Gobierno-oposición, más democracia

Guerra civil en el siglo XIX, violencia liberal-conservadora, guerrilla comunista: fantasmas del pasado que moldearon la idea de oposición como amenaza contra la patria y la civilización cristiana occidental. Versión heroica sobre los demonios que la jerarquía católica y la ultraderecha ayudaron a crear, cuando arrojaban la oposición al ostracismo. Tal percepción campeó aun cuando la oposición pudo ser corolario civilizado del gobierno en períodos democráticos, y no lo fue. Experiencia al canto, la ciega beligerancia –desleal, obstruccionista– que el Centro Democrático desplegó desde su orilla contra el mandatario que alcanzaba la paz, mientras ignoraba aquel partido el reclamo de la sociedad por cinco mil “falsos positivos” habidos en su Gobierno. Claro que la oposición puede abusar de las prerrogativas que la democracia le brinda. Mas no impunemente. Parte sustancial de la variopinta votación de Petro sufragó por hastío con la intemperancia de la oposición uribista, con el irrespeto de su jefe a las instituciones, con el protagonismo del sicario de los 300 muertos como ululante opositor del CD, sin que ese partido dijera mu.

Con el viraje político registrado en estas elecciones, la depuración ideológica de las propuestas en liza y la entronización del estatuto de oposición este 20 de julio, un nuevo capítulo se abre en la política colombiana. Y no apenas por las garantías que aquella normativa ofrece a la oposición, sino porque el  presidente electo, Iván Duque, trazó la pauta medular antes de asumir en propiedad. Le ordenó a su mayoría en el Congreso bloquear la reglamentación de la JEP, pieza angular de la paz. Su jefe, el senador Uribe, escaló la avanzada mediante instrucciones a Paloma Valencia para lograr sus objetivos cantados:  prisión para los jefes de la Farc antes de hacer política, y crear dos instancias independientes de la justicia transicional encargadas de procesar a uniformados y a particulares responsables de delitos en el conflicto. En suma, crear las condiciones necesarias para volver a la guerra. Amenaza, esa sí, capaz de unificar la oposición de nueve millones de colombianos que se jugaron en las urnas por la paz y a los muchos que votaron por Duque creyéndolo inofensivo componedor del Acuerdo con las Farc.

Manes del binomio gobierno-oposición, dos caras de la democracia, que da tantas garantías al Gobierno para ventilar sus ideas y convertirlas en políticas, como a la oposición para defender las suyas, controlar al poder y erigirse en alternativa de cambio. Cobran aquí vigencia renovada los postulados de Virgilio Barco, genuino liberal, en vísperas de asumir la Presidencia: No le basta a la democracia con el voto, escribe; es de suyo también la existencia de un gobierno con una oposición que lo fiscaliza, serena, civilizadamente. “En una democracia, los derrotados en elecciones pierden el derecho a administrar el país; pero no el de expresar a través de sus voceros su inconformidad […]. Más que a los críticos le temo la ausencia de fiscalización. [Para mi Gobierno] pido una constante vigilancia política desde las Cámaras, desde los medios de comunicación y desde todos los foros donde se expresan libremente los colombianos”. (La oposición política, Patricia Pinzón de Lewin).

El tic frentenacionalista de la unidad idílica entre todos para salvar la patria es antidemocrático. Democracia no es falso consenso que disuelve el pluralismo en uniformidad, en ficción de concordia. Democracia es disenso, conflicto tramitado por la vía de las instituciones. Lo que no impide compartir ideales y proyectos que trascienden quereres particulares. Como el ideal de la paz y las reformas que le dan figura corporal.

Coda. ¡Divina la selección Colombia! Va para ella una lagrimita de emoción…

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Oposición libertaria y reformista

La pluralidad de fuerzas que, coligadas, arañaron el poder este domingo con 8 millones de votos augura una oposición tan vigorosa como abominable podrá ser un tercer mandato de Álvaro Uribe. Libertaria, reformista, pacifista, antípoda de la caverna que lo abriga, no le faltará a la oposición energía para hacerse respetar. Pero su eficacia dependerá de la disposición a converger en tareas comunes, ya en el Congreso; ya en las urnas; ya en las calles, arena primigenia de la democracia. Dependerá de su lealtad a la democracia liberal y a su corolario contemporáneo, el Estado social. Se fincará en la defensa de las libertades individuales y políticas cuando el DAS –órgano de seguridad del Estado– resurja como policía política del “presidente eterno” compartida con criminales para perseguir a las Cortes que lo juzgan, a la prensa libre y a sus contradictores. Dependerá, en fin, del ardor con que defienda al Estado que vuelve a respirar, tras décadas de asfixia bajo la tenaza neoliberal.

