Bolsonaro pinta como aleación de Leonidas Trujillo –depurado ejemplar del déspota latinoamericano– y el no menos siniestro Pinochet, con sus aires prestados de Chicago-boy. El más opcionado candidato a la presidencia del Brasil reencarnaría al dictador que hace 54 años se impuso allá por la fuerza y completaría la figura con el traje neoliberal que el chileno entronizó. Modelo que Brasil había cooptado a medias. El exmilitar adoptaría ahora en su plenitud el ultraliberalismo económico que acompañó a la dictadura de Pinochet. No en vano se declara Bolsonaro ferviente admirador del autócrata chileno. Y Sebastián Piñera, a su turno, del candidato brasilero. En Chile se montó el régimen de fuerza para pulverizar un experimento socialista. En Brasil, para agrietar el Estado promotor del desarrollo que campeaba bajo el ala de una industrialización autóctona y reforma agraria en ciernes.
Pero tampoco esta vez sobreviviría el modelo de mercado a ultranza que Bolsonaro anuncia sin descargar puño de hierro contra la democracia; contra negros, obreros, mujeres, comunistas y homosexuales. A la altura de los sátrapas que lo antecedieron, lamenta Bolsonaro que la dictadura del 64 se limitara a torturar y no pasara a matar. Trujillo, El Supremo, homenajeó un día a presos políticos con opíparo asado tasajeado del cadáver, tibio todavía, de otro opositor caído en desgracia. Y el chileno hizo matar por tortura de largos días y noches al cantautor Víctor Jara; el golpe de gracia, machacar y cercenar las manos del guitarrista excelso.
En previsión del dispositivo político adecuado a su fórmula de poder, convocará el brasileño una “comisión de notables” que redacte la constitución del caso, con instrumentos para disolver el parlamento y las cortes cuando resulte necesario. Promete tortura y pena de muerte para delincuentes, libre porte de armas y la formación de grupos paramilitares. Habrá esta vez en el Congreso un grande contingente de militares y exmilitares. Y el gabinete de Gobierno tendría ahora más uniformados que los hubo en tiempos de la dictadura. Cientos de planteles de educación pública serán militarizados. Y los partidos alertados sobre toda tentación libertaria y de protesta.
Añoso andamiaje de los regímenes de fuerza, cuyo solo anuncio provocó un primer estallido de júbilo en la bolsa de Nueva York, será garantía de crecimiento concentrado en los grandes capitales, sin redistribución. Apertura económica, privatización de empresas y servicios del Estado, rejo a las clases trabajadoras bajo el eufemismo de flexibilización laboral, privilegio para los fondos privados de pensiones, reducción de impuestos a los ricos, amputación del Estado en favor del monopolio de la riqueza.
Brasil conocerá, pues, el modelo neoliberal en bruto y empeloto. Tal como se aplicó en Chile. Recuerda Martín Espinoza que el propio Milton Friedman, su inspirador, acuñó la especie del “milagro chileno” con crédito a Pinochet. Su sueño, retornar al capitalismo puro, despojando al Estado de toda capacidad regulatoria y sin barreras arancelarias al comercio internacional, aun en países que hacían sus primeras armas en industria. Para lograrlo, se impusieron políticas de shock que sólo podían aplicarse mediante una constitución diseñada para proteger el modelo, del movimiento social.
Se dirá que por acogerse a elecciones democráticas no podrá inscribirse a este hombre en la camada de los chafarotes. Discutible. También Hitler y Mussolini llegaron al poder mediante elecciones. Y se erigieron en dictadores. Hoy abundan golpes de Estado que en vez de tanques y bombardeos acuden a la democracia formal. Todo indica que Bolsonaro va en pos del atávico matrimonio entre fascismo y neoliberalismo. ¿Quedará capacidad de reacción en América Latina? ¿Qué esperar del México de López Obrador?