por Cristina de la Torre | Jul 31, 2018 | Uribismo, Conflicto armado, Conflicto interno, La paz, Posconflicto, Impunidad, Actores del conflicto armado, Julio 2018
Fue una guerra despiadada, cargada de sevicia contra la población inerme, como no se viera en parte alguna de América Latina. Mas, por orden del Presidente electo Duque, el Centro Democrático y sus aliados de última hora en el Congreso incrustaron en los cimientos de la justicia transicional torpedos enderezados a reanimar la conflagración. Y a la ferocidad de esta embestida, inconstitucional, meca de batallas sin tregua contra la paz, le siguió la caída de la última hoja de parra: anunciaron Paloma Valencia y Paola Holguín que su partido convocaría referendo para disolver la JEP y bloquear su participación en política a los líderes de la guerrilla que entregó las armas y se allanó a las reglas de la democracia. Vale decir, romper la espina dorsal del Acuerdo de Paz.
No fueron ajustes inofensivos al Acuerdo de La Habana, que los tales cambios encierran el potencial de hacerlo trizas. Y revelan, blanco sobre negro, el diabólico propósito de la caverna de volver a la guerra. Con la autoridad que le asiste, señala Humberto de la Calle los desafueros perpetrados, en advertencia que aquí gloso (El Espectador, 28/7). Dizque por salvar el honor de los militares incursos en crímenes como los falsos positivos, se los excusa de comparecer ante la JEP. Pero los deja en un limbo de inseguridad jurídica y en riesgo de juicio por tribunales internacionales. Y quedan sus víctimas sin la verdad y sin la reparación que los uniformados les deben. Con ello se rompe la unidad de la verdad y quedan esas víctimas en “un limbo de desigualdad aberrante”.
La atrocidad de aquellos crímenes emula la de muchos cometidos por las Farc, apunta el exjefe negociador de Paz. Pero si sólo se pide cárcel para los jefes de la guerrilla y no para los terceros y los agentes del Estado, “nos encontramos en una ruptura esencial que dejará sembradas las semillas de nuevas violencias”. Porque castigar a uno solo de los actores del conflicto y concederles impunidad a los demás será incentivo poderoso para que la guerrillerada vuelva al monte.
¿Eso queremos? Es que renacería el conflicto, acaso para cobrar otros 220.000 muertos certificados y 85.000 desaparecidos (investigadores de prestigio calculan que aquella cifra representa apenas la cuarta parte de las víctimas mortales; sólo entre 1985 y 2015 habrían sido 700.000). Comparados con ella, los sacrificados por todas las dictaduras del Cono Sur alcanzarían una reducidísima proporción. Para no mencionar las formas del horror que esta violencia alcanzó en Colombia, ejercida masiva e indiscriminadamente contra la población civil:
Con la complacencia de un general del Ejército, paramilitares juegan fútbol con cabezas de campesinos recién sacrificados, a la vista de toda la comunidad. La cifra certificada de falsos positivos ronda los 5.000, aunque The Economist habla de 10.000. Paramilitares montan escuelas de descuartizamiento de personas vivas, con motosierra. Francisco Villalba confiesa a la Fiscalía que recibió el entrenamiento de marras en la finca La 35, en El Tomate, Antioquia. Las Farc desoyen durante meses la súplica de un secuestrado para ver a su hijo, un niño que va muriendo de cáncer. Tampoco puede ver el cadáver. Crueldad refinadísima que clama al cielo. En manos del Mandatario electo queda la decisión de recular y mantener sellado el dique de la barbarie, cuando sus iracundos copartidarios torean la guerra.