En campaña de ideas, esa sí política, menearon el centro-izquierda y la derecha concepciones divergentes del Estado y su relación con la economía y la sociedad. Dibujó cada uno la matriz de economía política que sustenta su propuesta de país. La reacción, Estado mínimo al servicio de latifundistas y banqueros. La Colombia contestataria que se despabila, Estado promotor del desarrollo y protector de los derechos sociales con recurso al impuesto progresivo sobre el ingreso.

Eje del capitalismo democrático que prevaleció en Europa y Estados Unidos entre 1930 y 1980 (en Colombia como intento malogrado del reformismo liberal), el Estado social busca redistribuir el ingreso en función del bien común, prestar servicios públicos y garantizar los derechos ciudadanos: derecho a educación, a pensión, a salud (ahora convertida en negocio de mercaderes). Derechos de la mujer, de la población LGBTI, de las comunidades étnicas. Derecho de propiedad, violado aquí mediante despojo masivo de tierras por el narcoparamilitarismo y su brazo político seguidor del uribismo. Una nueva oleada de expropiaciones a campesinos se avecina con el relanzamiento de las tenebrosas Convivir.

Correligionario del neoconservadurismo que hace agua por haber esquilmado a los más en provecho de los menos, Duque representa el anverso del Estado social que grava comparativamente más a los pudientes, para financiar la política social de beneficio común. El nuevo presidente rompe el cordón umbilical que une al Estado contemporáneo con el impuesto progresivo, siempre defenestrado por las élites colombianas. Y ahonda las desigualdades: multiplica beneficios a los acaparadores de la riqueza, en un país donde el 1% de los más ricos concentra el 20% de los ingresos.

Como si apoyo les faltara para llenar alforjas: con su ley, contra la ley o a bala, como es ya historia patria en Colombia. En el campo, donde el feudalismo de zurriago y sus ejércitos de matones guerrea sin pausa por preservar las tierras usurpadas y sus privilegios de casta. Duque los exime del impuesto predial y archivará la actualización del catastro. Y al empresariado todo, baluarte de su campaña, le concederá decenas de billones en exenciones tributarias.

No consiste la redistribución moderna en expropiar a los ricos para enriquecer a los pobres. Consiste en desarrollar la función social del Estado  por referencia a un principio decoroso de igualdad. Y esto, que en otras latitudes es pan comido, a la oposición le plantea un reto colosal: entre las reformas por la paz, hacer de nuestro Estado social de derecho una realidad. Empresa descomunal, pero proporcional a la revolución operada el domingo: 46% del electorado gritó “no más” al grosero pavoneo de estas castas sin patria y con prontuario.

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¿Volverá la horrible noche?

Si regresara Uribe a la silla de Bolívar en la persona de Duque, no necesitaría convocar constituyente. Para reeditar, ahondado, su modelo de gobierno autoritario y violento, le bastará con ejecutar la sustancia inocultable de las reformas que su pupilo barniza: suprimir la independencia de los poderes públicos, revivir la guerra y abrir nuevas puertas al abuso del poder. A ello conducen, por un lado, la disolución de las Cortes y su integración en una sola, sacada del cubilete del Presidente; y el achatamiento del Congreso a cien miembros, para lo cual tendría primero que revocarlo. De otro lado, los anunciados “ajustes” al acuerdo de paz apuntan a destruirlo; de donde no podrá resultar sino el regreso de la guerrillerada a las armas y el sabotaje a la reforma rural. Audacias que el mórbido Duque acometería, rodeado como estará por las fuerzas vivas de la patria: el clientelismo en pleno, los gremios económicos, el latifundismo, el cuerpo de notables sub judice o prófugos de la justicia, la parentela de la parapolítica, iglesias adictas a la teocracia, verdugos de la diversidad sexual y el popeyismo.

Al nuevo tribunal supremo erigido sobre el cadáver de las cortes que investigan al expresidente y familia, podrá el Primer Mandatario, es decir Uribe, enviar magistrados de su círculo personal. La reforma le entrega al presidente el nombramiento del fiscal, al Gobierno la estructuración de la investigación criminal, y a la Policía, funciones judiciales. En modo viejo DAS, anuncia Duque la creación de un aparato de control político envolvente sobre la población: Un sofisticado sistema de denuncias y seguimiento, con monitoreo electrónico que lo coloca por encima de la Stasi en la Alemania Oriental, de la KGB, de los Comités de Defensa de la Revolución Cubana y sus vástagos del madurismo.

