por Cristina de la Torre | Abr 25, 2017 | Modelo Político, Partidos, Abril 2017
No podía hacerse el harakiri. La clase política tradicional aprobó un estatuto que democratiza el ejercicio de la oposición, pero negó los mecanismos que lo garantizan. En decisión inédita para Colombia (pan comido en democracias genuinas) ahora quien disienta del gobernante deberá declararse en el duro pavimento de la orilla opuesta. Sin puestos ni gabelas. Se acabaría el juego de oponerse al mandatario con quien se cogobierna. Mas será solo en el papel, pues seguirá fluyendo la mermelada, dinero a saco del Gobierno para los partidos de su coalición. Hundió el Congreso el artículo que obligaba a convocar audiencias públicas para discutir presupuestos oficiales. Cero vigilancia, pues, sobre fondos del Estado desviados para compra de votos y financiación de campañas amigas, con perjuicio de la oposición. Pero además se eliminó la creación de una procuraduría delegada para asegurar los derechos de los disidentes. En suma, una audaz consagración de la oposición como derecho fundamental, pero sin dientes legales para volverlo realidad.
Se opuso al estatuto el uribismo, entre otros, con el argumento de que en el país se ha respetado a la oposición (Semana, abril 16). Acaso quiera preservar la índole de su oposición como subversión contra las reglas de la democracia, contra sus instituciones y el Estado de derecho. Dígalo, si no, la invitación a “sacar a patadas” de la presidencia a Juan Manuel Santos, mandatario elegido por el pueblo. Querrá asegurarse también, por anticipado, si vuelve al poder en 2018, todo el margen de arbitrariedad y violencia que el Gobierno de la Seguridad Democrática desplegó contra la oposición y las Altas Cortes, a quienes puso el mote indiscriminado de terroristas.
Un estatuto de oposición con garantías de aplicación disolvería herencias enquistadas del Frente Nacional que trocaron el concepto de gobernabilidad en un paspartú de sosa convivencia con el adversario tradicional; de hostilidad hacia la izquierda legal —que con la Unión Patriótica escaló a exterminio—, y de represión contra el movimiento social. Se neutralizaron las diferencias de ideas y políticas entre los partidos históricos, por cooptación con puestos públicos. Y las instituciones de gobierno terminaron ensambladas a la estructura de mando de esas colectividades. Resultado, un Estado-partido del FN, peligrosamente afín a modelos autoritarios de ingrata recordación, apenas matizado por tímida participación indirecta de las fuerzas segregadas del poder. El estado de sitio casi permanente instrumentó el desmantelamiento del movimiento social librado a su suerte, sin partido. Desmontado el Frente Nacional, perduró no obstante su modo de ser, un tic de amancebamiento en la cumbre y exclusión de las fuerzas menores. Acabamos de verlo en el estatuto de oposición amputado a su primer hervor.
Según Mauricio Villegas (Mayorías sin democracia), no fue Colombia el Estado incluyente que con los populismos floreció en otros países, ni trazó la política social que aquel aparejaba. Cuando una dictadura militar sucedía a un populismo, la sociedad organizada se le oponía con banderas democráticas. Nuestra dictablanda le huyó lo mismo a la dictadura militar que a la democracia plena. La oposición de izquierda veía en el Gobierno una dictadura disfrazada; y la de derecha, un régimen tolerante con la anarquía revolucionaria. Una y otra se divorciaron del discurso democrático; por eso se fueron tan fácilmente a las armas.
Contra tal herencia obraría una democracia que respetara al disidente y protegiera su acción política como alternativa de poder. Que al garantizarle sus derechos propendiera a la confrontación civilizada entre partidos. Y esa es tarea de un verdadero estatuto de oposición.
por Cristina de la Torre | May 11, 2015 | Modelo Económico, Partidos, Internacional, Mayo 2015
Mató el tigre, se asustó con el cuero, y perdió las elecciones. Pero le devolvió a la socialdemocracia su entidad de origen, en el ala izquierda del Partido Laborista que repudia el concubinato de su facción de derecha con el neoliberalismo hegemónico en Inglaterra desde Margaret Thatcher. Mientras se levantaba en el mundo una oleada de indignación contra los abusos del modelo que extremaba las desigualdades, Edward Miliband reencarnaba en ese país las ideas fundadoras del Estado de bienestar. El líder laborista denostó del capitalismo especulativo “depredador”, abogó por una economía productiva, por regulación financiera e intervención del Estado para redistribuir los bienes públicos. Su fórmula de capitalismo redistributivo, de democracia más enfática en igualdad que en libertad de mercado, amenazaba desbancar la del conservador Cameron, de crecimiento sin redistribución. Y desafiaba, por contera, la Tercera Vía de Tony Blair, cada día más cerca del liberalismo decimonónico. Contra el cual había surgido, precisamente, aquella transacción entre socialismo y capitalismo, la socialdemocracia.
