Mucho se habla de restituirles sus parcelas a los desplazados. Pero no todos ellos fueron expulsados por el usurpador. Si la mitad huyó de la violencia, la otra mitad huyó del hambre. Es la tendencia histórica de migración campesina, que ha crecido conforme aumenta la población en un país donde el 84% de la tierra terminó acaparado por el 0.4% de la gente. Antes de este gobierno, la tercera parte de los campesinos andaba en la indigencia. Hoy los indigentes del campo llegan al 81%. Restituir será, pues, parte del remedio. La solución de fondo, una reforma agraria que el latifundismo lleva un siglo boicoteando y sepultará para siempre ahora, cuando liba a sus anchas las mieles del poder. Pero sin catastro, sin conocer la propiedad y el uso de la tierra, difícil pensar en reforma agraria. ¿Cómo afectar la tenencia de la tierra y su uso; cómo restituir, redistribuir o titular tierras si no se sabe cuáles son, si producen o no y cuánto; ni se sabe a ciencia cierta quién es su dueño, o si se hizo al fundo mediante papeles falsos, testaferro o por la fuerza?
Falta un inventario del recurso tierra que avalúe a derechas todos los bienes inmuebles y calcule sobre esa base el impuesto predial. Primer paso para inducir una reforma agraria sería elevar el predial de las tierras ociosas y aliviar el de aquellas bien explotadas. Pero el despelote del catastro alarma. La mitad de los predios disfruta de avalúo que se les practicó hace años, en veces hasta 20. Salvo momentos de excepción, la presión terrateniente para esquivar el predial y mantener la conveniente desinformación sobre tierras ha reducido el catastro al ridículo. Siendo de 16 por mil la tasa nominal del predial, éste sólo se liquida al 4 por mil en promedio. El avalúo es liliputiense, y el precio comercial, astronómico. Tantas veces apegada a la tierra como bien que da prestigio aunque no produzca, o como medio para lavar dinero, no comprende nuestra clase dirigente que los planes de desarrollo de los municipios y su financiamiento dependen mayormente del predial. Un buen catastro, señala Ernesto Parra Lleras, primera autoridad en la materia, desincentiva tierras ociosas que no pagan impuestos, pues catastro no hay, esperando que el Estado las compre caras o las valorice con carreteras, trenes y centrales eléctricas.
Con mayor o menor fidelidad según el talante político de los gobiernos, Colombia repite el patrón de presión terrateniente sobre el catastro. Sucedió con la primera ley expedida en 1821, cuando el sabotaje vino de elites agrarias que así perpetuaban el régimen colonial. Sucedió a mediados del siglo XX, cuando las mismas elites se levantaron en guerra contra la reforma agraria de López Pumarejo y el impuesto sobre predios rurales que ya debían responder a la función social de la propiedad. Sucedió en 1973, cuando el mismo estamento “señorial” enterró el segundo intento de reforma agraria y aumento del avalúo catastral, tras 8 años de modernización del catastro. Introdujo en su lugar el impuesto sobre la renta presuntiva (imposible de calcular), malogró el sistema de avalúo de predios rurales pues les perdonó la valorización por desarrollo industrial, turismo y urbanización, y difirió en 5 años el reajuste del avalúo. Sucede desde los años 80, cuando el mismo estamento trabó amistad con narcotraficantes que reclamaban preeminencia a sangre y fuego, y avaló el despojo. La usurpación masiva de tierras es la etapa final de una historia vergonzosa que clamaría al cielo, si no fuera porque el nuevo emblema de la nación reza “Dios, Patria y Motosierra”.