En la encerrona, arrojó al piso la bandera blanca de símbolo impreso contra el porte de armas y elevó en señal de entrega los brazos al cielo; pero, desde su rubicunda estatura de dos metros, le disparó el policía a quemarropa. La muerte del adolescente negro Michael Brown en Ferguson, localidad del centro de Estados Unidos, rubrica la tercera ola de violencia racial, que viene enquistada desde sus orígenes en la primera democracia del mundo. Páginas y páginas de diarios principales registran con alarma el renovado ensañamiento de la fuerza pública en la población negra. Su arremetida contra manifestantes, con armas de ejército de ocupación suministradas ahora por el Pentágono, aún en los municipios más pequeños, donde se controlan manifestaciones cívicas con tanques de guerra. Y el sorpresivo reavivamiento del debate político alrededor del secular problema racial, en un país que eligió presidente negro pero no acaba de extinguir en amplios sectores sociales la llama de la segregación racial.

Los estallidos de protesta evocan las jornadas callejeras de los años 60 por los derechos civiles y la igualdad de los negros ante la ley, cuando el movimiento alcanzó su cima trágica con los asesinatos del presidente Kennedy y el líder negro Matin Luther King, abanderados de aquellos cambios. King venía de encabezar la marcha de 200.000 afroamericanos sobre Washington, de pronunciar su sueño de igualdad y dignidad para los de su raza. Las marchas de hoy recuerdan, por contera, los días aciagos del Ku Klux Klan, años 20, cuando la eliminación de negros era práctica aceptada de blancos quemalibros en cruzada bíblica potenciada como política. El genuino segregacionista echa raíces en el populismo agrarista de aquel período, que se envalentonó contra los banqueros y, de paso, contra los negros. En los años 60 resurgió como pulsión ultraconservadora por mantener a la brava la hegemonía del  estereotipo blanco-protestante. Y hoy se viste de Tea Party, aleación de conservadurismo premoderno, racismo y fundamentalismo religioso trasladado al ejercicio del poder.

Tal conmoción ha provocado la muerte de Brown, que ya políticos, jueces y académicos infieren el destape de una crisis del sistema penal que hasta algunos republicanos califican de inhumano, inmoral y discriminatorio, cargado contra el afroamericano. Crisis también de una sociedad donde aumenta la desigualdad a pasos de gigante, en particular por lo que toca al negro. En Ferguson, la población blanca no llega a la tercera parte, pero ella monopoliza el poder: el alcalde es blanco, blancos son cinco de los seis concejales y, de los 53 policías, sólo tres son negros. En el país, el blanco tiene seis veces más recursos económicos que el negro. La población de color es l 12% pero en las cárceles alcanza el 40%.

Los acontecimientos en curso dicen de la saga, viva aun, de segregación racial, inequidad y abuso de la ley que se disputa honores en la  historia de este país. Para Joseph Epstein, cada nueva víctima parece encadenar una nueva ola antirracista que hace 60 años presidió Luther King, hasta derribar un cuerpo de leyes inmorales que reducían a los negros a la inferioridad y la humillación. Pero no ha surgido aun quien reemplace a los líderes de aquella gesta, prevalidos como estaban de la razón moral. Tal vez deban conquistar también la razón política por el camino de la resistencia pasiva con la que Gandhi libertó a la India y les señaló el camino Luther King a sus hermanos de raza: para que puedan un día completar la tarea de la libertad. Rotas las cadenas de la esclavitud, a vencer el apartheid racial. Y toda la impedimenta reaccionaria que le da nuevo sustento, por mano de Bush y Sara Palin.

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