamente credenciales de renovadores. Nadie tan hecho para repetir, el puño en alto, las homilías de Monseñor Builes contra los “deportes femeninos con vestidos vergonzantes en obedecimiento a los planes masónicos”. Mientras tanto, genuinos liberales, dentro y fuera de la Iglesia y del gobierno, empiezan a cerrar filas contra la tiranía de rosario y bayoneta que se avecina.

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