por Cristina de la Torre | Feb 21, 2023 | Constitución de Colombia, Reforma política, Protesta social, Estado Social, Reformas liberales, Corrupción Electoral, Capitalismo, Democracia Participativa, Democracia Directa, Fraude Electoral, Libre Mercado, Partidos, Movimiento social, Corrupción, Clientelismo, Modelo Económico en Colombia, Febrero 2023
Paradoja: nuestra Constitución más democrática en todo un ciclo de historia, la del 91, contribuyó a la decadencia de los canales por antonomasia de expresión ciudadana, los partidos políticos. Su ruidosa ausencia ahora en movilizaciones a favor y en contra del cambio resulta, entre otros factores, del radicalismo liberal que permeó esa Carta y de algunas de sus disposiciones. A fuer de lucha contra el clientelismo, minaron ellos los cimientos de los partidos y repotenciaron el presidencialismo plebiscitario. Para Pedro Medellín, los eventos de marras acusan anemia política. Sí. Crisis de los partidos (cuya consideración retomamos hoy), cuando iniciativas de la sociedad convocan más que las colectividades políticas de Gobierno y de oposición. Mientras el presidente que encarna el poder unitario del Estado interpela a “su” pueblo contra los adversarios, éstos corean rabia sin norte, golpean a periodistas y condensan en símbolo macabro la brutalidad que Uribe desplegó en este país: la destrucción de la paloma de la paz por caballero y dama marchantes en contingente de gente de bien.
Si los vacíos de legitimidad y de representación en los partidos se gestan en el Frente Nacional, con el auge de la democracia refrendaria hacen crisis. Su efecto protuberante, la atomización. En 2002 hubo 68 partidos y 82 esperaban personería. Más colectividades políticas que curules en el Senado. Para la última elección presidencial, la oferta inicial de candidatos alcanzó decenas.
Los constituyentes del 91 habían elevado el clientelismo a causa suprema de los avatares de la patria y propusieron, para liquidarlo, la democracia participativa. Regresaron al individualismo liberal y a la libertad de mercado anteriores al Estado Social que corrigió en el siglo XX los excesos del capitalismo, abrevadero de revoluciones. Trocando democracia representativa por democracia directa, se deslumbró esta Carta en la idea moralizante de transitar de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista. Ciudadano de democracia anglosajona en país de turbamultas hambreadas, donde el clientelismo, si precario y proclive a la corrupción, cumplía dos funciones medulares: redistribuir bienes y servicios donde el Estado fallaba, y obrar como canal de ascenso social y político para nuevas élites nacidas en la base de la sociedad.
El racionalismo individualista de la nueva Carta cifrado en la rentabilidad del negocio privado, no en la rentabilidad social de políticas de equidad; el pragmatismo que se tradujo en extrema liberalidad de la norma para crear partidos y conceder avales, indujeron la fragmentación de los partidos, pauperizaron su ideología y dieron paso al clientelismo que ahora pesca votos en el mercado electoral. Abundaron predicadores contra los partidos: Álvaro Gómez soñó con su autodestrucción y Rudolf Hommes aplaudió su debilitamiento a instancias de la Carta del 91, pues “tenían exceso de poder”. Desde entonces se transita peligrosamente de un Estado de partidos a una sociedad sin partidos, edén de caudillos.
Mientras el entonces presidente Gaviria proclamaba su democracia participativa, Humberto de la Calle, mentor de la Carta que ampliaba como nunca antes los derechos ciudadanos y entronizaba la tutela, reconocería después que la Constituyente no le había cerrado el paso a la diáspora de listas, aquella enfermedad que descuartizaba los partidos.
