A medio camino va la hazaña de La Habana. Hito de nuestra historia en un siglo, sí; saludado con lágrimas de felicidad, el fin de la guerra será flor de un día si no se empieza ya a forjar un país distinto del que dio lugar a la contienda. Y se manchará si no entienden las Farc que con su renuncia a las armas ganaron el derecho político de disputarse el poder, mas no todavía el derecho moral de pedir su voto a los millones de colombianos que repudian los crímenes de esa guerrilla y le exigen pedir perdón. Legítimo reclamo que no inhibió, sin embargo, un estallido de júbilo en el país, a la firma del cese el fuego definitivo. Era el cierre de un conflicto que cobraba casi 300.000 muertos y 100.000 desaparecidos.

Sueño convertido en realidad, la guerrilla más recalcitrante del hemisferio se comprometía ante el mundo a deponer las armas. Tras perseguir durante medio siglo el derrocamiento del Estado burgués, se allanaba ahora a las instituciones de la democracia liberal: a la decisión de la Corte Constitucional sobre refrendación de los acuerdos; a la exclusividad de la Hacienda Pública sobre los impuestos, es decir, renuncia a la extorsión; al monopolio de la fuerza en cabeza del Estado, al deponer ellas las armas. El pacto suscrito es proporcional a la fuerza de las partes: ni pudo la insurgencia imponer su revolución por decreto; ni el Estado, humillar con rendición a una guerrilla apaleada pero no derrotada. Exánime quedó la paz de la derecha extrema, perversamente magnificada como cárcel sin apelación y negación de la política para quienes ofrecían con lealtad las armas. Su calculado desenlace, la guerra perpetua. Modelo único entre todas las experiencias de negociación de paz en el orbe.

Ahora bien, construir la paz será desafío formidable para todos. Porque implica no sólo disponer los espíritus a la reconciliación y entronizar una genuina democracia, sino producir cambios sustanciales en la economía y en la sociedad. Ya los acuerdos de La Habana prometen, verbigracia, una reforma rural que nuestras élites, las más reaccionarias del continente, han represado a plomo durante un siglo. Anticipando el posconflicto, el renacido movimiento campesino reclama de nuevo reforma agraria integral, cambio de modelo económico en el campo y protección del Estado sobre la producción nacional. Hay también quienes puntualizan propuestas de reindustrialización y un viraje en el paradigma de apertura que la frustró en el huevo. En salud, proliferan alternativas a la ley 100 que convirtió en negocio la salud, y este Gobierno acolita.

Mientras se presiente el espectáculo de confrontación de ideas, sin fusiles, bien para reconstruir el país, bien para defender la sociedad del privilegio, Rafael Pardo, Ministro del Posconflicto, anuncia cambios sin precedentes en el campo. Para empezar, proyectos de estabilización socioeconómica inmediata, justicia y seguridad en los 100 municipios más afectados por la guerra. A diez años vista, se maduran contratos-plan con enfoque territorial en todos los departamentos, con énfasis en reconstrucción del tejido social. Enhorabuena.

Aquel hervidero de ideas, acicateado por el advenimiento de la paz, augura un nuevo amanecer. Al abrigo del siempre nuevo principio democrático. “He sido un implacable adversario de las Farc –dijo en su discurso de La Habana el presidente Santos– Pero defenderé con igual determinación su derecho a expresarse […] por las vías legales, así nunca estemos de acuerdo”. Elocuente invitación a la recíproca de las Farc, no bien sanen ellas las heridas de sus víctimas. Y a la extrema derecha, cuando esta emplace de viva voz a quienes disparan en nombre de su corriente política.

Comparte esta información:
Share
Share