Reforma ya en la Policía

El abuso de poder para prostituir alféreces es apenas la punta del iceberg en la degradación de la Policía, otro de cuyos expedientes deshonrosos la vincula con el narcotráfico. Pero la corrupción es, a su turno, sólo uno de los componentes que postran a esa institución en su peor crisis. Como la ausencia de toda vigilancia externa e independiente; y el abandono de su originaria condición civil para derivar en cuerpo armado de corte militar, a la manera del Ejército. Al punto que desprotegió la Policía al ciudadano, para darse a la guerra. Y transformó la solidaridad de cuerpo en encubrimiento generalizado de irregularidades, delitos y hasta asesinatos. Como el presumible de la cadete Lina Zapata en la Escuela General Santander, porque “sabía demasiado” sobre la Comunidad del Anillo, organización que el propio general Palomino habría tolerado. Para no mencionar el enriquecimiento ilícito del que se le sindica también.

Como si no bastara con la deshonra que mandos suyos le han infligido a la institución, la inminencia del posconflicto empieza a desnudar rivalidades entre el Ejército y la Policía. Si volviera ésta por sus fueros de cuna –seguridad ciudadana y lucha contra el crimen–; y si aquel se contrajera a los suyos –defensa del Estado y de las fronteras– pronto veríamos restablecerse la deseable división de funciones entre fuerzas que se había perdido. De las Bacrim, organización criminal del narcotráfico que opera en 491 municipios, se encargaría la Policía. Por el ELN, único remanente de insurgencia si no se allanara a la paz; y por una improbable guerra con Venezuela respondería el Ejército: poca cosa para tanto presupuesto y tantos hombres. He aquí una consecuencia del replanteamiento en doctrina y organización que la crisis y el posconflicto le demandan a la Policía Nacional.

Hoy cobra vigencia renovada  estudio de la Comisión para la reestructuración de la Policía, creada en 1993, y cuyas directrices reconstruye su coautor Álvaro Camacho (Violencia y conflicto en Colombia, Obra selecta, Univ. del Valle y de Los Andes). La comisión propende a devolverle a la Policía su carácter civil; a desprenderla de las Fuerzas Militares y del ministerio de Defensa; a eximirla de la lucha contrainsurgente y concentrarla en seguridad ciudadana; a despojarla del perfil militar que la incita a violar los derechos humanos y la aleja de la ciudadanía, en un país donde la permanente alteración del orden público convirtió a la Policía en agente de represión política.

Para Camacho, en la ambigüedad entre defensa del Estado y seguridad ciudadana terminó ésta avasallada por la guerra contrainsurgente, en la que proliferaron alianzas de policías con paramilitares que oficiaban como contraparte de la guerrilla. Resultó así la Policía involucrada en el conflicto armado, más allá de su función como agente del orden público. El Plan Colombia fundió en uno el ataque al narcotráfico y a la guerrilla: las Farc condensaron ambos objetivos.

Pero ahora, desaparecido el grupo armado, deberá la Policía sacudirse cometidos que la desnaturalizan. Además, si la paz ha de ser territorial, que se pliegue a la autoridad civil en las localidades, como lo ordena la Constitución. Y que se someta, como toda institución en una democracia, a control y vigilancia civil y ciudadana. El solo control interno, liviano y de yo con yo, ha probado su perversidad: casi siempre terminó por alimentar complicidades non-sanctas. Llegue pronto el día en que la ominosa Comunidad del Anillo y la noticia recurrente de policías sorprendidos en tráfico de cocaína sean vergüenzas del pasado. El día  en que la protección del ciudadano prevalezca sobre la guerra. Colombia lo reclama.

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¿Paz sin partidos?

Absurdo imaginar que un demócrata como el padre Francisco de Roux quisiera favorecer la causa uribista. Pero su propuesta de marginar a los partidos políticos del poder local en el posconflicto, entregando los recursos de la paz a etnias, líderes, universidades y empresarios podrá ser un salto al vacío que sólo sirva al autoritarismo. Como al autoritarismo sirvió la ficción de democracia directa que la Carta del 91 introdujo, y cuyo único beneficiario fue Álvaro Uribe, en sus ocho años de caudillismo, corrupción, violencia, persecución a las Cortes y al disidente político. Llegado al poder con la bandera de la antipolítica, gobernó él a sus anchas sobre una sociedad desorganizada, aborregada en su debilidad y en el miedo, pasto de demagogia. Y, pese a que ella se expresa ahora con más ímpetu, frágiles son sus organizaciones, cuando no cooptadas por la contraparte. Peor aún, aquello de marginar a los partidos para reconstituir el poder territorial alrededor de intereses gremiales es reminiscencia del corporativismo fascista de Mussolini y Oliveira Salazar.