Providencial, esta reforma de las Cortes borraría de un plumazo las 280 indagaciones que se le siguen al senador Uribe, más de una de carácter penal. Como la recién reabierta por presunta responsabilidad por omisión del entonces gobernador de Antioquia en las masacres perpetradas por paramilitares y Fuerza Pública en La granja y El Aro en los 90. Y en relación con el asesinato del líder de Derechos Humanos en ese departamento, Jesús María Valle, tras suplicar sin éxito al mandatario seccional protección para la población de esas localidades. Según Semana, la Corte Suprema investiga la formación del grupo paramilitar autor de tales masacres, “que habría usado como base de operaciones la hacienda Guacharacas de propiedad de la familia Uribe Vélez”. El senador pidió celeridad en la investigación.

Por otra parte, Duque le pone dinamita al Acuerdo de Paz. ¿O es que impedir el debut de los desmovilizados en política para arrojarlos a la cárcel no redunda de inmediato en el regreso de 10.000 guerrilleros hacia la disidencia de las Farc o hacia las bacrim? ¿No es eso reactivar la guerra? ¿No es revictimizar a las víctimas que se quedarán, así, sin verdad, sin reparación y blanco de una nueva guerra? De una guerra donde son los campesinos los que ponen los muertos de todos los ejércitos, pues nunca van los hijos del poder al frente de batalla.

He aquí los hilos de la constituyente uribista que Duque lanzaría, no tanto por blandura como por convicción. Chavismo puro y duro. Como lo prueban sus debates de ocho años en el Congreso. Ni Duque es “el James de la política” –despropósito de su jefe de campaña–, ni es Uribe el Cid Campeador de todos los colombianos en todos los tiempos. Media Colombia acaba de apartarse en las urnas de quien encarna, más bien, al procaz perdonavidas, seductor de  reprimidos por las hipocresías eclesiales: las religiosas y las políticas. Se ha rebelado ya contra la horrible noche que se le ofrece.

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Entre derecha y centro-izquierda

La excluyente confrontación que muchos temíamos entre extremismos que podían abrevar en un mismo modelo chavista ya no tendrá lugar. En vez de polarización hubo pluralidad en primera vuelta, pues no fueron dos sino tres los competidores con opción de triunfo. Y dos de ellos, petrismo y fajardismo, son voto libre insubordinado contra los partidos que se hunden en su propio fango. Esta inflexión histórica del 27 de mayo, la depuración del discurso de Petro como opción democrática y la negociación de coaliciones propia del sistema a dos vueltas redefinieron los términos de la disyuntiva electoral: no será ahora entre derecha e izquierda sino entre derecha y centro-izquierda, con nítida definición ideológica para dos modelos de sociedad. A la manera de las democracias maduras. El dilema no será –como querrá presentarlo la reacción– entre capitalismo postmoderno y comunismo totalitario. Será entre una aleación de feudalismo y neoliberalismo, de un lado, y socialdemocracia, del otro.

Así lo indica la índole de las coaliciones que se fraguan. En torno a Duque, el uribismo con su temible corriente filoparamilitar, reforzado con el aparato en pleno de la politiquería que exhala miasmas. En torno a Petro, cinco millones de inconformes acompañados de una mayoría de verdes y polistas, la mitad de sufragantes de Fajardo y De la Calle, los movimientos que acompañan a Clara López y un  contingente indeterminado de votantes libres. El voto en blanco servirá al retorno de Uribe, alternativa de ultraderecha que procede por golpe de mano. Lo sabemos. Podrá aquel sufragio obrar como cace simbólico de una tercería, pero con riesgo de esfumarse a la vuelta de la esquina. Como la Ola Verde.

Mejor perspectiva es la de coalición, por su probada eficacia como fórmula de convergencia para gobernar, ejercer oposición o proyectarse en estrategia de largo aliento. Pero una cosa es adhesión gratuita, sin condiciones, sin honor, como la obsequiada a Duque por todos los partidos tradicionales. Otra, la que negocia con Petro puntos irrenunciables de un programa común, formal y hecho público: la de los Verdes, la de Clara López. El acuerdo suscribe un programa de capitalismo social común a todo el centro-izquierda, Petro incluido. Y registra precisiones sagradas: respeto a las instituciones y a la propiedad privada; renuncia a la convocatoria de una constituyente, con cierre del Congreso; respeto a la regla fiscal, nombramiento de servidores públicos por méritos y apoyo a la consulta anticorrupción, entre otros. Horizonte decisivo cuando la disputa entre modelos de país se traducirá en políticas opuestas sobre el desarrollo de los acuerdos de paz; sobre la construcción de otra Colombia, o bien, el empeño en mantenerla en la injusticia, y la violencia.

