El fantasma del comunismo

Taca burro la cofradía neoliberal. Su socorrida reducción de toda idea divergente a comunismo comeniños resulta contraevidente y no cumple sino función de propaganda. Con López Obrador en México y el sorpresivo despertar del centroizquierda en Colombia, la nueva izquierda de la región  termina por depurarse, sin muchas reservas, en alternativa socialdemocrática. A distancia sideral de las dictaduras sanguinarias de Venezuela y Nicaragua. Y del modelo económico que el presidente electo, Iván Duque, ofreció en campaña por medio de su hoy ministro Carrasquilla, conspicuo ejecutor del modelo que ahonda las desigualdades, en el segundo país más desigual del continente.

El llamado de Duque a la unidad nacional por la prosperidad de todos parece contraerse a la sola prosperidad de los gremios económicos que recibirán nuevas gabelas sin contraprestación y la mitad de los ministerios en el gabinete ¿Será este el Gobierno de la plutocracia encabezado por un titular de Hacienda que considera el salario mínimo “ridículamente alto”? Modelo apolillado, cruel, que el mismísimo Banco Mundial acaba de cuestionar, mientras algún portavoz de nuestra élite abreva en la misma acequia: para escándalo de más de un gurú del Consenso de Washington, Miguel Gómez Martínez propone volver a los planes de desarrollo y a la planeación económica (Portafolio 4/7/18).

El discurso de AMLO respira aires de la Cepal de Prebisch y Frei y Carlos Lleras. Ni Stalin ni Castro ni Maduro. Anuncia el mexicano cambios profundos de beneficio prioritario a los más pobres pero dentro de la legalidad, respetando la propiedad privada y las libertades de asociación y empresa. Con disciplina financiera y fiscal (como lo hizo mientras fue alcalde de la capital). En busca de mayor igualdad, aumentarán la inversión del Estado en política social y su iniciativa empresarial para crear empleo. En Colombia, centro y petrismo convergieron en pacto reformista cuyo decálogo, de izquierda democrática, se firmó en mármol.

Tendrán ellos que huirle a la tentación populista, inflacionaria, de emitir dinero para financiar la política pública; volver al desarrollo y a la planeación concertada con el sector privado; y, en la lucha contra la pobreza, reemplazar subsidios por empleo. Reindustrializar; regular mercados; y redistribuir en serio,  ajustando el salario mínimo y cobrando más impuestos a los que más tienen. El Banco Mundial se alinea ahora con el modelo de agricultura familiar, clama por devolverle al Estado sus funciones sociales y habla de política industrial.

No así Jorge Humberto Botero, vocero de los gremios y exministro de Comercio del uribato. En Semana en vivo declaró: “Yo nunca creí en las políticas industriales […] creo que el Gobierno hizo bien en [abandonarlas]”. Y agregó que él bajaría aranceles y expondría los sectores productivos a la lucha fría de la competencia internacional. En otra orilla, parece Miguel Gómez  lamentar que, a instancias del neoliberalismo, desmontara César Gaviria muchos instrumentos de intervención del Estado en la economía, y clausurara la idea del modelo de desarrollo. Que, con la internacionalización de la economía, ya no se hablara de desarrollo sino de mercado.

Carrasquilla fue mentor estrella del modelo neoliberal. Viene de favorecer gratuitamente a los grandes capitales y de golpear los ingresos de las clases  trabajadoras. De arrojar la economía al garete de los mercados, con graves consecuencias para las mayorías indefensas. No hay por ahora indicios de que el Gobierno en ciernes marque un rumbo distinto.

Con el desarme de las Farc y la galvanización del reformismo democrático como fuerza equiparable a su antípoda encallada en el pasado, podrá decirse que en Colombia el comunismo es un fantasma. Pero no lo es el engendro neoliberal.

 

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Oposición libertaria y reformista

La pluralidad de fuerzas que, coligadas, arañaron el poder este domingo con 8 millones de votos augura una oposición tan vigorosa como abominable podrá ser un tercer mandato de Álvaro Uribe. Libertaria, reformista, pacifista, antípoda de la caverna que lo abriga, no le faltará a la oposición energía para hacerse respetar. Pero su eficacia dependerá de la disposición a converger en tareas comunes, ya en el Congreso; ya en las urnas; ya en las calles, arena primigenia de la democracia. Dependerá de su lealtad a la democracia liberal y a su corolario contemporáneo, el Estado social. Se fincará en la defensa de las libertades individuales y políticas cuando el DAS –órgano de seguridad del Estado– resurja como policía política del “presidente eterno” compartida con criminales para perseguir a las Cortes que lo juzgan, a la prensa libre y a sus contradictores. Dependerá, en fin, del ardor con que defienda al Estado que vuelve a respirar, tras décadas de asfixia bajo la tenaza neoliberal.

