Entre bufón y demonio con mazo, con cachos y con cola, el más retratado entre los bárbaros rugientes que asaltaron el Capitolio de Washington para destripar una elección democrática encarna las taras de la sociedad norteamericana. Que las tiene. Como el odio ancestral a quien ose pisar el altar del varón-blanco-protestante elegido de Dios (de la Fortuna) para gozar de gloria en el más allá, si goza de prosperidad en el más acá. Odio al negro, al judío, al musulmán, al comunista, al homosexual, a la mujer, al inmigrante latino. Violencia moral y política que hiberna en rescoldos de su historia y revienta como violencia física al llamado de cada crisis. Como ésta de la democracia, que es primero crisis económica. Creada por un puñado de predestinados que en las últimas décadas transgredió toda medida y control en su amasar y amasar de capital sobre las carencias crecientes de clases medias y trabajadoras que lo tuvieron todo y ahora ocupan rangos inferiores de la desigualdad.
Ejemplar refinado del abuso, el propio Trump. Enriquecido en el delito y en la explotación de sus trabajadores, se ofrece el orate sin embargo como vehículo de catarsis para los ahora mal pagados por la industria pesada, que declina; no como contención a las fuentes de este caudal de ira, resentimiento y frustración. Y ahora, al salvajismo del modelo económico le llega su correlato natural de primates invadiendo el hemiciclo de la democracia. Democracia que será política, mas no económica.
Y es que tras el fenómeno Trump hierve el enfrentamiento de dos economías: una economía industrial venida a menos y otra postindustrial. Explica el profesor Mark Blyth que el partido republicano es mayoría en los estados del centro, en la “coalición del carbono”, donde predominan el modelo extractivo y el trumpismo. Bastión de los demócratas son las grandes ciudades de las costas que favorecen una economía “postcarbono”. La del oeste alberga las tecnologías más desarrolladas y, la del este, los emporios de finanzas y servicios. La pérdida de empleo industrial obedecería en ese país, no sólo a la sustitución de mano de obra por capital, sino al declive de la industria en favor de los servicios. Si ambos pagan mal a sus operarios, en la industria tradicional el enganche de negros e hispanos que se venden por una bicoca ayuda a desplomar los salarios de todos, los de blancos comprendidos.
Entonces éstos atacarán a los negros con la misma rabia homicida de tiempos idos que dieron la libertad a los esclavos pero les negaron la igualdad. Los grupos supremacistas, neonazis incluidos, que se reducían al Ku Klux Klan, hoy suman 940. Casi todos portan armas, quieren disparar y enarbolan la bandera confederada. La de los estados del Sur defensores de su riqueza, los esclavos, cuando en 1860 estalló la guerra civil contra el Note. También entonces la discordia fue entre modelos económicos: entre el tipo esclavista de libre cambio, exportador y con mano de obra esclava; y el industrial que se afirmaba protegido por aranceles y con trabajo “libre” sobreordeñado, que hoy se reedita. Humillados en súbita estrechez, igualados a los advenedizos, millones de inconformes sueñan con una segunda guerra civil que derribe el sistema y edifique la soñada “nación racialmente pura”. Lo mismo los moverá el racismo que el bolsillo.
No pudo consumarse el golpe de Estado de Trump. Pero se puso el huevo de una segunda guerra civil, avivada por el viejo racismo, discreto cuando se come bien, desembozado hasta el crimen cuando encubre iras más hondas: las provocadas por la extorsión inhumana del nuevo capitalismo. Iras que pintan para largo, con Trump o sin él, si Biden y su partido no remueven los cimientos de esa sociedad.
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