Oposición libertaria y reformista

La pluralidad de fuerzas que, coligadas, arañaron el poder este domingo con 8 millones de votos augura una oposición tan vigorosa como abominable podrá ser un tercer mandato de Álvaro Uribe. Libertaria, reformista, pacifista, antípoda de la caverna que lo abriga, no le faltará a la oposición energía para hacerse respetar. Pero su eficacia dependerá de la disposición a converger en tareas comunes, ya en el Congreso; ya en las urnas; ya en las calles, arena primigenia de la democracia. Dependerá de su lealtad a la democracia liberal y a su corolario contemporáneo, el Estado social. Se fincará en la defensa de las libertades individuales y políticas cuando el DAS –órgano de seguridad del Estado– resurja como policía política del “presidente eterno” compartida con criminales para perseguir a las Cortes que lo juzgan, a la prensa libre y a sus contradictores. Dependerá, en fin, del ardor con que defienda al Estado que vuelve a respirar, tras décadas de asfixia bajo la tenaza neoliberal.

En campaña de ideas, esa sí política, menearon el centro-izquierda y la derecha concepciones divergentes del Estado y su relación con la economía y la sociedad. Dibujó cada uno la matriz de economía política que sustenta su propuesta de país. La reacción, Estado mínimo al servicio de latifundistas y banqueros. La Colombia contestataria que se despabila, Estado promotor del desarrollo y protector de los derechos sociales con recurso al impuesto progresivo sobre el ingreso.

Eje del capitalismo democrático que prevaleció en Europa y Estados Unidos entre 1930 y 1980 (en Colombia como intento malogrado del reformismo liberal), el Estado social busca redistribuir el ingreso en función del bien común, prestar servicios públicos y garantizar los derechos ciudadanos: derecho a educación, a pensión, a salud (ahora convertida en negocio de mercaderes). Derechos de la mujer, de la población LGBTI, de las comunidades étnicas. Derecho de propiedad, violado aquí mediante despojo masivo de tierras por el narcoparamilitarismo y su brazo político seguidor del uribismo. Una nueva oleada de expropiaciones a campesinos se avecina con el relanzamiento de las tenebrosas Convivir.

Correligionario del neoconservadurismo que hace agua por haber esquilmado a los más en provecho de los menos, Duque representa el anverso del Estado social que grava comparativamente más a los pudientes, para financiar la política social de beneficio común. El nuevo presidente rompe el cordón umbilical que une al Estado contemporáneo con el impuesto progresivo, siempre defenestrado por las élites colombianas. Y ahonda las desigualdades: multiplica beneficios a los acaparadores de la riqueza, en un país donde el 1% de los más ricos concentra el 20% de los ingresos.

Como si apoyo les faltara para llenar alforjas: con su ley, contra la ley o a bala, como es ya historia patria en Colombia. En el campo, donde el feudalismo de zurriago y sus ejércitos de matones guerrea sin pausa por preservar las tierras usurpadas y sus privilegios de casta. Duque los exime del impuesto predial y archivará la actualización del catastro. Y al empresariado todo, baluarte de su campaña, le concederá decenas de billones en exenciones tributarias.

No consiste la redistribución moderna en expropiar a los ricos para enriquecer a los pobres. Consiste en desarrollar la función social del Estado  por referencia a un principio decoroso de igualdad. Y esto, que en otras latitudes es pan comido, a la oposición le plantea un reto colosal: entre las reformas por la paz, hacer de nuestro Estado social de derecho una realidad. Empresa descomunal, pero proporcional a la revolución operada el domingo: 46% del electorado gritó “no más” al grosero pavoneo de estas castas sin patria y con prontuario.

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Vuelco rural

No se trata apenas de redistribuir la tierra, sino también la población en el territorio: rediseñar el minifundio en unidades de tamaño rentable y desconcentrar la gran propiedad de tierras feraces pero subexplotadas en la frontera agrícola. Cambio de fondo que implicará reubicación de pequeños propietarios sobrantes en poblados aledaños a zonas de minifundio, y traslado a la frontera agrícola de colonos arrojados a lejanías inhóspitas, sin más horizonte que el de la coca. La mira en el largo plazo, propone el agrarista Absalón Machado un modelo de desarrollo alternativo fundamentado en la agricultura familiar que podrá convivir con la agroindustria. Un paso adelante de la reforma rural suscrita en el Acuerdo de Paz, no pasará inadvertido este modelo de repoblamiento y recomposición del minifundio, si de pedirles definiciones a los candidatos se trata. En particular a los inmovilistas, obscenos en su defensa del estatus quo y de la contrarreforma agraria apuntalada por el paramilitarismo.

Nueva ruralidad para un nuevo campesinado, el modelo preliminar apunta a aumentar el tamaño de la pequeña propiedad, mínimo hasta una Unidad Agrícola Familiar, suficiente para sostener con dignidad a una familia. De donde resultarían microfundistas sobrantes que podrán ubicarse en poblados vecinos, confiar su tierra al Estado a cambio de una renta y emplearse, por ejemplo, en actividades de turismo ecológico y de naturaleza. Resultado: habrá menos productores pero con mayor capacidad productiva y nivel de vida. Y se mantendrá esta población en el entorno rural.