Claro que De Roux interpreta el hastío de los colombianos con partidos que proceden como salteadores de caminos y vehículo de criminales hacia las posiciones de mando y control de los recursos públicos. Malestar manifiesto en foro sobre construcción de la paz territorial, donde arrancó aplausos el sacerdote. Pero no es suprimiendo los partidos como se camina mejor hacia la democracia, ni negando, de paso, el advenimiento de nuevas asociaciones políticas llamadas a renovar las elites del poder.

Será una reforma política la que les imponga democracia interna y controles; abra el abanico del sistema; limpie de delitos las elecciones; y reglamente un estatuto de oposición que dé carta de ciudadanía a la idea liberal, a la idea conservadora, a la idea socialista, al conservadurismo ultramontano. Al pluralismo. Que les permita a las Farc trocarse en partido, no bien abandonen las armas. Que le permita al Centro Democrático consolidarse como partido no bien rompa su ambigüedad entre la legalidad y su llamado a la rebelión, cuyo destinatario natural sería, entre otros, el paramilitarismo revitalizado y andante. Y será el primer interpelado por Paloma Valencia, pues ya él había canalizado mares de votos, motosierra en mano, para la elección de Álvaro Uribe y de los cien parapolíticos que fueron su bancada en el Congreso y hoy pagan cárcel.

Destaca Humberto de la Calle dos elementos del cambio que se avecina. Primero, la apertura cobijará a todas las fuerzas políticas. Segundo, la  comunidad concurrirá al poder local mediante democracia directa que le garantice a la vez participación y capacidad decisoria; singularmente en mesas de concertación de los planes de desarrollo. Se trata de permitir la expresión de los movimientos sociales, no sólo de los partidos políticos. Para Sergio Jaramillo, el modelo de paz territorial dará voz a la gente y fortalecerá las instituciones del gobierno local, incorporando el nuevo ingrediente de la participación, con procesos y reglas del juego formalizados.

Ricas enseñanzas deja este modelo socialdemocrático que concierta políticas  y planes entre el mandatario elegido democráticamente por un partido y los grupos de interés y organizaciones de la comunidad. Mas lo primero será fortalecer las organizaciones sociales, protegerlas, rodearlas de garantías; depurar los partidos, democratizarlos, reformar el sistema electoral y lograr el sueño de la paz: que ningún político vuelva a disparar contra su adversario. Riesgo a la vista si al poder torna un Mesías por el camino de una institucionalidad territorial “no política”, como lo pregona el padre de Roux.

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Mujer de paz, mujer valiente

¡Tremenda fuerza moral la de nuestras mujeres! Si bien paramilitares, guerrilleros y hombres de la Fuerza Pública convirtieron sus cuerpos en territorio de guerra, se dieron ellas a reconstruir la vida en comunidad, con el horror planeando todavía sobre sus cabezas. Mucho antes de que asomara el posconflicto. En cientos de localidades devastadas por el terror se replica la hazaña de Montes de María, donde son las mujeres quienes restauran lazos de vecindad, idean medios de trabajo, llenan como pueden el vacío del Estado y dan afecto para paliar el dolor. Saben que la brutalidad sexual que se descargó sobre ellas para humillar, de paso, al enemigo, es extensión natural de la costumbre. De maneras de pensar, de sentir y de actuar que, pese a la ley, autorizan la violencia contra la mujer en el hogar; en la calle; en el trabajo; en la inspección de Policía, donde uniforme y arma repotencian el machismo congénito de los agentes. Si avanza a tropezones la lucha de las mujeres en estos escenarios, más complejo es el desafío allí donde ellas reconstruyen el tejido social. Y abrumador será, con el renacer del paramilitarismo de motosierra al cinto como alternativa político-militar de la extrema derecha contra los acuerdos de La Habana. ¿Qué espera el Gobierno para neutralizar esta amenaza sangrienta?

