El ataque de Íngrid a las maquinarias respira el aire de la antipolítica que rodeó a los constituyentes de 1991. A la crisis de los partidos que amalgamados por el Frente Nacional habían perdido relevancia, respondieron ellos con la receta que el ultraliberalismo en boga proponía para la política: golpear a los partidos, máquinas de clientelismo y corrupción, y erigir en su lugar al ciudadano ilustrado, sin ataduras, dueño por fin de su destino. Danzaba la idea de suplantar la democracia representativa por la “participativa”. De trocar la expresión organizada de la sociedad, aun con sus vicios y defectos, por un agregado mecánico de individuos dispersos que terminarían arrastrados por la democracia plebiscitaria, inorgánica, manipulativa, al servicio de un caudillo. Como sucedió con Álvaro Uribe, olímpico beneficiario de la democracia directa ideada para mejores fines.

Las democracias que sucedieron a las dictaduras del Cono Sur recogieron su discurso contra el Congreso, contra a clase política, contra la partidocracia, contra a política misma. Presentarse ahora como outsider antipolítico fue expediente de jugosos réditos electorales. No demoró Uribe en confesar que en un modelo de “fortaleza partidista” habría fracasado su carrera política (Del Escritorio de Uribe, 2002). Álvaro Gómez anhelaba que los partidos “sucumbieran a su propia atomización personalista”. Rudolf Hommes, animador del Consenso de Washington y flamante líder de la nueva élite de tecnopolíticos en el gobierno de Gaviria, se congratulaba de que la nueva Carta  hubiera debilitado a los partidos “porque tenían demasiado poder”. A él se sumó la beligerante Íngrid, que debutaba en política dispuesta a “reventar las maquinarias” para salvar la patria.

Treinta años después, insistirá en asimilar maquinaria, aparato de partido, a corrupción.  Embistió a la ya debilitada  coalición de Centro. Y repitió el golpe que en 2018 le asestara César Gaviria a Humberto de la Calle, estadista que descuella solitario entre la descorazonadora medianía de la turbamulta que se siente ya presidente. Queda en vilo su curul, gracias al acomodaticio rigor de una dirigente capaz de encarar a sus secuestradores en nombre de las víctimas pero reducida al subsuelo de la politiquería al imponer a su sobrina como cabeza de lista.

Sabe ella que los partidos son maquinaria, aparato organizado para disputarse el poder del Estado como vehículo de intereses de la sociedad. Que sin ellos no hay democracia. Que no siempre son corruptos, o no en toda la línea. Como no lo son todas las bancadas del Congreso. La solución no está en extirpar los partidos sino en activar los dispositivos políticos necesarios para devolverles entidad histórica y preservar su estatuto ético. Ni en alarde de profilaxis clausurar el Congreso, como lo hicieron los constituyentes de 91. No se protegen la democracia y la moral pública destruyendo sus instituciones.

Pero de la necesidad de preservar los partidos no se siguen alianzas sin condiciones ni principios ni programa compartido suscrito formalmente. Más cuando proliferan políticos en busca de otras toldas, desprendidos de partidos deshonrados por muchos de sus miembros entregados al pillaje del erario y al crimen. Tocan los Luis Pérez a las puertas de Petro y éste los recibe sin preguntar, sin objetar. Tocan los Varón a las puertas de Alejandro Gaviria y éste, que dice rechazar el continuismo, no pregunta, nada objeta. En ambos casos, ni puntadas para tejer una alianza sobre ideas y programas. Politiquería.

Ni la antipolítica que permeó el espíritu del 91 ni el fundamentalismo han podido sepultar a los partidos. Mas, parece llegada la hora de responder al llamado más dramático de la sociedad en muchos años. Si no por convicción, por instinto de supervivencia. Antes de que las propias urnas los descontinúen.

Comparte esta información:
Share
Share