Bien merecido el Nobel de Paz que distinguió al Presidente Santos por haberla conjurado. Y aleccionador el sello final de su Gobierno: “La popularidad, dijo –esa caricia efímera para la vanidad- la sacrifiqué gustoso y la volvería a sacrificar a cambio de una sola de esas vidas salvada”. Gratitud por siempre, Presidente.
por Cristina de la Torre | Jul 24, 2018 | Derecha, Modelo Económico, Partidos, Uribismo, Política económica, Julio 2018
En la ficción de que por un lado va el técnico y por otro va el político, muchos celebran en el nuevo gabinete el predominio de especialistas experimentados supuestamente ajenos a la mano maloliente de los partidos. Pero tal vez se engañan. Por dos razones. Primero, porque ejecutar un programa de Gobierno es hacer política. Dar vida a la propuesta que triunfó en elecciones. Ejercer el poder. ¿O es que no hace política –de extrema derecha– un Carrasquilla que emplea la aséptica matemática para elevar a 16 salarios anuales la retribución de los altos funcionarios del Estado, mientras reduce de 14 a 13 las mesadas de los pensionados, pobres en su mayoría? Segunda razón: porque un gabinete integrado casi en exclusiva por emisarios del gran capital organizado en asociaciones gremiales emula la fórmula política del corporativismo fascista. En gobierno de tal naturaleza, no expresan los gremios objetivos generales de la sociedad sino intereses particulares que suplantan el fin del bien común propio del Estado democrático.
En Colombia, son intereses de vertiente común con el programa económico del entonces candidato uribista, ahora vertidos en propuesta del Consejo Gremial Nacional al Presidente Duque, denominada Reactivación Económica 2018–2022. Intereses encarnados, para rematar, en ministros que proceden de Fenalco, Andi, Asobancaria, Anif, Fenavi, Asomóvil, Asocolflores, Asograsas… Y todo ello signado por la elocuente aglomeración de empresarios en el proceso de empalme entre gobiernos. Tantas coincidencias sugieren preguntas incómodas: ¿cooptará el Gobierno de Duque a los gremios?; ¿estos lo suplantarán?, o bien ¿serán gremios y Gobierno una y misma cosa?
Acaso por la costumbre ancestral de prevalecer si émulos, el documento de marras respira la convicción de que el desarrollo del país solo depende de los empresarios; y, por lo tanto, del apoyo que el Estado les brinde para competir sin cortapisas, ojalá sin impuestos a los ricos o con muy pocos. Aspira el CGN a que el nuevo Gobierno acoja su grosera escalada de ventajismos como insumo para el Plan de Desarrollo. El Estado, dice el documento, debe “intervenir para garantizar la competencia, evitando interferir y obstaculizar el desarrollo de los negocios”.
Propone reducir impuestos a las empresas y compensar el faltante aumentando el número de contribuyentes, con todos los que reciban desde 2,5 salarios mínimos. Y suprimir los impuestos parafiscales. Pero nada dice de gravar dividendos, fuente sustanciosa de grandes fortunas que no pagan este impuesto. Mantener los contratos de seguridad jurídica, creados por Carrasquilla en el Gobierno de Uribe para favorecer sin pudor a grandes firmas. En simultánea, pide mantener la flexibilidad laboral y su tercerización, mecanismos que degradaron el ingreso de los trabajadores.
Sobre el campo, el discurso consagrado para mantener el estado de cosas y las iniciativas de modernización solo en favor de los poderosos: demanda reglas claras sobre extinción de dominio por inexplotación o por causas ambientales, pues teme que “dichos mecanismos se utilicen de forma arbitraria para alimentar el Fondo de Tierras […] en desmedro de la propiedad privada…”. También le parece que la rigidez comercial de la Unidad Agrícola Familiar le impide a la agroindustria desarrollar economías de escala. Pero nada dice del latifundio improductivo, ni de la ganadería extensiva.