En campaña de ideas, esa sí política, menearon el centro-izquierda y la derecha concepciones divergentes del Estado y su relación con la economía y la sociedad. Dibujó cada uno la matriz de economía política que sustenta su propuesta de país. La reacción, Estado mínimo al servicio de latifundistas y banqueros. La Colombia contestataria que se despabila, Estado promotor del desarrollo y protector de los derechos sociales con recurso al impuesto progresivo sobre el ingreso.

Eje del capitalismo democrático que prevaleció en Europa y Estados Unidos entre 1930 y 1980 (en Colombia como intento malogrado del reformismo liberal), el Estado social busca redistribuir el ingreso en función del bien común, prestar servicios públicos y garantizar los derechos ciudadanos: derecho a educación, a pensión, a salud (ahora convertida en negocio de mercaderes). Derechos de la mujer, de la población LGBTI, de las comunidades étnicas. Derecho de propiedad, violado aquí mediante despojo masivo de tierras por el narcoparamilitarismo y su brazo político seguidor del uribismo. Una nueva oleada de expropiaciones a campesinos se avecina con el relanzamiento de las tenebrosas Convivir.

Correligionario del neoconservadurismo que hace agua por haber esquilmado a los más en provecho de los menos, Duque representa el anverso del Estado social que grava comparativamente más a los pudientes, para financiar la política social de beneficio común. El nuevo presidente rompe el cordón umbilical que une al Estado contemporáneo con el impuesto progresivo, siempre defenestrado por las élites colombianas. Y ahonda las desigualdades: multiplica beneficios a los acaparadores de la riqueza, en un país donde el 1% de los más ricos concentra el 20% de los ingresos.

Como si apoyo les faltara para llenar alforjas: con su ley, contra la ley o a bala, como es ya historia patria en Colombia. En el campo, donde el feudalismo de zurriago y sus ejércitos de matones guerrea sin pausa por preservar las tierras usurpadas y sus privilegios de casta. Duque los exime del impuesto predial y archivará la actualización del catastro. Y al empresariado todo, baluarte de su campaña, le concederá decenas de billones en exenciones tributarias.

No consiste la redistribución moderna en expropiar a los ricos para enriquecer a los pobres. Consiste en desarrollar la función social del Estado  por referencia a un principio decoroso de igualdad. Y esto, que en otras latitudes es pan comido, a la oposición le plantea un reto colosal: entre las reformas por la paz, hacer de nuestro Estado social de derecho una realidad. Empresa descomunal, pero proporcional a la revolución operada el domingo: 46% del electorado gritó “no más” al grosero pavoneo de estas castas sin patria y con prontuario.

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De vuelta a las ideologías

Por vez primera en mucho tiempo empiezan las ideas a tomarse el debate político. Insultos y mentiras navegan con menos remos cada vez en los ríos de tinta que registran propuestas de gobierno nacidas de ideologías diferenciadas: de izquierda, de derecha, de centro. Contra toda lógica, en el país más conservador del continente, el 11 de marzo privilegiaron los colombianos el eje derecha-izquierda. Con el desarme de las Farc desapareció, por un lado, la camisa de fuerza que trituraba a la izquierda y al movimiento social; por el otro, se le esfumó a la derecha el pretexto que le permitía prevalecer sin escrúpulos legales o humanitarios. Quedó en paños menores, el cobre a la vista, obligada a cantar las miserias que yacían bajo su épica de Patria y Dios.

En la inopia programática de la política tradicional; en la inmoralidad y sordidez de sus mentores; en las aflicciones que una guerra infame le dejó a la población inerme, busca la sociedad mejores aires. Aires de ideas claras, sin dobleces. O casi. Más que anarquía, dos fenómenos sugiere el incesante ir y venir de la opinión y de prosélitos de una tolda a otra. Uno, el conocido carrerón de  políticos variopintos en busca del sol que más alumbre. Otro, inesperado,  hijo a un tiempo del hastío con el estado de cosas y de la esperanza en superarlo, el despertar de anhelos políticos que hibernaban en el miedo y la impotencia. El destape. ¿Qué sería, si no, la multitud que colmó la Plaza de Bolívar en el cierre de campaña del petrismo? Todo ello parece converger en la búsqueda, aun en ciernes, de un nuevo escenario de partidos. En un proceso que nos mueva de la prehistoria a la convivencia civilizada entre organizaciones políticas.

