Élites: ¿van sólo por lo suyo?

Hoy vuelven ellas en defensa de sus privilegios como avanzada contra el reformismo, ave rara en el régimen más conservador del continente. Con excepciones que confirman la regla, como la de un Carlos Enrique Cavelier, empresario promotor de la productividad campesina. El cambio propuesto en este Gobierno -modesto por comparación con los derechos y necesidades de la mayoría- desafía la tradición del Estado que responde a intereses particulares de la clase dirigente y, en políticas públicas, concede espacios a razón de centímetros por metro, según el ímpetu del reclamante. O ni eso. Como se infiere de los cincuenta mil manifestantes del 7 de marzo arrastrados por una campaña de propaganda construida sobre la demagogia, la mentira y el miedo contra las reformas que cursan en el Congreso. Instrumento de una oposición letal a cambios elementales en un país donde trece millones de ciudadanos no hacen tres comidas diarias. Conspicuo doctrinero y activista de esta derecha cerril, Jaime Alberto Cabal, presidente de Fenalco, blande mazos desde el flanco de un deshonroso exfiscal contra todo amago de transformación.

Pero el modelo de mercado que ha multiplicado gabelas a sus selectos beneficiarios va desnudando sus vergüenzas. Versión renovada del rentismo como política de Estado que, en palabras de Hernando Gómez Buendía, favorece -entre otros- con crédito subsidiado y exenciones tributarias a industriales y empresas con nombre propio. Matriz de conglomerados económicos, con la Carta del 91 derivaron éstos en tres grupos financieros dueños del país. El secreto, la forzosa intermediación de nuestra banca privada en el financiamiento del Gobierno. Y con escandaloso diferencial bancario: entre 2000 y 2016, la diferencia entre tasas de captación y de colocación fue del 102%. Un obstáculo severo al desarrollo económico, dirá nuestro analista. Como que una tajada macanuda de la deuda pública resulta contraída con bancos de los Grupos Aval, Davivienda y Empresarial Antioqueño.

Si la dupla capital público y privado resulta vital para el desarrollo en clave de reindustrialización, por qué no retomar el modelo de economía mixta que predominó en tiempos de Alberto y Carlos Lleras bajo la égida de la Cepal y dio lugar a la industrialización por sustitución de importaciones, adaptándolo a las condiciones de la hora. Entonces Colombia creció al 5.2%, la industria al 6.2% y los salarios al 5.4%. Por qué no volver a la planificación concertada con el sector privado, un paso en cuya dirección pudo perfilar el encuentro del Gobierno con grandes empresarios en diciembre. Fruto inicial, la inversión a dos manos de DPS y el grupo Aval para contribuir a mejorar la vida en la Guajira. No queremos que sea donación o ayuda humanitaria, declaró Sarmiento, la meta es ofrecer soluciones a los problemas estructurales. ¿Y no es esta la divisa del desarrollo? ¿Estaría el Grupo Aval dispuesto también a moderar réditos de su intermediación financiera para el Gobierno?

Las de Cavelier son iniciativas en marcha, efecto de demostración de su poder transformador si se proyectan como políticas de Estado. Entre otras, fundó una cooperativa para comprarles leche a campesinos reinsertados; empezaron con 1.000 litros y, a poco, llegaron a 60.000. De otro lado, a la reactivación de la red férrea que potenciará el transporte de carga y conectará el centro del país con los puertos, se han integrado firmas que a corto plazo trabajarán bajo la fórmula de Asociación Público-Privada. Pasos se dan. ¿Por qué no proyectarlos hacia un modelo formal de economía mixta con planificación concertada? ¿O rendirá más votos la oposición que obstruye y vocifera para ocultar con el griterío la intención de salvaguardar hasta la última migaja de sus privilegios?

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Petro: ¿movilización o concertación?

La muerte misteriosa del coronel Óscar Dávila, subjefe de seguridad del presidente Petro, es tragedia que repica en la crisis de gobierno cuyo clímax escaló a escándalo de chuzadas y supuesto ingreso no explicado de $15.000 millones a la campaña presidencial. Denuncia el abogado Miguel Ángel del Río que la víspera de su muerte le había revelado el oficial amenazas de la Fiscalía contra él y que, según ella, correría sangre. El jurista se queja de “la infame persecución de la Fiscalía”. Subalternos de Dávila habrían intervenido en uso irregular de polígrafo contra empleada de la entonces jefa de Gabinete, Laura Sarabia. Pone este hecho la nota de horror en la atmósfera envenenada que la oposición ha construido sobre las protuberantes equivocaciones del primer mandatario. El ataque encadena, uno tras otro, día tras día, gazapos del Ejecutivo magnificados hasta configurar, dice el presidente, un golpe blando.

En la crisis de Gobierno que congela las reformas, corazón de su proyecto, parece debatirse Petro entre la apelación directa al pueblo y la recomposición del acuerdo institucional con otras fuerzas. Entre exhibir poder en las calles y volver a barajar la coalición política cuya disolución precipitó hace dos meses, cruzando ahora líneas que se tuvieron por infranqueables en las reformas de salud, trabajo y pensiones. El recurso a la movilización popular promete más como presión para recomponer la alianza política que le dio gobernabilidad, que para suplantarla.

Con Petro, el modelo de confrontación contra elites ranchadas en la inercia conservadora que nada cede, o muy poco, correría parejas con el de concertación plural en pos de un objetivo común. Acuerdo sobre lo fundamen tal para los ingleses, es modalidad socialdemócrata de liberalismo. El primero, rousseauniano, reta con el discurso contestatario que lubrica una radical descalificación del sistema; el segundo persigue el cambio paso a paso pactando consensos con fuerzas disímiles. Tal la experiencia del Frente Amplio Uruguayo, que gobernó 16 años, y ahora el de Boric en Chile.

