En el espectáculo de un país que sale del hueco, respira y pide el cambio, como no se viera en 60 años, dos fuerzas formidables parecen correr a la caza de candados: la vanidad del presidente y la insubordinación de los energúmenos que lo rodean. En su conmovedora insustancialidad, incapaz de dimensionar el significado y la potencia de este pronunciamiento ciudadano, pretende él responder a sus demandas con propaganda sobre lo cuestionado. Diluir en el tiempo, en el espacio, en mil inquietudes sueltas la negociación con los personeros del paro. Para atomizar, dilatar y evadir núcleos duros de la protesta como los de cumplimiento integral del Acuerdo de paz y política de seguridad.
De otra parte, la derecha frenética de su partido le blande garrote para que asuma por fin, de frente, sin miramientos “mujeriles”, como un varón, contra el terrorista que habita en cada estudiante, indígena, artista, trabajador, gay, ambientalista o feminista que grita y canta sus reclamos en la calle. Contra la gente toda y su concierto de cacerolas. Se reivindica lo elemental: seguridad, educación, trabajo, salud, salarios y pensiones decentes, paz. Y la alegría de vivir. Anatema. Ruge la caverna, y caen todas las hojas de parra. Desnudando la pulsión golpista que heredó de sus mayores, Fernando Londoño le pide al Presidente de la República apartarse del cargo “mientras negocia” y que en su lugar gobierne Marta Lucía Ramírez. Juan Carlos Pastrana insta a militarizar cada esquina, pues “terroristas y malandrines no deben tener movilidad alguna”. Rafael Nieto acusa a Dilan de ser responsable de su propia muerte, por participar en protestas. Y Álvaro Uribe considera legítima la patada que un miembro del Esmad le propina en la cara a una muchacha.
Codiciosa, provinciana, acostumbrada a prevalecer a golpes, sin el recorrido civilizador que da la democracia, a la primera voz de descontento se cala su antifaz la clase dirigente, para no ver sino el billón de pesos que el paro ha costado a sus negocios, poner el grito en el cielo y cuidarse de mencionar los $50 billones que sus malandrines, esos sí, se roban cada año. Ahora cogobierna en pleno, manu militare, evocando el tenebroso Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala. Y reduce a modesta proporción la agenda rural del tratado de Paz, que contempla Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), sustitución de cultivos ilícitos y restitución de tierras.
Respuesta primera de Duque al 21N: el Gobierno impulsará su paz con legalidad, giro que supone ilegal la paz acordada e incorporada en la Constitución. Contrae la implementación del Acuerdo a la reincorporación de desmovilizados y a algunos programas PDET. Ilegal le parecerá la Ley de restitución de tierras, hoy en capilla por iniciativa de María Fernanda Cabal. Ricardo Sabogal, exdirector de Restitución de Tierras, revela que él y funcionarios suyos sufrieron persecución y amenazas: varios fueron asesinados. Muchas de esas tierras, dice, terminaron en gente prestante, pese a saber que habían sido despojadas o compradas a la brava. Tampoco brinda Duque garantías en seguridad rural: no desmonta el paramilitarismo, exterminador principal de líderes sociales, y reduce el control territorial a militarización. De remate, sabotea la sustitución de cultivos.
Parsimonia en tan graves materias o para mantener el paquetazo sabrá hoy a provocación. Harta de violencia y de mordaza, la gente exige solución civilizada a sus problemas y espera poder ventilarlos en democracia, sin riesgo de muerte. ¿Sabrá el Poder cuán difícil le resultará en adelante presumirse demócrata y sin embargo disparar? El Presidente decidirá si escoger el diálogo constructivo, o bien, verse atrapado sin salida.