Si esta propuesta parece puntualización del modelo económico que Duque ofreció como candidato, si una señal abrumadora de que podría compartirlo es la designación de un gabinete dominado por la impronta de los gremios económicos, ¿se estaría coqueteando con el corporativismo de derechas que quiso Laureano Gómez implantar en 1952?
por Cristina de la Torre | Jul 15, 2018 | Modelo Político, Modelo Económico, Partidos, Uribismo, Izquierda, Movimiento social, Política agraria, Política económica, Julio 2018
Taca burro la cofradía neoliberal. Su socorrida reducción de toda idea divergente a comunismo comeniños resulta contraevidente y no cumple sino función de propaganda. Con López Obrador en México y el sorpresivo despertar del centroizquierda en Colombia, la nueva izquierda de la región termina por depurarse, sin muchas reservas, en alternativa socialdemocrática. A distancia sideral de las dictaduras sanguinarias de Venezuela y Nicaragua. Y del modelo económico que el presidente electo, Iván Duque, ofreció en campaña por medio de su hoy ministro Carrasquilla, conspicuo ejecutor del modelo que ahonda las desigualdades, en el segundo país más desigual del continente.
El llamado de Duque a la unidad nacional por la prosperidad de todos parece contraerse a la sola prosperidad de los gremios económicos que recibirán nuevas gabelas sin contraprestación y la mitad de los ministerios en el gabinete ¿Será este el Gobierno de la plutocracia encabezado por un titular de Hacienda que considera el salario mínimo “ridículamente alto”? Modelo apolillado, cruel, que el mismísimo Banco Mundial acaba de cuestionar, mientras algún portavoz de nuestra élite abreva en la misma acequia: para escándalo de más de un gurú del Consenso de Washington, Miguel Gómez Martínez propone volver a los planes de desarrollo y a la planeación económica (Portafolio 4/7/18).
El discurso de AMLO respira aires de la Cepal de Prebisch y Frei y Carlos Lleras. Ni Stalin ni Castro ni Maduro. Anuncia el mexicano cambios profundos de beneficio prioritario a los más pobres pero dentro de la legalidad, respetando la propiedad privada y las libertades de asociación y empresa. Con disciplina financiera y fiscal (como lo hizo mientras fue alcalde de la capital). En busca de mayor igualdad, aumentarán la inversión del Estado en política social y su iniciativa empresarial para crear empleo. En Colombia, centro y petrismo convergieron en pacto reformista cuyo decálogo, de izquierda democrática, se firmó en mármol.
Tendrán ellos que huirle a la tentación populista, inflacionaria, de emitir dinero para financiar la política pública; volver al desarrollo y a la planeación concertada con el sector privado; y, en la lucha contra la pobreza, reemplazar subsidios por empleo. Reindustrializar; regular mercados; y redistribuir en serio, ajustando el salario mínimo y cobrando más impuestos a los que más tienen. El Banco Mundial se alinea ahora con el modelo de agricultura familiar, clama por devolverle al Estado sus funciones sociales y habla de política industrial.
No así Jorge Humberto Botero, vocero de los gremios y exministro de Comercio del uribato. En Semana en vivo declaró: “Yo nunca creí en las políticas industriales […] creo que el Gobierno hizo bien en [abandonarlas]”. Y agregó que él bajaría aranceles y expondría los sectores productivos a la lucha fría de la competencia internacional. En otra orilla, parece Miguel Gómez lamentar que, a instancias del neoliberalismo, desmontara César Gaviria muchos instrumentos de intervención del Estado en la economía, y clausurara la idea del modelo de desarrollo. Que, con la internacionalización de la economía, ya no se hablara de desarrollo sino de mercado.
Carrasquilla fue mentor estrella del modelo neoliberal. Viene de favorecer gratuitamente a los grandes capitales y de golpear los ingresos de las clases trabajadoras. De arrojar la economía al garete de los mercados, con graves consecuencias para las mayorías indefensas. No hay por ahora indicios de que el Gobierno en ciernes marque un rumbo distinto.