Renacía esta opción de sus cenizas, para arrojar una última palada de tierra sobre la tumba de la utopía de Francis Fukuyama, savia del fundamentalismo de mercado y del Estado homogéneo universal: según él, la victoria del liberalismo político y económico sería el fin de la Historia. Seis meses antes de elecciones, invitaba Miliband a su partido a centrarse “en una alternativa radical que sea clara, calibrada y concreta”. Pero moderó a última hora el discurso y, por ganar votos del centro, lo contaminó de ambigüedades. Y salió derrotado. No así el fenómeno que cuajaba aceleradamente: la controversia entre tendencias en el laborismo. Una, vuelve por los fueros del poderoso sindicalismo británico y del pensamiento socialista; otra, recoge todavía los despojos de la Vía Blair, su líder entregado ahora a la desapacible tarea de hacerse millonario.
Sostiene la filósofa política Chantal Mouffe que es preciso reformular el proyecto socialista radicalizando la democracia. Nada habrá tan radical, apunta, como llevar a la práctica los principios ético-políticos de libertad e igualdad, pilares de la democracia pluralista. En lugar de una ruptura revolucionaria, provocar transformaciones en aquella. Si hace treinta años, en auge el Estado de bienestar, se trataba de radicalizar la socialdemocracia, hoy se trata de defender las instituciones del socialismo democrático que sobrevivieron a la embestida del neoliberalismo. La democracia pluralista, recuerda Mouffe, articula dos tradiciones que es imperativo recuperar: la tradición liberal del pluralismo, del Estado de derecho, de la libertad individual; y la tradición democrática de igualdad y soberanía popular. Única vía para superar la capitulación de la socialdemocracia al neoliberalismo. No parecía Miliband descaminado.
Hasta cuando quiso ofrecer un compromiso ideológico entre las dos corrientes del laborismo, y no, como se esperaba en las elecciones más dramáticas en décadas, un “nuevo” planteamiento: rescatar la pepa de la ideología y del programa socialdemocráticos que Blair había feriado. Más auspiciosa la vieja disputa izquierda-derecha que el amancebamiento del laborismo con su antagonista de hoy y de siempre. Pero el reencuentro de la socialdemocracia consigo misma en Inglaterra no la confina en una torre de marfil. Ya su dirigencia anuncia que la recuperación de su identidad política no le impedirá aliarse con otros para efectos que trascienden a los partidos. Como el referendo que decida si ese país permanece o no en la Unión Europea. La semilla ha germinado y dará frutos, pese a la derrota electoral del laborismo.
por Cristina de la Torre | Jul 15, 2014 | Partidos, Actores del conflicto armado, Julio 2014
No sorprende: según el Barómetro de las Américas, Colombia es –después de Surinam- el más conservador entre 24 países. Pero sí alarma la mutación de conservadurismo en tolerancia de hechos que lindan con el crimen. En ninguna democracia madura se verían con tanta naturalidad fotografías de la parlamentaria uribista Maria Fernanda Cabal recibiendo jubilosa ágape en su honor de neonazis confesos. Ni habría tan copiosa votación por un expresidente cuyo gobierno registró más de cuatro mil asesinatos de inocentes presentados como “positivos” de la guerra, sin que aquel lamentara siquiera los hechos. Con todo, el triunfo de la paz en la última elección está introduciendo aires inesperados en la política. Primero, la probable caída del procurador Ordóñez, apasionado antagonista de la paz, presagia tiempos menos amables para la derecha ultramontana. Segundo, este conservadurismo rabioso acusa fisuras.
Rafael Guarín, señalado exponente del Centro Democrático, invita al uribismo a conciliar con Santos procedimientos de paz en vez de “atravesarse como una vaca muerta en la coyuntura”. Ya el candidato Zuluaga, plegándose a Marta Lucía Ramírez, había ablandado en el epílogo de la campaña sus críticas al proceso de La Habana; e invitado al Presidente a considerar la opinión de siete millones de electores que secundaban la suya. Casi al unísono lo desautorizaba Uribe, cabeza única, intocable del movimiento. Lo que en pluralismo pasaría por libre confrontación de ideas, aquí podrá interpretarse como afrenta al caudillo, como hachazo que abre grieta. En todo caso, al país le llega la imagen de una coalición de derecha que alberga desde el extremismo cavernario de la Mano Negra hasta el reformismo civilizatorio de un Juan Mario Laserna.
