En exabrupto que ofendió al país, la cúpula del Centro Democrático descalificó la velatón que decenas de miles de colombianos protagonizaron para exigir el fin de la matanza de líderes sociales: 311 en los dos últimos años, 10 en los cuatro primeros días de este julio. Tras largo silencio que algún gatillero pudo tener por venia, abrió aquel por fin su boca. Mas no para tender una mano de consuelo a las víctimas, ni para examinar cuántos muertos produce la violencia en el lenguaje, ni cuántos arrojaría la reanudación de la guerra –proyecto que ese partido edifica con esmero. El senador Uribe declaró, indignado, que “la paz de Santos incendió al país”.
Lo que viene pierna arriba es última edición de nuestras miserias: no bien se amplía aquí el espacio de la democracia, hoy gracias al desarme de las Farc, caen con sus fierros los guardianes de la empalizada que la aprisiona. Se trata ahora de extirpar el embrión de nuevos espacios de participación política que el Acuerdo de Paz abrió: programas de desarrollo con enfoque territorial, curules transitorias para las víctimas de esas zonas olvidadas (ya enterradas por la prematura mayoría de derechas en el Congreso). Todo ello apuntaría a desatar dinámicas de integración del territorio y de democracia en las localidades más apartadas. Dinámicas que los autores intelectuales de la matanza querrán frenar en el huevo.
Matar a un líder en zonas huérfanas de Estado es quitarle su articulador y vocero a la comunidad, apalear sus organizaciones, provocar nuevos ciclos de desplazamiento; reinstalar el miedo a la masacre, no ya colectiva, sino graneada. Muerto el líder, desaparece la acción colectiva por el cambio que aquel promovía. Entre los que disparan, parece especialmente envalentonado el renacido paramilitarismo, que lee jubiloso el resultado de las elecciones como derrota del proceso de paz. Y va por lo suyo. Por líderes de derechos humanos, de restitución de tierras, y por miembros de organizaciones de base social como la Acción Comunal. La mitad de los asesinados pertenecía e esas Juntas y muchos de ellos preparaban candidatura para las elecciones del año entrante. Veinte de las víctimas eran activistas de Colombia Humana; la de este domingo, profesor Darío Rincón, asesinado en Pitalito. Crímenes de abierta intención partidista que evocan la espantosa aniquilación de la UP.
Pero también otros acuden al festín: Clan del Golfo, ELN, disidencia de las Farc se disputan corredores del narcotráfico y se sacuden a bala a críticos de economías ilegales o depredadoras. Y el Gobierno de Santos ahí. Impertérrito. Presenciando indolente la ocupación de las viejas zonas de las Farc por toda la criminalidad armada, mientras el ministro Villegas reduce la tragedia a líos de faldas.
No hay aquí plan de exterminio ideado por una sola cabeza. Son fuerzas que matan porque interpretan el silencio del partido de sus afectos como autorización para disparar. El ejecutor no es el mismo, pero sí es sistemático el perfil de las víctimas: reclamantes de tierras, defensores de derechos humanos y de la paz, cuadros con aspiraciones políticas. Ya les habían embolatado las 17 curules a las víctimas de esos territorios. Ahora les quitan la vida para que no puedan participar en sus escenarios naturales de acción política. Y la senadora Guerra del CD grita anatema contra la protesta social en las calles.
Hace 32 años escribía María Teresa Uribe que habíamos construido en Colombia una cultura de la violencia y “una resistencia casi delirante a los cambios y las reformas, por tímidos que sean [Le tenemos] horror al cambio, a la democracia, a la participación popular, a la paz”. Ahora estas pulsiones se contraen al flanco armado de la caverna. Y Colombia le grita ¡ni un muerto más!