¿Uribe muerde la derrota?

Mientras Colombia respira por fin en la antesala de la paz, Álvaro Uribe hace maromas para no morder el polvo de la derrota. Que perder las armas es abocarse a perder la partida. El sometimiento de las Farc a la justicia burguesa le hurta al uribismo su recurso al apocalipsis del castro-chavismo. Y el ingreso de esa guerrilla en la legalidad desvanecerá el pretexto que a la derecha le ha permitido aplastar a los inconformes y prevalecer sin competencia posible en el poder. Se acabaría aquello de que todo contradictor es enemigo mortal, candidato a desaparecer a bala o motosierra. Caducaría la pretensión de defender la democracia aguzando la vista, marica, para desentrañar el terrorismo que anida en toda idea de cambio; en toda reivindicación de derechos.

Pero el acuerdo de justicia transicional, con investigación, juicio, condena, pena, verdad y reparación forzosas; con procedimiento simétrico para todos los responsables de atrocidades en esta guerra –políticos y empresarios incluidos– provoca efectos inesperados: desconcierta a quienes llevan tres años saboteando las conversaciones de paz con exigencias de rendición imposible de una guerrilla no derrotada siquiera por el adalid de la guerra en sus largos años de gobierno. Y, sin embargo, por encima del júbilo resonante ante la inminencia del acuerdo final; del 62% de ciudadanos que respaldaron al punto el modelo judicial adoptado; pese al aval de la comunidad internacional y del Papa, el Centro Democrático aspira, impúdico, a cosechar votos sobre los cadáveres de otros 220.000 colombianos. Víctimas inermes de una guerra sin fin, en la que no se batirá ningún Jerónimo, ningún Tomas.

Si ponderadas para hacer justicia sin comprometer la paz, las penas comportan a la vez privación de la libertad vigilada; restauración de lazos entre dolientes, agresores y sociedad; reparación a las víctimas y garantía de no reincidencia. Pero quien se acoja a este modelo judicial tendrá que haber dejado antes las armas. A más tardar en mayo del año entrante. Y si no dice toda la verdad, irá 20 años a la cárcel. No habrá indulto para crímenes de guerra y de lesa humanidad, aunque amnistía podrá concederse para delitos políticos y conexos. Muy a pesar de las Farc, el Gobierno impuso justicia con condena penal. Y aquellas debieron arrojarse desde el pedestal de sus autocomplacencias heroicas hasta reconocerse como victimarios, autores de delitos atroces.

Las víctimas, espina dorsal del acuerdo, han mostrado satisfacción. El general (r) Mendieta, 12 años secuestrado por las Farc, aceptó que a estas se les aplique pena distinta de prisión. Pero si reconocen a sus víctimas, ayudan a buscar desaparecidos, entregan a todos los secuestrados y dan garantía de no repetición. Así los gremios de la producción, con la significativa declaración de José Félix Lafaurie, presidente de Fedegan, para quien “el acuerdo satisface los derechos de las víctimas”. Y el general Ruiz Barrera, líder de los oficiales retirados, sentenció que la paz ganó la partida.

A contrapelo de su vanidad, tendrá Uribe que allanarse al peso de los hechos: este acuerdo judicial y el apretón de manos entre el Presidente Santos y el jefe de las Farc abren desde ya las puertas del posconflicto. Reconocer que el sometimiento de esa guerrilla al Estado de derecho y el modesto alcance de los cambios pactados –reforma rural, apertura política, revisión de la política antinarcóticos– son triunfo del reformismo liberal no del chavismo. Pero el proceso comporta un ingrediente trascendental: terminar el conflicto armado es empezar a romper el vínculo entre política y armas. En la izquierda y en la derecha. ¿Será esto lo que saca de quicio a Uribe?

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¿Dios contra media humanidad?

Publicitó su boicot al matrimonio entre homosexuales como duelo entre el cielo y el infierno, como respuesta a mandato divino y defensa de su libertad religiosa. Pero fue a parar a la cárcel. Le sucedió la semana pasada a Kim Davis, funcionaria pública de Kentuky, Estados Unidos, por negar nupcias a dos parejas gay. Por brincarse la disposición constitucional que desde junio autoriza el matrimonio igualitario en ese país. Otra suerte corre aquí el procurador Ordóñez, cabeza del ministerio público, en ruidoso sabotaje al matrimonio igualitario y al aborto terapéutico que la Constitucional ordena. Ordóñez no pisa prisión. Antes bien, transforma su insubordinación en bandera de campaña por la presidencia de la república en el país más conservador de Occidente. Va por el mundo con sus tirantas y su sonrisa siniestra convirtiendo en votos la maldición de su dios contra el homosexual, contra la mujer, si aborta, si quiere libertad o ser persona. Contra la mitad del género humano. Pero dos lazos unen a Ordóñez y Davis: primero, una nostalgia de teocracia, con su atávico acomodo de la idea de dios al poder en la tierra; segundo, la búsqueda de nuevas audiencias allende el corral de los más crédulos, matizando la descarnada diatriba bíblica con argumentos de ley civil.