Con el desarme de las Farc y la galvanización del reformismo democrático como fuerza equiparable a su antípoda encallada en el pasado, podrá decirse que en Colombia el comunismo es un fantasma. Pero no lo es el engendro neoliberal.
por Cristina de la Torre | Jul 9, 2018 | Uribismo, Posconflicto, Impunidad, Proceso de paz, Julio 2018
En exabrupto que ofendió al país, la cúpula del Centro Democrático descalificó la velatón que decenas de miles de colombianos protagonizaron para exigir el fin de la matanza de líderes sociales: 311 en los dos últimos años, 10 en los cuatro primeros días de este julio. Tras largo silencio que algún gatillero pudo tener por venia, abrió aquel por fin su boca. Mas no para tender una mano de consuelo a las víctimas, ni para examinar cuántos muertos produce la violencia en el lenguaje, ni cuántos arrojaría la reanudación de la guerra –proyecto que ese partido edifica con esmero. El senador Uribe declaró, indignado, que “la paz de Santos incendió al país”.
Lo que viene pierna arriba es última edición de nuestras miserias: no bien se amplía aquí el espacio de la democracia, hoy gracias al desarme de las Farc, caen con sus fierros los guardianes de la empalizada que la aprisiona. Se trata ahora de extirpar el embrión de nuevos espacios de participación política que el Acuerdo de Paz abrió: programas de desarrollo con enfoque territorial, curules transitorias para las víctimas de esas zonas olvidadas (ya enterradas por la prematura mayoría de derechas en el Congreso). Todo ello apuntaría a desatar dinámicas de integración del territorio y de democracia en las localidades más apartadas. Dinámicas que los autores intelectuales de la matanza querrán frenar en el huevo.
Matar a un líder en zonas huérfanas de Estado es quitarle su articulador y vocero a la comunidad, apalear sus organizaciones, provocar nuevos ciclos de desplazamiento; reinstalar el miedo a la masacre, no ya colectiva, sino graneada. Muerto el líder, desaparece la acción colectiva por el cambio que aquel promovía. Entre los que disparan, parece especialmente envalentonado el renacido paramilitarismo, que lee jubiloso el resultado de las elecciones como derrota del proceso de paz. Y va por lo suyo. Por líderes de derechos humanos, de restitución de tierras, y por miembros de organizaciones de base social como la Acción Comunal. La mitad de los asesinados pertenecía e esas Juntas y muchos de ellos preparaban candidatura para las elecciones del año entrante. Veinte de las víctimas eran activistas de Colombia Humana; la de este domingo, profesor Darío Rincón, asesinado en Pitalito. Crímenes de abierta intención partidista que evocan la espantosa aniquilación de la UP.
Pero también otros acuden al festín: Clan del Golfo, ELN, disidencia de las Farc se disputan corredores del narcotráfico y se sacuden a bala a críticos de economías ilegales o depredadoras. Y el Gobierno de Santos ahí. Impertérrito. Presenciando indolente la ocupación de las viejas zonas de las Farc por toda la criminalidad armada, mientras el ministro Villegas reduce la tragedia a líos de faldas.
No hay aquí plan de exterminio ideado por una sola cabeza. Son fuerzas que matan porque interpretan el silencio del partido de sus afectos como autorización para disparar. El ejecutor no es el mismo, pero sí es sistemático el perfil de las víctimas: reclamantes de tierras, defensores de derechos humanos y de la paz, cuadros con aspiraciones políticas. Ya les habían embolatado las 17 curules a las víctimas de esos territorios. Ahora les quitan la vida para que no puedan participar en sus escenarios naturales de acción política. Y la senadora Guerra del CD grita anatema contra la protesta social en las calles.