Ejemplo aleccionador de pacto sobre programa mínimo entre fuerzas diversas que preservan, no obstante, su identidad política, sus estructuras y decisiones, es el del Frente Amplio de Uruguay. De su proyección histórica hablan los 50 años de existencia y los 20 que lleva en el poder. Un conjunto variopinto de fuerzas políticas acordó actuar al unísono en defensa del Estado de derecho, la democracia, la paz y la justicia social. El balance queda a la vista.

Con 51% de los votos, ¿no estarían las fuerzas del centro-izquierda preparadas para un desafío semejante? O, de entrada, para acordar coalición electoral por Petro? Si faltara quien le impusiera sindéresis al temperamento de Petro, ahí está la vicepresidenta, Ángela María Robledo, mujer admirable probada en peores batallas. De momento, resuenan las palabras de Antonio Navarro: “He luchado toda mi vida contra el clientelismo y la política tradicional. Toda ella está hoy con Duque. No me rindo, ni paso votando en blanco”.

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De vuelta a las ideologías

Por vez primera en mucho tiempo empiezan las ideas a tomarse el debate político. Insultos y mentiras navegan con menos remos cada vez en los ríos de tinta que registran propuestas de gobierno nacidas de ideologías diferenciadas: de izquierda, de derecha, de centro. Contra toda lógica, en el país más conservador del continente, el 11 de marzo privilegiaron los colombianos el eje derecha-izquierda. Con el desarme de las Farc desapareció, por un lado, la camisa de fuerza que trituraba a la izquierda y al movimiento social; por el otro, se le esfumó a la derecha el pretexto que le permitía prevalecer sin escrúpulos legales o humanitarios. Quedó en paños menores, el cobre a la vista, obligada a cantar las miserias que yacían bajo su épica de Patria y Dios.

En la inopia programática de la política tradicional; en la inmoralidad y sordidez de sus mentores; en las aflicciones que una guerra infame le dejó a la población inerme, busca la sociedad mejores aires. Aires de ideas claras, sin dobleces. O casi. Más que anarquía, dos fenómenos sugiere el incesante ir y venir de la opinión y de prosélitos de una tolda a otra. Uno, el conocido carrerón de  políticos variopintos en busca del sol que más alumbre. Otro, inesperado,  hijo a un tiempo del hastío con el estado de cosas y de la esperanza en superarlo, el despertar de anhelos políticos que hibernaban en el miedo y la impotencia. El destape. ¿Qué sería, si no, la multitud que colmó la Plaza de Bolívar en el cierre de campaña del petrismo? Todo ello parece converger en la búsqueda, aun en ciernes, de un nuevo escenario de partidos. En un proceso que nos mueva de la prehistoria a la convivencia civilizada entre organizaciones políticas.

Escenario prometedor pero incierto, si el país persiste en la violencia como medio natural de hacer política. O si se deja arrastrar de nuevo hacia el abuso de poder del demagogo de turno que pasa por caudillo, sea de izquierda o de derecha. Con más veras cuando gobierno y oposición quedarán ahora representados por ideologías y modelos encontrados, la confrontación de ideas, savia de la democracia, se vería arrollada por la enfermedad letal que convierte al adversario en enemigo. A no ser que Estado y sociedad, abocados al posconflicto, concierten la defensa del pluralismo y de la vida. Del derecho a discrepar en materias de reconciliación, modelo económico o moral privada.

Sus razones tendrá Fernando Londoño, ideólogo del uribismo, al evocar  imágenes terroríficas de anticomunismo de Guerra Fría contra la naciente revolución cubana para proyectarlas, indistintamente, sobre Ortega,  Maduro,  Lula, Correa de Ecuador… y Petro. Todos dentro del mismo saco. Pero Petro responde al descontento popular con una propuesta socialdemocrática. Y, sin embargo, tendría que aclarar si va a convocar una constituyente de bolsillo, a la manera de Maduro y Uribe. Si su pareja invocación de López Pumarejo, Gaitán, Galán y Álvaro Gómez no le pinta un lunar fascista a su proyecto progresista. Grave ambigüedad.