Hilo conductor de nuestra guerra fue el ataque a la población civil. Y en él, como se ha visto, la violencia sexual centrada en la mujer, como prolongación patológica del sexismo que desemboca a menudo en feminicidio y cuya cota rodea los 1.200 casos al año. Cultura y sociedad, de raíz católica, y que la obra de García Márquez traduce fielmente, legitiman la agresión contra la mujer. Cuando no la alientan, desde la orilla del patriarcalismo bíblico, donde no faltan mujeres. Como la parlamentaria Rendón al aplaudir exultante la paliza que un primate del fútbol le propinara a su compañera de ocasión: “si le cascó, por algo será”, sentenció la miserable. Orilla nefanda desde donde se incita lo mismo a la violencia contra  la mujer anónima que contra la aprisionada entre los bandos en guerra.

Sostiene el Centro de Memoria Histórica en su obra (de consulta obligada), Basta ya, que la violencia sexual contra las mujeres se practicó en el conflicto armado como estrategia de guerra. Entre otros fines, para atacar a las mujeres por su condición de liderazgo. Por ser “voceras de reclamos colectivos, o por desempeñar papel central en la reproducción de la vida social y cultural de una comunidad”. Mediante el ataque violento y el asesinato de mujeres “se mancha también su cuerpo como territorio, y el territorio se desacraliza”. La Corte Constitucional calificó esta práctica como alarmante: 90% de tales ataques se perpetró contra mujeres desprotegidas de las autoridades, y sin castigo de la justicia.

El mismo principio sicológico, el mismo abandono, obran en los casos “apolíticos”. En Soacha se presenta siete veces a la impasible comisaría de familia una mujer cada vez más alarmada porque su compañero quiere matarla. No hubo octava vez. Fue el entierro. Tras 25 años de golpizas, a María Clara Rivas la mató el marido. Un juez consideró después que ella, “con su intolerancia”, no había hecho lo suficiente para salvar el matrimonio.

En acto emocionante de convocatoria a Un millón de mujeres de paz dijo  Ángela María Robledo: el primer territorio por recuperar es el cuerpo de la mujer, porque éste ha sido territorio de guerra. De guerra en el hogar, se diría, y de guerra donde la insania del conflicto se ensañó en ella. Lo pacífico no quita lo valiente; al contrario, más temple exige hacer la paz que hacer la guerra.

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De sotanas, Macondos y mujer

Ni Macondo es fantasía pura, ni ha muerto la maldición del paraíso al género femenino. Contra eruditos que ven mujer fuerte en la obra de García Márquez, estiman otros que madre, virgen, rebelde, santa o libertina, las mujeres en aquel entorno encarnan una femineidad moldeada a rajatabla por la necesidad de dominio del varón. Que en la obra prevalece un pasado  apelmazado en discriminación y violencia sobre la mujer. Como prevalece en casi toda pareja, rica o pobre, de este Macondo extendido que es Colombia, donde no falta quien contemple el feminicidio como cosa natural. Secuela de una cultura acuñada en el relato más oscuro de la Escritura, que curas y pastores propalan, y descarga sobre la hembra  –ser ponzoñoso– las culpas todas de la humanidad.

Mercedes Ortega y Nadia Celis estudian a la mujer en la obra del Nobel, como personificación de los imaginarios culturales que nutren la pluma del escritor. Exploran la relación entre el mundo de la ficción y la cultura regional en torno a la mujer, su cuerpo y su sexualidad, en personajes femeninos de  creación literaria como representaciones del medio que la rodeó.

Según ellas, en Cien años de soledad es mito el poder de la madre y el de la fémina que libera su deseo, pues una y otra definen su sexualidad en función exclusiva de las expectativas del hombre. Como la define también la mujer virgen, candidata a la dignidad de esposa y madre. Pero la de la madre es una sexualidad asexuada, meramente reproductiva, sujeta al fin de preservar el linaje, domesticada para la respetabilidad del espacio doméstico. Hasta Pilar Ternera y Petra Cotes, “hembras libres”, subordinan su sexualidad al dominio masculino. En términos de prestigio y de estatus, muy costoso les resulta el margen de libertad que se conceden. Aquellos parecen reservados sólo a la esposa, jamás a la libertina. Macondo invisibiliza a la mujer inconforme, dueña de su libertad, a la iconoclasta que desafía el ideal patriarcal. La violenta. O la desaparece, como a Remedios la Bella, greñuda enfundada en un camisón, antítesis del “eterno femenino”.