Porque una cosa es discrepar de las condiciones de negociación con las Farc, si mejorarlas aconsejara cesar el reclutamiento de niños, exigir mapas de terrenos minados, parar los atentados contra la población civil y exigir castigo para guerrilleros incursos en crímenes atroces. Otra, querer perpetuar por conveniencia propia la guerra ciega contra una imaginaria, inventada amenaza del castro-chavismo, cuando la guerrilla marxista más antigua del mundo acepta permutar sus armas por un programa reformista liberal.
Glosemos la columna de Guarín en Semana. Que Zuluaga y Santos tienen razón en plantear un punto de encuentro, escribe. Invita a Uribe y Zuluaga a dialogar con el Gobierno, toda vez que el entonces candidato se plegó a la fórmula de “paz negociada” y que el Presidente invitó a todos los demócratas, Zuluaga comprendido, a hacer causa común por la paz. Una paz pactada sin el concurso de las minorías, agrega, sería un espejismo. “El único seguro es un acuerdo político del que haga parte el Centro Democrático”, y el uribismo no debe rehuirlo; debe proponerle a Santos un pacto por la paz. “Me da pena con los extremistas de derecha, pero (si) el uribismo quiere ser alternativa de poder no se puede quedar atravesado como una vaca muerta en la coyuntura… Hay que jugar, o resignarse a que Santos y Timochenko redacten las reglas de la política para el próximo cuarto de siglo”.
Tampoco Santos lleva todas las de ganar. La paz demandará a un tiempo el concurso de su coalición de Gobierno, de la izquierda, del movimiento popular, de los conservadores demócratas y de Álvaro Uribe. Aunque Monseñor Luis Augusto Castro acusa a Uribe de guerrerista y lo invita a considerar que “se cogen más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”. Y este desafío de la paz podrá definir la encrucijada de la derecha: o se divide entre ubérrimos y republicanos, o da el salto hacia una coalición democrática que admita la discusión en su seno.
por Cristina de la Torre | Jun 24, 2014 | Partidos, Uribismo, Junio 2014
Le llegó a Santos el momento de las definiciones ineludibles. Entró en crisis su equilibrismo paralizante que, por dar gusto a todos, borra siempre con el codo cada letra escrita con la mano. Si se la jugó por acabar la guerra, tendrá ahora que apostar todos sus reales a las reformas que conducen a la paz. Se impone el diálogo con el uribismo, claro. Y tendrá que gobernar con los partidos de la Unidad Nacional, a los que habrá de comprometer con el cambio. No sacrificar a precio de Ñoño las reformas que las mayorías reclaman hoy por boca de la izquierda, del movimiento social, de vastos sectores de opinión. Fuerzas decisivas en la reelección, harán ellas sentir su peso político y electoral. Desde la independencia o desde la oposición creadora, procederán ya para defender los acuerdos de La Habana; ya para batallar por un estatuto de oposición; ya para impugnar el adefesio de la reforma tributaria en ciernes que, lejos de afectar a terratenientes y banqueros o gravar las rentas del capital, reducirá el impuesto al patrimonio y elevará el IVA.
Dato inesperado del nuevo cuadro político: nace la izquierda como fuerza decisoria. Como Frente Amplio por la Paz y en perspectiva de coalición electoral para los comicios regionales de 2015 y los presidenciales de 2018. Las organizaciones de izquierda apuntan, por fin, a convertirse en alternativa de poder. Marchan hacia un frente social y político, la mira puesta también en campesinos, indígenas, afros, trabajadores, mujeres y población LGBTI.
Al extremo derecho del escenario se dibuja el otro hecho extraordinario: por vez primera en casi un siglo un conservadurismo hirsuto preside la oposición. Porfía Uribe en protagonizar aquella oposición, en ser destinatario único de cualquier avenimiento con el poder, y gratuito beneficiario de los siete millones de votos que Zuluaga recibió. No bien reconoció gallardo este candidato el triunfo de su rival, lo desautorizó Uribe descalificando la elección. Y cuando se adivinó en Zuluaga disposición a conversar con Santos sobre la paz, corrió Uribe a nombrarlo presidente del Centro Democrático mientras se arrogaba la jefatura inapelable del movimiento. Tenía que cooptarlo antes de aquel desliz, que confinaría a Uribe por descarte en el corral solitario de sus odios y terrores.
Hasta razón tendrá. Tras la obsesión punitiva y vengativa contra las Farc parece agazaparse su propio pánico al castigo por crímenes semejantes a los prohijados por los jefes de la guerrilla. Según Noticias UNO, en la Comisión de Acusaciones de la Cámara cursan 276 demandas contra Uribe, 17 de ellas por vínculos con el paramilitarismo. Más allá de ajustes de procedimiento en los diálogos de paz que pudieran convenirse con la derecha, la pepa de un acuerdo posible apunta a la supervivencia de los jefes en ambos bandos. Los comandantes de las Farc esperan que no los maten. Y la contraparte podrá reivindicar trato simétrico de justicia transicional, con iguales prerrogativas judiciales y políticas para todos.