Sostiene la historiadora Julieta Lemaitre Ripoll que se pasa en América Latina de la desnuda apelación religiosa al argumento constitucional. Desde cuando Juan Pablo II y Benedicto ordenaron a los católicos oponerse a la legislación favorable al aborto y al matrimonio gay, aparecen menos Dios y la fe que el referente de norma civil. Diríase barniz de derecho positivo sobre la virulencia ancestral contra la laicidad. Y no anda sola en esto la iglesia Católica, ni sola la cruzada ultramontana de su lefebvrismo, de su Opus Dei, de sus Legionarios de María.

 Tras los nuevos embates contra el Estado laico obra alianza de la Iglesia con sus pares cristianas y evangélicas; ahora en defensa de la dignidad humana –escribe Lemaitre– como parámetro del derecho a la vida (contra el aborto), a la libertad religiosa y por el matrimonio heterosexual. Renovada apelación al derecho natural, eterno e inmutable, obliga a desobedecer las leyes que violen un llamado orden moral objetivo. Reina en esta concepción el derecho de no aplicar leyes positivas, si ellas violentan la conciencia. Como las de aborto y matrimonio igualitario. Prevalece aquí la libertad religiosa sobre el derecho a la igualdad. Y, diríamos, aquella libertad religiosa podrá resolverse en imposición de un credo como gobierno divino sobre la sociedad civil. En teocracia.

Ícono de la subversión contra el matrimonio igualitario en Colombia, Ordóñez activó todos los dispositivos de la poderosa Procuraduría para impedirles a los jueces casar a parejas del mismo sexo. Le pidió a la Constitucional negarles este derecho, aduciendo que la Carta concibe este vínculo sólo entre hombre y mujer. Mas, tras la impostura legalista asoman la cabeza las catilinarias de su texto Hacia el libre desarrollo de la animalidad, donde Ordóñez aboga por refundar “el orden del derecho en la divinidad y en el orden natural que de ella dimana”. Y respira “la concepción deísta del orden público” que ventila en su tesis de grado. Nuestro cruzado repele la “ideología de género” y el laicismo que alimenta “la agresión a nuestras tradiciones cristianas”.

Davis no pagó cárcel por sus ideas religiosas, sino por subvertir la ley civil. Ordóñez pesca en el revoltillo de fanatismos renacidos por ver si impone su dogma apolillado desde el solio de Bolívar. Y para ello menea la idea de un dios terrible, el suyo, que impera si sacrifica a media humanidad.

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Isagén, zarpazo de lesa patria

Caben preguntas. ¿Habrá intereses ocultos tras la extravagancia de querer feriar Isagén, empresa del Estado que descuella en eficiencia, rentabilidad y beneficio social? ¿Por qué expropiar a los colombianos un bien estratégico, fuente de riqueza y desarrollo, para entregarla a una firma extranjera que repatriará todas sus utilidades y terminará con domicilio en el exterior para brincarse los impuestos y las leyes de Colombia? ¿Por qué desviar los $ 5,2 billones que el Gobierno reciba por la venta de sus acciones en la empresa hacia concesionarios de vías, en forma de créditos prácticamente sin costos? ¿Habrán mediado drinks y viandas para sellar este pacto, donde los contratistas resultan mimados por el propio contratante? ¿Ruda la presunción, en un país donde la moderna alianza público-privada –de responsabilidades compartidas– es a menudo eufemismo para edulcorar el amancebamiento entre gobernantes y negociantes, o su simbiosis, que nos legó la colonia?

Que los tales recursos son de vida o muerte, argumenta el ministro Cárdenas. Que sin ellos no habrá vías, acaso ni infraestructura, ni futuro, ni país. Que nada pierde la nación, pues se trata de cambiar un activo por otro, así no más, hidroeléctrica por carreteras. Falacia. Se pierde una empresa que reinvierte sus robustas ganancias en expandirse, en potenciar así el desarrollo regional. En cambio, los peajes van a dar al bolsillo de constructores privados de las 4G, que se lucraron con los fondos de la Financiera de Desarrollo Nacional. Gracias a créditos otorgados a 20 años, con intereses ridículos, 8 años de plazo muerto y sin pago por amortización del capital, como lo demuestra el experto Diego Otero. El mismo principio que aplica el ministro de Salud para refinanciar, con 7 años de gracia, a las EPS que se robaron el dinero del sector. Es política de Estado: capitalizar las ganancias y socializar las pérdidas.

Pero no contempla Cárdenas en su obsesión alternativa distinta de privatizar la empresa que produce la quinta parte de la energía del país y es modelo para América Latina. No ve la posibilidad de apretar a corruptos y evasores de impuestos. Ni ve la disposición de Bancolombia, Davivienda y el Grupo Aval a brindar créditos a constructores de vías hasta por $ 25 billones. Quiere vender Isagén a toda costa. Por más que le hubiera reportado ésta al Gobierno $ 348 mil millones en 2014. Por más que en pocos años sus propias utilidades igualaran los cinco billones que el agraciado pagara por la joya de la corona. Por más que Isagén garantizara control sobre los precios de un sector proclive a manipularlos, más aún con la privatización.