En el fragor de la protesta, rendido a la seducción de su propia oratoria, se allanó el líder sin embargo a la vía institucional del cambio. No son estas reformas radicales, dijo, apenas tratan de garantizar derechos esenciales de la gente. El cambio que el pueblo eligió debe tramitarse con respeto de las instituciones. Al Congreso “le solicitamos con todo respeto, desde nuestras ganas de justicia y de paz (aprobar) las reformas que le garantizan al pueblo sus derechos. No es una solicitud violenta, irrespetuosa o armada; es una solicitud popular”. Y agregó: el Gobierno está abierto a discutirlas, a aceptar cambios, pero “ninguno que afecte los derechos de la gente”.

¿Hace mella el golpe blando? Escribe Óscar Guardiola que no hay en éste conspiración sino manipulación de la opinión con información inflada: ruido. “Se trata de amplificar el volumen y multiplicar las fuentes hasta hacer perder el criterio de juicio.  No busca golpear de manera inmediata al adversario (…) busca golpearnos a todos, empujarnos a un estado de ansiedad, mortificación y pánico. Entonces no razonamos, reaccionamos”. Y es en tal ambiente donde florecen los fascismos. Camino expedito para el golpe blando será la incapacidad ejecutiva del Gobierno, su estentórea inhabilidad para comunicar, su debilidad por la autocomplacencia.

El dilema entre movilización y concertación podrá ser falso. A la postre, cuestión de énfasis. Pero aquí salta a la vista la urgencia de volver a la concertación en democracia para salvar el cambio que las mayorías anhelan. Sin ejecutorias que respondan a las expectativas creadas, la popularidad del presidente podrá estacionarse en un lánguido 26%, y los manifestantes, contraerse al núcleo místico de los aduladores.

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En hilachas los partidos

Paradoja: nuestra Constitución más democrática en todo un ciclo de historia, la del 91, contribuyó a la decadencia de los canales por antonomasia de expresión ciudadana, los partidos políticos. Su ruidosa ausencia ahora en  movilizaciones a favor y en contra del cambio resulta, entre otros factores, del radicalismo liberal que permeó esa Carta y de algunas de sus disposiciones. A fuer de lucha contra el clientelismo, minaron ellos los cimientos de los partidos y repotenciaron el presidencialismo plebiscitario. Para Pedro Medellín, los eventos de marras acusan anemia política. Sí. Crisis de los partidos (cuya consideración retomamos hoy), cuando iniciativas de la sociedad convocan más que las colectividades políticas de Gobierno y de oposición. Mientras el presidente que encarna el poder unitario del Estado interpela a “su” pueblo contra los adversarios, éstos corean rabia sin norte, golpean a periodistas y condensan en símbolo macabro la brutalidad que Uribe desplegó en este país: la destrucción de la paloma de la paz por caballero y dama marchantes en contingente de gente de bien.

Si los vacíos de legitimidad y de representación en los partidos se gestan en el Frente Nacional, con el auge de la democracia refrendaria hacen crisis. Su efecto protuberante, la atomización. En 2002 hubo 68 partidos y 82 esperaban personería. Más colectividades políticas que curules en el Senado. Para la última elección presidencial, la oferta inicial de candidatos alcanzó decenas.

Los constituyentes del 91 habían elevado el clientelismo a causa suprema de los avatares de la patria y propusieron, para liquidarlo, la democracia participativa. Regresaron al individualismo liberal y a la libertad de mercado anteriores al Estado Social que corrigió en el siglo XX los excesos del capitalismo, abrevadero de revoluciones. Trocando democracia representativa por democracia directa, se deslumbró esta Carta en la idea moralizante de transitar de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista. Ciudadano de democracia anglosajona en país de turbamultas hambreadas, donde el clientelismo, si precario y proclive a la corrupción, cumplía dos funciones medulares: redistribuir bienes y servicios donde el Estado fallaba, y obrar como canal de ascenso social y político para nuevas élites nacidas en la base de la sociedad.

El racionalismo individualista de la nueva Carta cifrado en la rentabilidad del negocio privado, no en la rentabilidad social de políticas de equidad; el pragmatismo que se tradujo en extrema liberalidad de la norma para crear partidos y conceder avales, indujeron la fragmentación de los partidos, pauperizaron su ideología y dieron paso al clientelismo que ahora pesca votos en el mercado electoral. Abundaron predicadores contra los partidos: Álvaro Gómez soñó con su autodestrucción y Rudolf Hommes aplaudió su debilitamiento a instancias de la Carta del 91, pues “tenían exceso de poder”. Desde entonces se transita peligrosamente de un Estado de partidos a una sociedad sin partidos, edén de caudillos.

Mientras el entonces presidente Gaviria proclamaba su democracia participativa, Humberto de la Calle, mentor de la Carta que ampliaba como nunca antes los derechos ciudadanos y entronizaba la tutela, reconocería después que la Constituyente no le había cerrado el paso a la diáspora de listas, aquella enfermedad que descuartizaba los partidos.

La reforma política es vital. Contra el tosco personalismo que campea, la lista cerrada promete cohesionar al partido, si es fruto de debate interno para escoger en democracia programas y candidatos. Y si se ataca la corrupción electoral con financiación pública de las campañas. La lista abierta, se sabe, es menos amiga del everfit que del harapo.

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