por Cristina de la Torre | Ene 18, 2022 | GEA, Hidroituango, Gilinski, Ardila Lulle, EPM, Antioquia, Especulación Financiera, Narcotráfico, Enero 2022
Dos puñaladas ha recibido por estos días la élite paisa, abrazada al mito fundador de la antioqueñidad que el GEA quiere representar. Primero, un fallo que obliga el pago de $4,5 billones por los monumentales errores y omisiones cometidos en la construcción de Hidroituango, a resultas de demanda interpuesta por un alcalde al que tienen menos por hijo de la comarca que por advenedizo de la odiada Bogotá. Después, la ofensiva de Gilinski para hacerse con la cuarta parte de Sura y Nutresa, sus empresas bandera, abrió una tronera en la fortaleza que protege los negocios locales contra forasteros y vientos que soplan allende la Villa de la Candelaria.
Si la compra de Coltejer por el santandereano Ardila Lulle traumatizó a Medellín, la intrusión de los caleños agrieta el modelo autodefensivo de acciones y directivos cruzados entre firmas del conglomerado que así ahuyentó amagos de compra por el narcotráfico; y, sobre todo, el modelo de enroque abrochó con doble candado la exclusividad regionalista de sus compañías. Esta dinámica cristaliza en el poder indisputado de la burguesía sobre la economía y la política de la región, pues pone a su servicio el relato heroico de un pueblo que forjó su identidad en la colonización antioqueña, más aun cuando sus dirigentes lideraron la industrialización en el país.
La antioqueñidad inspira sentido de pertenencia y nutre el imaginario de las élites. América Larraín dirá que sobrevalora el ego social que sataniza al “otro”, al forastero, y crea un aura épica de hombre recio, blanco, amante de Dios y de la ley. Figura viril que ostenta virtudes de laboriosidad, arrojo, espíritu religioso y de familia, abridora de caminos y de empresas. Mas, como todo relato mítico, también éste oculta los conflictos territoriales de la colonización y la violencia ejercida sobre comunidades negras e indígenas de los territorios conquistados. No todo fue tiple, fundación de poblados –con su iglesia– y expansión de la economía cafetera, como alardea la versión hegemónica de la colonización, cuyo correlato moral fantasea con un pueblo homogéneo, igualitario, cohesionado en el yunque de la familia. La verdad es que pocos prevalecieron sobre los demás. Como pasado el tiempo dominarían, diga usted, los intereses ocultos de los más intrépidos sobre el yunque de la “gran familia de EPM”.
Juan Carlos López define el modelo gerencial antioqueño como taylorismo de carriel y camándula. Modernización en la premodernidad, integra valores campesinos, pueblerinos, con sofisticados procesos de acumulación de capital marcados a un tiempo con la impronta tecnocrática de la Escuela de Minas y el activismo moral de la iglesia Católica. Despuntó esta burguesía en la minería, pasó por el café y culminó en la industria. Al menos hasta los años 50 del siglo XX se perfiló el modelo económico en el paternalismo: en la naciente industria textil de Fabricato lo orquestó la Iglesia, para mitigar o liquidar conflictos laborales, mediante un rígido sistema de control físico y moral de las obreras, herramienta poderosa que neutralizaba la naciente lucha de clases. En los últimos decenios vendría la desindustrialización, promovida a la vez por el modelo de apertura y por la avasalladora rentabilidad del narcotráfico y la especulación financiera.
