Hay alborozo porque llega al fin la justicia, aunque atenuado el jolgorio por el miedo que se apoderó de esta Colombia sometida a crueldades no vistas en guerras pasadas. Así parece reaccionar el país al llamado a juicio del expresidente Uribe, salvo el círculo cada vez más encogido de sus amigos. El patriota bajado del cielo para redimir a su pueblo mutó a referente de fuerzas siniestras, de mano y corazón de piedra. No dejarán de supurar en la memoria nacional los 6.402 falsos positivos, hazaña que no lograron los dictadores del Cono Sur. Ni el homenaje que el político rindió al convicto general Rito Alejo del Río, después que la Procuraduría avalara petición de condena contra él como autor mediato del asesinato de Mario López a manos de paramilitares que jugaron fútbol con su cabeza. Muestra tenebrosa del recorrido de este hombre, hoy acusado de fraude procesal y soborno a testigos que lo vinculan a la creación de un grupo paramilitar.
Retoma la Fiscalía el expediente pletórico de pruebas de la Corte Suprema. Mas, genio y figura, se declara el procesado perseguido político, víctima de que quieran “abrirle las puertas de la cárcel sin pruebas”. Y, en uso de su proverbial habilidad manipuladora del electorado, agitará esa bandera en campaña para 2026. Pese a que el gran protagonista de la política se ha convertido en sombra del héroe, abatido bajo el fardo de sus excesos, que el país conoce ya y deplora.
Iván Cepeda, víctima en este proceso, se congratula de que nadie esté por encima de la justicia; pero invita a un acuerdo nacional construido sobre la verdad, no sobre el castigo, la venganza o la vendeta judicial. En gesto de grandeza, tiende su mano al acusado para sellar acuerdo de paz y reconciliación. Pero éste declara que no se allanará a trato igual con delincuentes, “como lo hicieron con las Farc, y lo justifiquen con la ficción de perdonar a quienes no hemos delinquido”.
Acomodando los principios a su interés personal en cada circunstancia, nadie diría que hace sólo mes y medio propuso Uribe amnistía para recuperar derechos políticos de condenados. Y su Ley de Justicia y Paz de 2005, más que perseguir la paz, parecía una oferta de perdón, olvido e impunidad a violadores de derechos humanos. El proyecto quiso calificar como delito político la actividad paramilitar. Y la Corte Suprema determinó que sedición sólo hay en fuerzas que se oponen al Estado, no en aquellas que trabajan de consuno con él, como sucede con el paramilitarismo. Las Convivir, verbigracia, fueron organización paramilitar financiada y armada por el Estado. Pero Uribe insistió por años en su tesis: guerrillas y paramilitares podían ser beneficiarios del delito político de sedición. En tal moral acomodaticia, no sorprenden sus escrúpulos de hoy.
Este Gobierno avalaría ahora una ley de perdón judicial como instrumento de reconciliación: el proyecto anula condenas judiciales, archiva investigaciones en marcha, restablece los derechos políticos al afectado, y entrega a la persona del presidente la monárquica prerrogativa de concederlo. Recurso aplicado repetidas veces en nuestra historia, hoy entra en juego, no obstante, el derecho de las víctimas y se excluyen los delitos comunes y de lesa humanidad. En lugar de entregar poderes desbordados al príncipe, debería gestionarse en serio la ley que le falta a la paz para abordar negociación con subversivos y sometimiento con delincuentes comunes.
No se sabe si el expresidente Uribe resultaría absuelto o condenado. En todo caso, repugna crear leyes con nombre propio. Para una justicia restaurativa, ahí está la JEP con su proceso integral de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición.