Sí, los 15 feminicidios que debutaron con el año, a razón de uno diario, no aparecen por casualidad. Se gestaron en los millones de violencias cotidianas contra las mujeres que, escalando desde la descalificación sutil hasta la violación y la paliza, pueden llegar al asesinato. Producto del machismo que la tradición impone y oprime de refilón a muchos hombres, la agresión reafirma su virilidad como avasallamiento brutal de la mujer. En esta pandemia se triplicó. Citan Las Igualadas el concepto de un señor que no pocos comparten: “tanta violencia contra las mujeres en la cuarentena es porque joden mucho y por eso les cascan”. Hablan, golpean y matan desde el privilegio que textos sagrados y culturas naturalizan para que la diferencia de sexos lo sea también de poder por los siglos de los siglos, amén: la mujer será distinta, pero será también inferior al varón. Tenida por débil, subordinada, intuitiva, emocional, negada para la vida pública, se contrajo su espacio a la vida doméstica y, sus funciones, a parir y cuidar a los demás. Para insultar a un niño se le dice nena; para insultar al adulto, marica. En ambos casos el fin es humillar, reduciéndolo a “mujer”.

Autoconstruido en la historia como depositario de la fuerza, la inteligencia, la audacia, la razón, la libertad y la hombría; a salvo de emociones (menos la de la ira que cultiva desde niño), se le asignaron a éste deberes que desafían todos los días su capacidad para dar la talla: ha de ser proveedor del hogar,  protector de la mujer (su propiedad), reproductor sometido a la prueba cotidiana de su “virilidad”. El macho alfa, el valiente, ha de calibrar su potencia en la guerra, en la cama, en todos los escenarios de la vida diaria. Mas con el riesgo recíproco de su propia integridad. Y con sufrimiento. En cotas infinitamente menores que el padecido por las mujeres, es verdad, pero encarnar el estereotipo violento que el patriarcado impone también produce escozor.

Bien porque sentirse enfermo les sugiera peligrosa vecindad a la femenil debilidad o porque el sistema los supone supermanes, no reciben ellos cuidado médico o protección social suficientes. La población carcelaria es desproporcionadamente masculina acaso porque los hombres se sienten obligados a batirse siempre a puños o a puñal. Y son los que van a la guerra (que ellos mismos inventaron). Miles de ellos deben responder por una paternidad  impuesta por mujeres que se hacen embarazar para retener al compañero. O les raptan para siempre sus hijos. Violencias invisibilizadas por el prurito de que “los hombres no lloran”.

Pero cada vez más hombres rompen el molde, la jerarquía moral y de poder que les vino en suerte sobre la mujer. Las Nuevas Masculinidades, movimiento de rebelión contra la masculinidad convencional que hace crisis, busca “desaprender” los roles de hombre y mujer inoculados por el patriarcado milenario y aventurarse en formas distintas de ser varón: sin violentar a los demás. Que cada hombre exprese su género como quiera. Dándose licencia en ternuras, en empatía, en reconocer sus miedos, en expresar emociones libremente, en ejercer de padre sin aplastar al niño, en tratar de igual a igual a la compañera o compañero.

El modelo de macho alfa chilla en  sociedades plurales, diversas y de individuos libres. Las de hoy. Si a las mujeres las educan desde niñas como adultas (madres), las nuevas masculinidades están educando a los hombres para la adultez. Si la liberación femenina es triunfo de la igualdad en derechos que no han de ser privilegio de género, la liberación masculina vendrá de trocar el privilegio en derecho de ciudadanía, común a todos. Grandes esperanzas de cambio se abren si a los movimientos feminista y LGBTI se suma el de Nuevas Masculinidades. Una revolución.

 

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