Mérito del GEA será porfiar en la industria con empresas multilatinas en donde casi desaparece ya el espíritu de aldea que había acompañado el arribo a la modernidad. Acaso el soplo de otros aires y la dura lección de la presa de Ituango –tragos amargos que el GEA ha debido apurar– moderen su atávica inclinación al ejercicio del poder omnímodo, despótico, excluyente, que en la ambigüedad de la fórmula corporativa ordeñó a veces en la sombra a una empresa pública como EPM, para llenar bolsillos inescrupulosos.
por Cristina de la Torre | Ene 12, 2022 | Libre Mercado, Nueva Izquierda, Socialdemocracia, Democracia Liberal, Neoliberalismo, Enero 2022
Mientras en Colombia la apretada rosca de los elegidos celebra 30 años del libre mercado que rebosó sus arcas, Boric reinicia en la región el reencuentro con la socialdemocracia en su modo latinoamericano de promotora del desarrollo. Se despliega aquí el ceremonial del neoliberalismo, religión laica cuyos ritos y pontífices no consiguen barnizar sus estropicios: el desmonte de la economía propia y el hambre impuesta a medio país. Y patalea la derecha: advierte el columnista Andrés Espinoza que con Boric se lanza Chile al abismo comunista. Pero el presidente elegido por aplastante mayoría encarna una nueva izquierda. A expresa distancia del dogma leninista; de los regímenes que en Venezuela, Cuba y Nicaragua prolongan la saga centenaria de tiranías, promete, faltaría más, enterrar el modelo Friedman-Pinochet y resignificar la democracia. E incorpora la defensa del feminismo, del ambiente, de las minorías, del matrimonio igualitario, del aborto.
Boric fraterniza con la socialdemocracia que en Europa redistribuye el bienestar y en nuestros países lima desigualdades, conjura la miseria, extiende los derechos y libertades de la democracia liberal. Como ya lo hicieran Lula en Brasil y Mujica en Uruguay: revitalizando el Estado. Con respeto a la propiedad, a la iniciativa privada, al mercado competitivo. En lugar de nacionalizaciones, regulación de la economía y amplia política social, con responsabilidad fiscal. Como en cualquier democracia que se respete, promete Boric subir impuestos a quienes más tienen, crear un fondo universal de salud, intervenir los fondos privados de pensiones que ganan cifras absurdas pagando a sus afiliados menos de un tercio de sus aportes a pensión. Crear, en su lugar, un sistema público de pensiones autónomo, sin fines de lucro y sin AFP. Boric cierra el ciclo histórico de un modelo de crecimiento disparado para los más ricos, que no de desarrollo económico y social.
El modelo de marras glorificó el mercado, encogió el Estado y el gasto público, concedió todas las prerrogativas al gran capital. Resultado, el enriquecimiento de una minoría hasta la obscenidad y mayor empobrecimiento de las mayorías. Cristalizó todo ello en la mercantilización de la salud, la educación y las pensiones, que Boric se propone revertir, disponiendo el capitalismo en función de la igualdad. La alternativa agrega a las libertades y derechos de la democracia liberal un horizonte de igualdad social y económica dibujado desde el Estado, y nuevas formas de ciudadanía. La alternativa es la reforma, no la revolución. Y vuelve por los fueros de la planeación estratégica.
A la planificación del desarrollo concertado sobre el eje de la industrialización tornó Lula para arrancar de la pobreza a 35 millones de personas, promover a 38 millones a la clase media y crear 20 millones de empleos formales. Hoy pinta Lula para repetir. Si vuelvo a la presidencia, ha dicho, no será para hacer menos de lo que hice: el mejor momento de inclusión social, educación, empleo y salarios. Si regreso, será para que el pueblo vuelva a comer tres veces al día, para que pueda trabajar e ir a la universidad. Quince años gobernó la izquierda moderada en Uruguay en cuatro frentes: desarrollo económico, igualdad social, derechos humanos y modernización política. Su mentor, Mujica, devino en referente político para la izquierda democrática del mundo.
Si en Colombia el estallido social endureció aún más a la derecha, en Chile se saltó de las barricadas a las urnas y de éstas al poder. Al poder que ejecutará el cambio paso a paso. Entré en la política, dijo Boric, con las manos limpias, con el corazón caliente, pero con la cabeza fría. En todo caso su bandera flamea en Chile y coquetea a todo el vecindario: “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo en Latinoamérica, también será su tumba”.