Escenario prometedor pero incierto, si el país persiste en la violencia como medio natural de hacer política. O si se deja arrastrar de nuevo hacia el abuso de poder del demagogo de turno que pasa por caudillo, sea de izquierda o de derecha. Con más veras cuando gobierno y oposición quedarán ahora representados por ideologías y modelos encontrados, la confrontación de ideas, savia de la democracia, se vería arrollada por la enfermedad letal que convierte al adversario en enemigo. A no ser que Estado y sociedad, abocados al posconflicto, concierten la defensa del pluralismo y de la vida. Del derecho a discrepar en materias de reconciliación, modelo económico o moral privada.

Sus razones tendrá Fernando Londoño, ideólogo del uribismo, al evocar  imágenes terroríficas de anticomunismo de Guerra Fría contra la naciente revolución cubana para proyectarlas, indistintamente, sobre Ortega,  Maduro,  Lula, Correa de Ecuador… y Petro. Todos dentro del mismo saco. Pero Petro responde al descontento popular con una propuesta socialdemocrática. Y, sin embargo, tendría que aclarar si va a convocar una constituyente de bolsillo, a la manera de Maduro y Uribe. Si su pareja invocación de López Pumarejo, Gaitán, Galán y Álvaro Gómez no le pinta un lunar fascista a su proyecto progresista. Grave ambigüedad.

Duque propone, por su lado, intervenir la moral sexual y las libertades privadas. Aquí salta al olfato la inspiración oscurantista medieval. Como respira neoconservadurismo su opción por los ricos, a quienes dará nuevas ventajas tributarias dizque para que creen empleo. Mas, se ha demostrado empíricamente que lo uno no va con lo otro. Que desde Reagan y Thatcher, doctrineros a quienes Duque sigue, amplios sectores de la clase media se han pauperizado en Europa y Estados Unidos. Del Tercer Mundo, ni hablar. Lo extraordinario es que tanto Duque como Petro puedan defender sus posturas y azuzar cada uno desde su orilla la lucha de clases, sin que a nadie se le ocurra disparar contra ellos. Es grande motivo de esperanza.

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De la Calle: reforma o estancamiento

Por su estatura moral e intelectual, artífice de la Constitución del 91 y del fin de una guerra de 52 años, Humberto de la Calle se ofrece como el más seguro candidato de la paz y del cambio que ella demanda. Crece el número de quienes le auguran la candidatura presidencial en la amplia coalición que se cuece como alternativa a las extremas de izquierda y de derecha: al Centro Democrático y a la Farc. Aunque reñida será la competencia con Claudia López, batalladora implacable contra la corrupción, que coloniza cada día nuevos territorios de opinión.

En conversatorio con Natalia Orozco en Medellín, reafirmó De la Calle sus discrepancias con el Centro Democrático, por porfiar ese partido en hacer trizas los Acuerdos de Paz, abocándonos de nuevo a la guerra. Añicos lo haría por estocada letal, a la Londoño (diría yo); o bien, “corrigiendo” su esencia al negar la participación de los reinsertados en política y al desmontar la Justicia transicional. Censura el candidato la treta uribista de cambiar la reflexión por el insulto, la controversia razonada por la masificación del odio pues, a la manera de la Violencia, los insultos en la capital se convierten en bala en la periferia. Porque, recaba, la Mano Negra no ha muerto. Tampoco transige con amenazas contra la sociedad abierta desde el caudillismo y el populismo, ni con la malévola intención de arrastrarnos a una guerra religiosa. Objeta, además, la repulsa del uribismo a la reforma rural y su descabellada pretensión de sacrificar aun el principio de función social de la propiedad consagrado en Colombia desde 1936.

De la Calle se propone defender el Acuerdo de Paz contra aquella celada. Jugársela por las reformas pactadas, porque ellas atañen a la sociedad entera: estabilizar el campo, garantizar acceso a la tierra para los campesinos, limpiar la política, ampliar la democracia, integrar las comunidades olvidadas, son deudas históricas del Estado que la sociedad no perdona ya. Paso inicial en el camino de la equidad y la inclusión, hacia una sociedad abierta, de filosofía liberal, pluralista, que reconozca la diferencia, que propenda al diálogo y no a la violencia para dirimir contradicciones. Terminada la guerra, dice, en una sociedad tan desigual como la nuestra seguirán vivos elementos del conflicto. Y el paso a la modernidad consiste en tramitarlos por los canales de la democracia, sin apelar a la fuerza. Es la suya una propuesta de cambio que mira hacia el futuro; su antípoda, inmovilismo e involución al pasado.

