No sufrió nuestro país las dictaduras sanguinarias que menudearon en Suramérica; y, sin embargo, es el único de la región donde la izquierda no conquista el poder o lo determina con agendas que los gobiernos deben cooptar. También es Colombia todavía la meca del neoliberalismo, cuando casi todo el vecindario recogió esas velas y escogió otros caminos. Papel protagónico jugaron en este viraje las izquierdas. Templadas en los horrores de la dictadura y desafiadas por el modelo de Reagan y Thatcher, con el retorno a la democracia se adaptaron ellas a realidades inéditas, matizaron sus banderas y saltaron de la revolución a la reforma. Salvo en Venezuela, donde el despotismo asoma su fea cabeza. Y la izquierda colombiana, si dogmática y caudillista, puja no obstante por vencer el doble cerco que la asfixia.
Por un lado, el de guerrillas que, creyéndose vanguardia excelsa de la revolución, desconceptuaron en su prepotencia a la izquierda legal; o quisieron asimilársela, con resultados nulos o irrisorios que la derecha magnificó o se inventó. Tendió así el otro cerco, de eficacia imponderable en un país conservatizado hasta la insania por demagogos expertos en manipular por el miedo. Miedo a los rojos, anacronismo de Guerra Fría. A todo sindicalista o campesino inconforme o ciudadano pensante o gay o militante de algún socialismo la caverna le ha tenido por guerrillero vestido de civil. Si no concurre a las misas del procurador, si no responde a los 72 parlamentarios reelegidos por el partido de Mancuso, sospeche usted. Y proceda como la patria manda para conjurar al Enemigo Malo.
Según Benjamín Arditi (Barditi@unam.mx) el giro a la izquierda en el subcontinente se comprueba en resultados electorales de esta fuerza, en su poder de iniciativa y en su capacidad para redefinir el núcleo de la ideología y la política. Ha pasado de la insurrección de los años 60 a las elecciones y a los frentes amplios que desbordan el solo componente popular. La nueva izquierda es la vieja izquierda que desfetichiza la economía de mercado, la lucha de clases, el imperialismo. En su lugar, habla de reconfiguración de bloques en el mundo; de órganos supranacionales cuyas decisiones aceptan los Estados.
Apunta Arditi que cuando el Consenso de Washington se ofreció como modelo económico del conservadurismo, ya casi toda la izquierda parlamentaria aceptaba la necesidad de ajustar la política social a la estabilidad monetaria. Pero el posterior ablandamiento del arquetipo inicial obedeció a la avalancha de protestas en las calles y en las urnas contra las privatizaciones y la brutalidad de las políticas de choque. A poco, el repliegue intelectual y político de la ortodoxia neoliberal creó el espacio propicio al resurgimiento de la izquierda. Fuerza menos ligada hoy al marxismo, menos hostil a la propiedad privada y al mercado, conserva no obstante al Estado como instancia decisiva de regulación y redistribución. Tras el ocaso del neoliberalismo, triunfó como alternativa en torno a la igualdad, la redistribución y la inclusión, sin abolir el capitalismo ni la ciudadanía liberal. Divisas que la derecha ha debido acatar.
Mientras la izquierda latinoamericana ocupa el centro de la política, la nuestra no consigue zanjar sus dilemas existenciales ni integrarse al movimiento popular. Pero sabe que el fin del conflicto romperá la tenaza de las extremas que la ahogan. Que podrá entonces aplicarse a la edificación de un país nuevo. Como lo hicieron sus parientas del vecindario, no bien se desplomó el militarismo de los generales que se hicieron a tiros con el poder; y el de los comandantes guerrilleros, desbordados hace ya tres décadas por el periclitar generalizado de la lucha armada.