Duque propone, por su lado, intervenir la moral sexual y las libertades privadas. Aquí salta al olfato la inspiración oscurantista medieval. Como respira neoconservadurismo su opción por los ricos, a quienes dará nuevas ventajas tributarias dizque para que creen empleo. Mas, se ha demostrado empíricamente que lo uno no va con lo otro. Que desde Reagan y Thatcher, doctrineros a quienes Duque sigue, amplios sectores de la clase media se han pauperizado en Europa y Estados Unidos. Del Tercer Mundo, ni hablar. Lo extraordinario es que tanto Duque como Petro puedan defender sus posturas y azuzar cada uno desde su orilla la lucha de clases, sin que a nadie se le ocurra disparar contra ellos. Es grande motivo de esperanza.

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Duque anacrónico

Será joven, pero de ideas caducas. Iván Duque no sólo suscribe el neoconservadurismo que en tiempos de Thatcher-Reagan fue moda y hace estragos todavía, sino, peor aún, el modelo agrario más retardatario y violento que su partido defiende sin escrúpulos. Pero, a más de anacrónico, es temible: dúctil cera en manos del jefe que se prepara para una tercera Presidencia, de venganzas ejemplarizantes y apetitos de guerra; capaz de compartir la complacencia de algún orate por un asesinado. Y, como reafirmándose en el credo del mercado sin controles que aprendió en el BID, se alinea Duque con el capitalismo montaraz que ahora Vargas Llosa hace pasar por democracia liberal. Indiferente al fraude del escritor que por conveniencia asimila comunismo con socialdemocracia (el modelo que logró pleno empleo y niveles irrepetibles de prosperidad en Europa y EE.UU.) Cuando todos conocen el abismo que separa al totalitarismo estalinista del laborismo inglés. El mismo que mediaría entre el castromadurismo y el capitalismo social de un Petro que, también por conveniencia política, se nos oculta aquí: para ganar por pánico las elecciones.

En tersa prosa castellana que emula la del peruano, con la misma vehemencia del converso que salta de una fe a la opuesta, anuncia Plinio Mendoza su voto por Iván Duque, quien “traza una ruta que hoy debe seguir Colombia para no continuar viviendo en los humedales del Tercer Mundo”. Mas, todo indica que Duque convertiría los humedales en pantano. En trazado clásico de neoliberalismo, este concibe el crecimiento sólo para los ricos; ya podrían los pobres con el tiempo recoger las migajas de aquel banquete. Nada de democracia económica, de repartir algo conforme se crece. En impuestos, se muestra el candidato vergonzosamente regresivo: siendo en Colombia los menores del mundo, se los baja, aún más, a los acaudalados. Como le parecen “confiscatorias” las tarifas del predial en el campo –un mísero 2,3 por mil– bloqueará la actualización del catastro y eximirá del gravamen por diez años a los terratenientes.

Blanco principal de su loca ofensiva contra la paz será la Reforma Rural. La hundirá, para preservar el poder ancestral del latifundio, extendido a tierras usurpadas a dos manos con el paramilitarismo. Perdonará a dudosos compradores de buena fe en predios robados a campesinos. Para otro lado miró no ha mucho, cuando urabeños asesinaron a ocho policías que protegían a funcionarios en acto de devolución de un predio en El Tomate. Tampoco ha musitado palabra contra el asesinato de 280 líderes cívicos y de restitución de tierras en 18 meses. ¿Se precia Duque de liberal, de juvenil esperanza de la patria?

No lo es. Por convicción y por ser “el que es”, extraído del cubilete del Divino para que cumpla desde Palacio sus designios. El primero, restaurar el huevito de la confianza inversionista, en cuya virtud eximió Uribe de impuestos a empresas seleccionadas a dedo; lo que en su época le sustrajo al fisco $8,5 billones al año. Suscribió con otras contratos de estabilidad jurídica a 20 años. A compañías de zonas francas les redujo el impuesto de 33% a 15%. Ricos, paras y amigos recibieron $1,4 billones de AIS, destinados en principio a los campesinos. La llamada flexibilización laboral menoscabó la estabilidad y el ingreso de los trabajadores.

Iván Duque condensa en estado casi puro un proyecto de potente tacada reaccionaria. Si gana, impondrá el peso muerto, ominoso del pasado que las fuerzas más oscuras querrán contraponer a los anhelos de cambio cuando el país daba pasos ciertos hacia la paz. La edad no dice nada: el estadounidense Bernie Sanders, a sus 80, encarna la frescura de la juventud; Iván Duque, a sus 40, da palos de ciego voluntario en las tinieblas de la caverna.

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