Si se congratula de que las Farc ingresaran por fin en la política sin armas, guarda De la Calle toda su distancia ideológica frente a ellas. En entrevista concedida hace un mes a Juan Gabriel Vásquez, calificaba al grupo armado de “excrecencia del pasado”: una organización autoritaria en su seno, anacrónica inicialmente en su idea de propiedad agraria (condena a priori de la gran explotación y santificación del microfundio) e ineficaz para mejorar la vida en comunidad. El recurso a la  violencia se sumó para convertirla en una carga retardataria. Mas reconoce que el proceso de paz “liquidó una fase anacrónica y superada en todas partes”: la fase del alzamiento en armas.

A la espera del programa de la Farc, acaso ablande el candidato en algo tan duro juicio a una colectividad con la cual habrá de competir en el ejercicio de la política. Política que será ahora “más ideológica y aún más radical: un desafío para los partidos tradicionales”, que deberán ofrecer soluciones de verdad. La apertura política permitirá una participación en aumento de la sociedad por sus derechos, signada por la disyuntiva que Humberto de la Calle ha planteado: reforma o estancamiento.

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Vargas y Uribe: Dios los cría…

De tanto toparse en las alcantarillas, no sorprendería que Germán Vargas y Álvaro Uribe armaran trinca electoral. A sus partidos, Cambio Radical y Centro Democrático, los une el prontuario delictivo de cientos de sus dirigentes; a sus comandantes en jefe, la impunidad política que los cobija por darles aval y defensa apasionada ante los jueces. Comparten además el liderazgo de esta derecha bronca que no se resigna a la paz, quiere estancar a Colombia en el atraso y devolverla a la arbitrariedad que selló el régimen de Seguridad Democrática.

Más aún, echan mano de la democracia directa que la Carta del 91 concibió como respiradero en el asfixiante monopolio de la politiquería. La convirtió Uribe en populismo al servicio de su persona y de los ricos. Y Vargas se toma ahora por asalto el mecanismo de inscripción de candidatura por firmas, diseñado para opciones independientes, sin partido o para propuestas de beneficio general. Avivatada de malandrín para regarle pachulí a la fetidez de su partido y brincarse las normas electorales. Podrá Vargas adelantar así la fecha permitida de campaña, sin vigilancia ni rendir cuentas. Además, dirigentes del mismísimo Cambio Radical anunciaron que rodearán después como partido a su jefe natural, que hoy se presenta como pulquérrima alternativa suprapartidista. Caradura este Vargas. Correrá, a un tiempo, por ambas vías: por democracia directa, con rúbricas de opinión; y por democracia representativa con su aparto de partido, más los de todos los Ñoños y Musas y Néstorhumbertos que adhieran a su candidatura, estén en la cárcel o no. Y acaso también con el del Centro Democrático.

Gorda es la suma. 104 dirigentes de Cambio Radical, congresistas comprendidos, andan subjudice o tras las rejas por parapolítica, corrupción, desfalco al erario, saqueo de la alimentación escolar, asesinato. En 2002, fueron elegidos 251 alcaldes, 9 gobernadores y 83 parlamentarios mediante alianza con paramilitares. Prácticamente todos habían apoyado la elección del presidente Uribe.

Del viejo populismo latinoamericano, Uribe recogió la impronta caudillista, pero no el hálito nacionalista, redistributivo e industrializante que en otras latitudes integró las masas a la economía y amplió la participación política. No registra el experimento uribista genuina participación política sino manipulación de la opinión y de la sociedad, convertida en masa informe, en rebaño de un caudillo hechizo. Así degradada la democracia directa en Colombia, en lugar de robustecer el sentido de ciudadanía, contribuyó a fracturar la sociedad y su capacidad de respuesta organizada; en lugar de propender a la democracia económica, amplió la brecha social, pues su aliado fue la economía de mercado. Así cristalizó en Uribe el ideal del demagogo trajeado de adalid para avivar odios en la manada, cercar las instituciones y dar el golpe de gracia a los partidos. Arquetipo de gobernante que deriva, casi siempre, en dictador. La otra burla a la democracia directa serán las firmas de Vargas Lleras.

La última encuesta Gallup arroja 87% de desprestigio para los partidos; para el Congreso es del 80%. Bien ganados. Pero a cada nuevo estropicio de la clase política se inflama el país de indignación, como no se viera antes. Cabe preguntarse si la ascendente intención de voto en favor de los candidatos que propenden al cambio refleja la rabia de la ciudadanía contra el estado de cosas y su disposición a cortar por lo sano eligiendo un Congreso de gente honrada. Entonces la alianza Vargas-Uribe podría darse contra una muralla de tamaño insospechado. Y habría de batirse después como oposición a la construcción de un país moderno y en paz. Nada Fácil.

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