Por otra parte, revirtiendo la ominosa tradición de colonización consistente en expulsar el campesinado a los extramuros de la patria o a metrópolis sin empleo, se habrá completado un fin medular: reubicar a esos pobladores en la frontera agrícola, cerrarla, y mantenerlos también a ellos en la ruralidad. Porque se buscaría, como se ha dicho, redistribuir extensas propiedades subexplotadas entre el campesinado nuevo, mediante tres instrumentos que las leyes consagran desde 1936 y 1994: extinción de dominio, expropiación con indemnización y compra de tierras. La política de poblamiento y redistribución agraria se habrá traducido en proceso de recampesinización o acomodamiento de la agricultura familiar en el paisaje rural; y en ubicación de población excedente en espacios urbanos de la ruralidad.

El nuevo paradigma supone concertación del Estado con el sector privado. Además, una política integral de tierras con restitución, formalización de la propiedad, creación de una jurisdicción agraria y, elemento principalísimo, una política de reducción de precios de la tierra. En ello resulta decisivo tasar en justicia el impuesto predial, para quitarle a la tierra el potencial especulativo y rentístico que incrementa artificialmente su valor: la vuelve inaccesible al comprador y dispara los costos a la inversión productiva.

La redistribución de la tierra –explica Machado- operará en perspectiva de industrialización, de descentralización hacia centros menores, de construcción de infraestructura y suministro de bienes públicos. Pero supone, sobre todo, cierre de la frontera agrícola y freno a la titulación de baldíos en la periferia. Demandará así mismo instituciones que estrechen lazos entre lo rural y lo urbano, y activa participación de la comunidad. Entonces crecerán corredores de producción agrícola alrededor de las áreas urbanas, para garantizar seguridad alimentaria y protección del medio ambiente.
Brillante hipótesis que proyecta la discusión a nuevos ámbitos, mientras el Congreso prepara debate a la Ley de Tierras, corazón de las reformas sin las cuales no habría paz. Esta propuesta promete un vuelco rural, sin sangre. Una revolución pacífica.

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Pensiones: abuso y negocio

Héroe de la paz y villano de la política social. Terrible ambivalencia pesaría sobre el presidente Santos que hoy preside la disolución de las Farc, si a su turno objeta leyes de beneficio a los pensionados y perpetúa la seguridad social como coto de mercaderes: de las EPS en salud, de los Fondos Privados en pensiones. Para guardar proporción mínima con la inflexión histórica que la ceremonia de hoy encarna; para dar pasos ciertos en la construcción de un país distinto, debería empezar por sancionar dos proyectos que el Congreso aprobó esta semana: la ley que reduce el confiscatorio aporte a salud de los pensionados, y la que reduce semanas de cotización a pensión para mujeres que obtendrán ese derecho por debajo de dos salarios mínimos. La primera rescata la mesada en regla; la segunda compensa en parte la discriminación salarial contra la mujer.

Mas, como en catatónica respuesta a una fatalidad; como si la distribución del gasto público se labrara en piedra; como si estuviera Colombia condenada sin remedio a la privatización de su seguridad social, advirtió el ministro de Hacienda que las tales leyes le costarían al fisco $3,3 billones. Que plata no había. Y no faltó entre “los economistas” quien propusiera otra reforma tributaria (más IVA para el escuálido bolsillo) y echar mano de partidas que los maestros lograron para la educación pública. Y el ministerio de Salud hizo la segunda. Que con ello se ahonda el hueco fiscal del sector, dijo, aunque nunca obligó el pago de los $9 billones que las EPS adeudan a los hospitales. Por su parte, los Fondos Privados de Pensiones, tiburones en este mar bravío, vuelven a la carga con idéntica cantinela de tragedia fiscal. Tragedia es el haber convertido estos derechos en negocio de particulares, a kilómetros-luz del principio solidario que dio vida a la seguridad social en el mundo civilizado.

Tragedia la de los afiliados a esos fondos privados, que sólo pensionan a la mitad de sus cotizantes y, cuando lo logran, reciben mesadas equivalentes a la cuarta parte de los ingresos sobre los cuales se calculó su aporte. Escribe César Giraldo en Le Monde Diplomatique que el poder financiero propone abiertamente privatizar por completo el sistema de pensiones. Y es porque, visto el fraude perpetrado, ha habido desbandada de sus afiliados hacia Colpensiones. En 2016, la estampida fue de 200.000 personas. Y espera que todos caigan ahora como corderos en su corral, dizque para defenderlos de un sistema público insostenible. Pero, sostiene Giraldo, el alto costo fiscal es culpa de las AFP pues, mientras la mayoría de pensionados está en el sistema público, los activos financieros están en el privado. El uno, paga las pensiones; el otro, atesora la plata. En 2016, los privados acumulaban activos financieros por $196 billones (22% del PIB).

¿No se le ocurrirá al Gobierno ponerle mano al abuso y proteger a la ciudadanía? ¿O reducir siquiera a la mitad los $50 billones que alcanza al año la corrupción? ¿O poner a pagar impuestos a los potentados del campo, a las Iglesias (católica y cristianas)? ¿Quién responde por la defraudación de $17 billones en Reficar? ¿Hasta cuándo rigen los vergonzosos contratos de estabilidad tributaria y tarifas especiales en zonas francas? ¿Es esta clase dirigente incapaz de devolverle al Estado la iniciativa y el control directo de fondos destinados a salud y pensión, derechos fundamentales de la ciudadanía?

Plata hay; es que está mal repartida y robada. Si salió Santos victorioso en su osada guerra contra la guerra, ¿no querrá también apretarle el guante al abuso y al negocio que se tomaron los derechos sociales de los colombianos? ¿De quién espera la venia: de la OCDE?

 

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