No se sabe si se perfila Zuluaga como mediador entre Santos y Uribe, o si, en tratándose de supervivencia, pretenda el expresidente capitalizar cualquier interlocución posible. El alcance transformador del posconflicto bien podrá encauzarse como lucha partidista y popular en el Congreso y en las calles. Ojalá no reincida Santos en sus ambivalencias y responda con valor a las exigencias de la hora. Que reconozca en la izquierda y el movimiento popular protagonistas de primer orden en la búsqueda de un país nuevo. Y en la ultraderecha, la oposición conservadora, interlocutor válido para alcanzar una paz sin fisuras. Es tiempo de desterrar ambigüedades y equilibrismos de patria boba.
por Cristina de la Torre | Jun 3, 2014 | Partidos, Izquierda, Junio 2014
Pueda ser que la historia no tenga que cobrarle un día a Jorge Enrique Robledo su ayuda por omisión a la extrema derecha que se propone frustrar la paz y volver al poder con todos sus fierros. Tras mucho forcejeo, el brillante senador consiguió que el Polo no respaldara al candidato de la paz y él invitó a la abstención o al voto en blanco. Es decir, al voto indirecto por Zuluaga. Todo, desde la engañosa defensa de una oposición inmaculada que no transige con ningún candidato de la derecha, llámese Santos o Zuluaga o Uribe, pues todos le parecen “hojas del mismo árbol”.
Y es engañosa porque transige, desde la izquierda, con la caverna, al favorecer sus posibilidades de triunfo. ¿O es que no calcula que en elección tan reñida los votos del Polo que él controla cuentan? ¿Creerá vender sus principios si respalda la paz por una vez en la persona de su mentor, cuando amenazan derrumbar el proceso de La Habana? Y no todo es coherencia. Ayer se opuso Robledo, con mística de cruzado y al lado del uribismo, a la ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Hoy coloca a su persona por encima del derecho de los colombianos a la paz y a construir un país mejor. Saltar del barco no es acto de heroísmo, apunta Catalina Uribe.
Esta arrogancia rudimentaria de oposición blanco-o-negro, que no contempla matices ni circunstancias ni abismos, es la menos eficaz y creativa de las que medran en la democracia. Más aun, de la que pueda practicar una izquierda abierta a lo imprevisto, en sintonía con la gente, con vocación de poder y visión de mundo; no resignada a marchitarse en su pureza. Si de virginidad se trata -y si a ésta se le considera virtud, no hay mérito en la de la doncella que rehúye los avatares del amor. Y la doncella salta a escena cada tanto. Hoy, en el apreciable columnista Esteban Carlos Mejía, quien exalta al viejo candidato Jaime Piedrahita por atacar sin tregua al “imperialismo, fase superior del capitalismo” y que en 1978 sacó 27.059 votos. Pero este líder honesto y valiente “nunca se afligió por su magra votación. Era consecuente con sus ideales. Paradigma de oposición”. Piedrahita tendrá su conciencia tranquila y despertará admiración, una cara compensación existencial. Pero la realidad va por otro lado.
Toda la nueva izquierda de América Latina superó hace rato esta concepción de oposición. Y llegó al poder. La de Robledo sigue siendo anacronismo de Guerra Fría, como lo es la existencia de guerrillas marxistas en Colombia, y la de su recíproco uribista de la otra orilla, en perorata incesante contra el comunismo que lleva un cuarto de siglo sepultado bajo las piedras de Muro de Berlín. Otra es la búsqueda de Clara López de una nueva izquierda “democrática, moderada, con ganas de llegar al poder”. Su extraordinaria votación respondió, sin duda, a la distancia sideral que tomó ella frente a la ortodoxia del sector que tiraniza a su partido. Se sintonizó con el país y le triplicó la votación a un Polo que había quedado en cuidados intensivos en parlamentarias. Pero ahora le imponían el chantaje de la unidad, y el sacrificio de la paz.
Cuandoquiera que se intentó unidad de la izquierda o formación de un Frente Amplio Democrático, descolló la voz airada de Robledo: convergencia sólo habría por adscripción de todas las fuerzas al partido del senador. Así se malogró –y no sólo por acción suya, valga decirlo- la tercería de izquierda que pintaba como opción real para las elecciones de este año. Ahora renace la idea como Frente Amplio por la Paz, para cerrar la “fábrica de víctimas en Colombia”. Ojalá corrija Robledo su pifia pues, de ganar Zuluaga, no habrá paz ni Frente ni reformas, y el primer perseguido será el parlamentario de marras.