Hace 32 años escribía María Teresa Uribe que habíamos construido en Colombia una cultura de la violencia y “una resistencia casi delirante a los cambios y las reformas, por tímidos que sean [Le tenemos] horror al cambio, a la democracia, a la participación popular, a la paz”. Ahora estas pulsiones se contraen al flanco armado de la caverna. Y Colombia le grita ¡ni un muerto más!
por Cristina de la Torre | Jul 2, 2018 | Iglesias, Posconflicto, Proceso de paz, Julio 2018
Si no fuera por la sangre derramada a causa, entre otras, de incitación a la guerra santa por Monseñor Builes, daría risa su canonización en marcha. Adalid del integrismo católico que se resolvió en persecución al liberalismo, al comunismo, al protestantismo, a la masonería, a la mujer, el misionero fundador de parroquias fue sobre todo desafiante animador de la Violencia que nos dejó 300.000 muertos. “Los obispos que no defenestran desde el púlpito la apostasía roja no son más que perros echados”, escribió. Y sí. Una legión de tonsurados tradujo su verbo incendiario en clarín de guerra contra toda aquella “bestia diabólica” que retaba la hegemonía –política y religiosa– de Cristo-Rey. Por su parte, cientos de curas encogidos bajo el estruendo de aquellas catilinarias se entregaban en voz baja al apostolado. Hoy recoge Monseñor Darío Monsalve este legado del Evangelio; pero en discrepancia con la jerarquía católica, que en la guerra sucesora de la Violencia se sumó al golpe asestado un 2 de octubre contra un tratado de paz.
Como ciudadano, le asiste a Builes el derecho de divulgar su pensamiento; mas no el de convertirlo en puñal para segar vidas, derecho primero de todos. De la libertad de cultos y de la libertad política no se sigue la de matar. Una secta satánica podrá escoger al diablo como dios, pero no sacrificar niños en su rito religioso.
Un recorrido por las pastorales del prelado mostrará su rápida asimilación entre metáfora de Biblia y conminación a la acción. A veces sutil, otras, brutal. Antes de cooptar la sentencia de san Ezequiel Moreno para quien el liberalismo es pecado, escribía Builes: “Si en las divinas Escrituras se os llama Señor de los ejércitos, contened las fuerzas del infierno […] burlad sus sacrílegos intentos, tronadles en vuestra ira, conturbadlos en vuestro furor […] quebrantadlos con vara de hierro y despedazadlos como artefacto de barro” (Pastoral 10, 9, 44). En lucha contra el protestantismo defendió la licitud de “repeler la fuerza con la fuerza”. Después, en arrebato contra el comunismo, inquirió si quienes “formamos los ejércitos de Cristo ¿no hemos de jurar la defensa de sus derechos, aun a costa de la sangre y de la vida?”. En manifiesto de los prelados al pueblo católico que Builes suscribió se leía: “Ni nosotros, ni nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes y pasivos”. Y fue Troya.
Si no todo pasado se parece al presente, hay soluciones de continuidad que dicen de fardos que sobreviven al tiempo. No hace dos años todavía, cientos de curas instaron desde el púlpito a votar contra la paz. Bien interpretaron el infundio de que ella comportaba una tal ideología de género enderezada a instaurar una dictadura comunista, atea y gay. Vociferó el pastor protestante Arrázola –vaya paradoja– contra el Acuerdo de La Habana, dizque por haberse pactado “con brujería… ¡fuera el enemigo! Decretamos juicio de Dios contra el comunismo”. Involución del castrochavismo a la Guerra Fría.
Todo, bajo la aséptica coartada de neutralidad ante el plebiscito que el Cardenal Rubén Salazar ordenó. Como si se pudiera permanecer impávidos, mudos, neutrales frente al hombre que amaga el paso, sin saberlo, hacia el precipicio. No contento el purpurado con su contribución al sabotaje de la reconciliación, descalificó al obispo Monsalve por apoyar la paz. Susana Correa, senadora del Centro Democrático, lo instó a cambiar la sotana por el camuflado de guerrillero. Reminiscencias de un pasado que se niega a desaparecer. Agua ha corrido bajo nuestros puentes, sí, pero volvemos a elegir civiles de paso marcial y charreteras. Ensotanados o no. Y, lo que faltaba, el Papa hace santo a un fanático que libra guerras en la era del computador con blasones del Medio Evo.