Mujer de paz, mujer valiente

¡Tremenda fuerza moral la de nuestras mujeres! Si bien paramilitares, guerrilleros y hombres de la Fuerza Pública convirtieron sus cuerpos en territorio de guerra, se dieron ellas a reconstruir la vida en comunidad, con el horror planeando todavía sobre sus cabezas. Mucho antes de que asomara el posconflicto. En cientos de localidades devastadas por el terror se replica la hazaña de Montes de María, donde son las mujeres quienes restauran lazos de vecindad, idean medios de trabajo, llenan como pueden el vacío del Estado y dan afecto para paliar el dolor. Saben que la brutalidad sexual que se descargó sobre ellas para humillar, de paso, al enemigo, es extensión natural de la costumbre. De maneras de pensar, de sentir y de actuar que, pese a la ley, autorizan la violencia contra la mujer en el hogar; en la calle; en el trabajo; en la inspección de Policía, donde uniforme y arma repotencian el machismo congénito de los agentes. Si avanza a tropezones la lucha de las mujeres en estos escenarios, más complejo es el desafío allí donde ellas reconstruyen el tejido social. Y abrumador será, con el renacer del paramilitarismo de motosierra al cinto como alternativa político-militar de la extrema derecha contra los acuerdos de La Habana. ¿Qué espera el Gobierno para neutralizar esta amenaza sangrienta?

Hilo conductor de nuestra guerra fue el ataque a la población civil. Y en él, como se ha visto, la violencia sexual centrada en la mujer, como prolongación patológica del sexismo que desemboca a menudo en feminicidio y cuya cota rodea los 1.200 casos al año. Cultura y sociedad, de raíz católica, y que la obra de García Márquez traduce fielmente, legitiman la agresión contra la mujer. Cuando no la alientan, desde la orilla del patriarcalismo bíblico, donde no faltan mujeres. Como la parlamentaria Rendón al aplaudir exultante la paliza que un primate del fútbol le propinara a su compañera de ocasión: “si le cascó, por algo será”, sentenció la miserable. Orilla nefanda desde donde se incita lo mismo a la violencia contra  la mujer anónima que contra la aprisionada entre los bandos en guerra.

Sostiene el Centro de Memoria Histórica en su obra (de consulta obligada), Basta ya, que la violencia sexual contra las mujeres se practicó en el conflicto armado como estrategia de guerra. Entre otros fines, para atacar a las mujeres por su condición de liderazgo. Por ser “voceras de reclamos colectivos, o por desempeñar papel central en la reproducción de la vida social y cultural de una comunidad”. Mediante el ataque violento y el asesinato de mujeres “se mancha también su cuerpo como territorio, y el territorio se desacraliza”. La Corte Constitucional calificó esta práctica como alarmante: 90% de tales ataques se perpetró contra mujeres desprotegidas de las autoridades, y sin castigo de la justicia.

El mismo principio sicológico, el mismo abandono, obran en los casos “apolíticos”. En Soacha se presenta siete veces a la impasible comisaría de familia una mujer cada vez más alarmada porque su compañero quiere matarla. No hubo octava vez. Fue el entierro. Tras 25 años de golpizas, a María Clara Rivas la mató el marido. Un juez consideró después que ella, “con su intolerancia”, no había hecho lo suficiente para salvar el matrimonio.

En acto emocionante de convocatoria a Un millón de mujeres de paz dijo  Ángela María Robledo: el primer territorio por recuperar es el cuerpo de la mujer, porque éste ha sido territorio de guerra. De guerra en el hogar, se diría, y de guerra donde la insania del conflicto se ensañó en ella. Lo pacífico no quita lo valiente; al contrario, más temple exige hacer la paz que hacer la guerra.

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