La energía es bien estratégico que no puede entregarse al interés privado. Porque éste sólo responde a imperativos de corto plazo, desdeña el bien común y el desarrollo, sostiene Otero. Pero en 1990 despegó el proceso de privatización de hidroeléctricas, con un primer efecto perverso: se dispararon las tarifas de energía. Nuestra industria paga el doble de su similar en EE.UU. En 2007, durante el Gobierno de Uribe, empezó la privatización de Isagén, con la venta de 19,2% de sus acciones. Aunque, fiel a su legendaria hipocresía, se rasgue ahora las vestiduras el expresidente. En esto, el presidente Santos le sigue los pasos y en 2013 decidió vender la participación del Estado en Isagén. Contra toda evidencia, sin sentido de patria, emula este Gobierno un ejército de ocupación: depreda, destruye los bienes del Estado y, acaso por complicidades secretas, se toma por asalto el patrimonio de la ciudadanía. En honor a la tradición, los de siempre afilan uñas para dar su zarpazo de lesa patria.

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Latifundismo: a pagar predial

Mal actor. Si no fuera por la tragedia que evoca, daría risa el desapacible papelón de dignidad ofendida con que responde José Félix Lafaurie a la menor insinuación de reforma agraria. Pero se comprende este mecanismo de autodefensa en el mentor del estamento más abusivo del campo: el  latifundismo ocioso de una res por hectárea feraz, en un país humillado en el modelo de tierra sin campesinos y campesinos sin tierra. Simboliza Lafaurie un poder secular  afirmado sobre la concentración creciente de la tierra. La mayor en el mundo. Como acaba de ratificarlo el Censo agrario, según el cual casi la mitad de la tierra cultivable pertenece al 0,4% de los propietarios, al notablato que casi siempre especula con ella y paga impuestos irrisorios, o ninguno. El diagnóstico del censo dibuja el horizonte del cambio. Y la actualización del catastro en el campo, con cobro sin concesiones del impuesto predial, daría lugar a una reforma agraria sin alharacas.

Restituir es parte del remedio. La solución de fondo, una reforma del campo que los grandes terratenientes llevan cien años boicoteando. Pero sin la información que da el catastro sobre propiedad y uso de la tierra, no podrá aquella cristalizar. Un inventario pormenorizado permitirá fijar el impuesto predial y dar el paso decisivo: elevar el gravamen a los predios subexplotados u ociosos, aliviar el de los bien explotados y de economía campesina. Ya decíamos en este espacio (7, 2009) que, salvo momentos de excepción, la presión terrateniente para esquivar el predial y mantener la conveniente desinformación sobre tierras ha reducido el catastro al ridículo. Siendo 16 por mil la tasa nominal del predial, este se liquida apenas al 4 por mil. Y casi nunca se paga. Avalúo enano, y precio comercial astronómico. El hecho es que la tasa de tributación efectiva del sector agropecuario es apenas del 5,5%.

Para Hernán Echavarría Olózaga, lo único que puede conjurar la pobreza es un impuesto a la tierra. No sólo porque el recaudo a los propietarios del campo pueda invertirse en servicios básicos a la población. Es, sobre todo, porque el capital privado se destina a crear empresa productiva, no a comprar tierra para especular con ella. Tasado un impuesto real sobre predios, tendrían sus propietarios que ponerlos a producir, o bien, invertir en otros frentes productivos. El impuesto provocaría una reforma agraria, sin gritarlo, pues pasaría la tierra a quienes sí la pusieran a producir. Con menos rentistas, bajaría su precio, así como el de los alimentos. Y sería más competitiva nuestra agricultura.

Desafío inescapable si se quiere la paz, en un país donde el viejo latifundismo se ha fundido, casi en pleno, con nuevos contingentes de terratenientes venidos del narcotráfico. Estamento sobrerrepresentado en el Congreso y reforzado durante el uribato con un tercio de  curules en manos de parapolíticos. El mismo que frustró a tiros los intentos de reforma del siglo pasado. El mismo que ahogó en sangre el movimiento de Anuc en los años setenta. El mismo que hoy incorpora a quienes transitan de la motosierra a ejércitos antirrestitución.  El mismo que denosta de la paz porque teme que ella traiga formalización de la propiedad en el campo y redistribución de tierras buenas cerca de las ciudades, hoy acaparadas como lotes de engorde. Temen que, después de un siglo, se acometa en Colombia una revolución liberal.

En vez de reforma agraria, aquí se desterró al campesinado “sobrante” a los extramuros de la patria y al extranjero. De él dependerá que haya por fin reforma agraria en Colombia. ¿Porfiarán los Lafaurie, clase dirigente inferior y venal, en la misma  oposición virulenta de hace un siglo?

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