La reforma política es vital. Contra el tosco personalismo que campea, la lista cerrada promete cohesionar al partido, si es fruto de debate interno para escoger en democracia programas y candidatos. Y si se ataca la corrupción electoral con financiación pública de las campañas. La lista abierta, se sabe, es menos amiga del everfit que del harapo.
por Cristina de la Torre | Feb 8, 2022 | Democracia Representativa, Democracia Participativa, Democracia Plebiscitaria, Democracia Directa, Corrupción, Clientelismo, Febrero 2022
El ataque de Íngrid a las maquinarias respira el aire de la antipolítica que rodeó a los constituyentes de 1991. A la crisis de los partidos que amalgamados por el Frente Nacional habían perdido relevancia, respondieron ellos con la receta que el ultraliberalismo en boga proponía para la política: golpear a los partidos, máquinas de clientelismo y corrupción, y erigir en su lugar al ciudadano ilustrado, sin ataduras, dueño por fin de su destino. Danzaba la idea de suplantar la democracia representativa por la “participativa”. De trocar la expresión organizada de la sociedad, aun con sus vicios y defectos, por un agregado mecánico de individuos dispersos que terminarían arrastrados por la democracia plebiscitaria, inorgánica, manipulativa, al servicio de un caudillo. Como sucedió con Álvaro Uribe, olímpico beneficiario de la democracia directa ideada para mejores fines.
Las democracias que sucedieron a las dictaduras del Cono Sur recogieron su discurso contra el Congreso, contra a clase política, contra la partidocracia, contra a política misma. Presentarse ahora como outsider antipolítico fue expediente de jugosos réditos electorales. No demoró Uribe en confesar que en un modelo de “fortaleza partidista” habría fracasado su carrera política (Del Escritorio de Uribe, 2002). Álvaro Gómez anhelaba que los partidos “sucumbieran a su propia atomización personalista”. Rudolf Hommes, animador del Consenso de Washington y flamante líder de la nueva élite de tecnopolíticos en el gobierno de Gaviria, se congratulaba de que la nueva Carta hubiera debilitado a los partidos “porque tenían demasiado poder”. A él se sumó la beligerante Íngrid, que debutaba en política dispuesta a “reventar las maquinarias” para salvar la patria.
Treinta años después, insistirá en asimilar maquinaria, aparato de partido, a corrupción. Embistió a la ya debilitada coalición de Centro. Y repitió el golpe que en 2018 le asestara César Gaviria a Humberto de la Calle, estadista que descuella solitario entre la descorazonadora medianía de la turbamulta que se siente ya presidente. Queda en vilo su curul, gracias al acomodaticio rigor de una dirigente capaz de encarar a sus secuestradores en nombre de las víctimas pero reducida al subsuelo de la politiquería al imponer a su sobrina como cabeza de lista.
Sabe ella que los partidos son maquinaria, aparato organizado para disputarse el poder del Estado como vehículo de intereses de la sociedad. Que sin ellos no hay democracia. Que no siempre son corruptos, o no en toda la línea. Como no lo son todas las bancadas del Congreso. La solución no está en extirpar los partidos sino en activar los dispositivos políticos necesarios para devolverles entidad histórica y preservar su estatuto ético. Ni en alarde de profilaxis clausurar el Congreso, como lo hicieron los constituyentes de 91. No se protegen la democracia y la moral pública destruyendo sus instituciones.
Pero de la necesidad de preservar los partidos no se siguen alianzas sin condiciones ni principios ni programa compartido suscrito formalmente. Más cuando proliferan políticos en busca de otras toldas, desprendidos de partidos deshonrados por muchos de sus miembros entregados al pillaje del erario y al crimen. Tocan los Luis Pérez a las puertas de Petro y éste los recibe sin preguntar, sin objetar. Tocan los Varón a las puertas de Alejandro Gaviria y éste, que dice rechazar el continuismo, no pregunta, nada objeta. En ambos casos, ni puntadas para tejer una alianza sobre ideas y programas. Politiquería.
Ni la antipolítica que permeó el espíritu del 91 ni el fundamentalismo han podido sepultar a los partidos. Mas, parece llegada la hora de responder al llamado más dramático de la sociedad en muchos años. Si no por convicción, por instinto de supervivencia. Antes de que las propias urnas los descontinúen.