Amable como su clima y su paisaje, el trato de los medellinenses desarma hasta al más hostil. Al orgullo de patria chica se suma aquí el coraje de quienes se empeñan en recoger las cenizas de una ciudad tiranizada por el narcotráfico. Pero a poco se va revelando doblegada por el que Carlos Patiño llama ethos antioqueño, amasado en discriminación, racismo e integrismo católico. Activadores de la agresión contra los excluidos y caldo de cultivo para las bandas criminales que pueblan las comunas de los “otros”, mientras el espíritu de parroquia aletea invencible sobre una metrópoli de cuatro millones de habitantes.

Más melodrama paternalista que genuina rebelión contra el medio que permite discriminar a don José Lopera en un restaurante de El Poblado, la protesta paisa parecía dar por exótico el incidente: una rareza en Medellín, meca de la igualdad, donde somos todos tan queridos. No. Luis Bernardo Vélez, Secretario de Inclusión Social, declaró que el caso de don José se repite todos los días: en el trabajo, en la escuela, en el espacio público; por motivos sociales, raciales o sexuales. Agua fría a la ficción de sociedad igualitaria.

En entrevista concedida a Natalia Arbeláez (La Silla Vacía, 6, 11, 17) el profesor Patiño describe el modelo social “totalitario” que rige en Medellín, afirmado en el conservadurismo más acendrado, en el racismo, en la vieja moral católica, en la ética al servicio del dinero, en una sociedad endogámica hostil a todo el que viene de afuera, y al de adentro que no responde a ese ideal: negros, mestizos, mulatos, zambos, librepensadores y ateos, vagos, prostitutas, mendigos, los que viven en unión libre, los hijos ilegítimos y las zonas que todos ellos ocupan, las laderas, han sido siempre excluidos en esta ciudad que se modernizó pero se negó la modernidad.

Cara ha salido la exclusión. Herederas de Pablo Escobar y de Don Berna, las bandas de las comunas se disputan el control del territorio, de la extorsión y el microtráfico, ahora fortalecidas con el Clan del Golfo. En la guerra de este año entre sus 2000 miembros, van 200 muertos. Contrapoderes ilegales que desafían al Gobierno de la ciudad y fuerzan pactos de donbernabilidad, son –según Patiño– la opción que la desindustrialización dejó. Alternativa al   todovale con bendición divina que rigió los negocios en más de un grupo de poder en Antioquia, insensible a la diferencia entre economías lícitas e ilícitas, tocadas o no de grupo armado. Diríase que la revolución del narcotráfico lo fue también estética y moral. Y sin fronteras de clase. En ella, el lenguaje traqueto naturalizó el discurso del horror, personificado en el sicario de los 300 muertos que funge como propagandista del Centro Democrático.

Pero habrá siempre quien se atreva contra la dictadura del miedo. “La violencia no nos vence” fue consigna de resistencia que acompañó este 5 de mayo el soberbio  concierto que diez grupos de la Comuna 13 interpretaron en defensa de la paz  y en recuerdo de las 197 víctimas (entre muertos y desaparecidos) habidos en la toma de la zona por 1000 soldados y 3.000 paramilitares hace 15 años. Otra vez militarizada la comuna, se prometieron los pobladores en pleno no permitir un muerto más.

Entre tanto, en el teatro Metropolitano dirigía Andrés Orozco el Requiem de Brahms, ante un público que contenía el aliento. Al director de música sinfónica, criado en el barrio obrero de Manrique y respetado en el mundo, lo llaman “el milagro de Viena”. Esta ejecución de Brahms en Medellín se alternó con fotografías de Jesús Abad sobre la guerra. Fue una oda a los que se van, pero también a los que se quedan, declaró Orozco. Y rompió en llanto. Dulce resistencia del arte a las crueldades de la inequidad.

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