Mas esta desapacible condición de mujer entraña una antiquísima violencia moral de las iglesias contra ella, antesala del ataque físico y hasta del homicidio que la ley le permitía al marido, si obraba “en estado de ira e intenso dolor”. Y se extiende a la patria entera del Sagrado Corazón. Apunta la investigadora Ana Catalina Reyes que la Iglesia fundamentó “un arquetipo de mujer sometida al hombre pero dignificada en su papel de madre e imitadora de la Virgen María. Esta ‘angelización’ le permitía ocupar el trono del hogar a cambio de practicar las virtudes de castidad, abnegación, sumisión, negación de sus deseos y, aun, de su propio cuerpo”. Pero ninguna en el entorno exterior de la modernidad que despuntaba en la Medellín de 1920. Reina del hogar, bajo la égida del marido. También Úrsula Iguarán. Y todavía hoy. En tal desdén por la figura femenina, menudeaba el padre Ulpiano Ramírez advertencias a la esposa de obedecer al marido porque “él es superior”. Palabras de hace un siglo que monseñor Alejandro Ordóñez acotaría hoy con el versículo del Génesis: “Tu deseo será para tu marido, y él te dominará”. Y lo recitaría en estado de ira e intenso dolor.

Literatura y religión: dos flancos que dicen casi todo de la cultura que humilla a la mujer en Colombia hasta provocar 34 mil investigaciones por feminicidio en la última década. Pero una luz inesperada brilla en el horizonte: el movimiento de Nuevas Masculinidades. Hombres en rebeldía contra el patriarcalismo que los convierte en cómplices de la violencia de género, contra el estereotipo de machos sin derecho a rasgo alguno de humanidad.

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El “apóstol” de la biblia envenenada

Con el arresto de Santiago Uribe, la hipocresía del uribismo alcanza su clímax. Simulando dignidad, se subleva su bancada sin atisbo de pudor por la causa más innoble: la justificación a priori, por encima de la justicia, de un hombre sindicado de homicidio, concierto para delinquir y creación del grupo paramilitar Los Doce Apóstoles, al que se le atribuyen 300 asesinatos en el Yarumal de los años 90. Tras dos décadas se reanuda un proceso que, según la Fiscalía, se vio obstruido por el asesinato, la intimidación y el soborno de los principales testigos. Bochornoso expediente que difícilmente convierte  al acusado en preso político. Como lo quisiera el senador Uribe, a quien todo le sirve en su invariable estrategia de matar dos pájaros de un tiro. Primero, contra los tribunales que juzgan a su gente. Luego, contra la paz, fingiendo que se lo persigue por oponerse a la entrega de la patria al castro-obamismo en La Habana. La verdad es que la paz representa peligro inminente para su proyecto político, la guerra. Guerra que es catarsis de sus odios; desangelado perfil de su liderazgo, cuando el país y el mundo claman por parar la sangría; y escudo de una contrarreforma agraria sangrienta ejecutada por la ultraderecha con auxilio del narcoparamilitarismo. En suma, el rencor y el delirio de poder de un individuo elevados a razón de Estado, mientras el crimen arrolla en sus narices.

La historia del padre Gonzalo Palacio, supuesto miembro de Los Doce Apóstoles, ilustra la impiedad que el grupo paramilitar desplegó. Y sobrecoge. No apenas por los alcances de su crueldad, sino por provenir de ensotanado emisario de Dios que en el secreto del confesionario auscultaba vida y milagros de cuantos le parecían escoria de la sociedad y de la política. Desdichados que, conforme el cura confesaba, iban apareciendo muertos a manos de pistoleros, policías o soldados. El relato original es del periodista Gonzalo Guillén, en el portal Hispanopost, marzo 7. Escribe nuestro autor que el pavor se apoderó de Yarumal cuando policías empezaron a amarrar cadáveres en el parachoques de su radiopatrulla para exhibirlos en lentos recorridos por el pueblo. Corría el año de 1990.

“Los paisanos [descubrieron] que un grupo de hacendados y comerciantes del pueblo, asociados con la Policía Nacional y el Ejército, estaba cometiendo asesinatos selectivos, llamados ‘limpieza social’”, apunta Guillén. Vino a saberse que a la cabeza de la organización criminal operaban once personas. El cura completó la docena, y entonces pudieron llamarse los Doce Apóstoles, “raíz y cimiento de lo que años después sería el gran ejército de los carteles del narcotráfico que, con más de 20 mil sicarios distribuidos en bloques paramilitares regionales, se conoció como Autodefensas Unidas de Colombia, AUC”.

Por un campesino, sabría el cronista que el cura tenía dos biblias: una, la de la misa; otra, la que llevaba camuflado entre sus folios un revólver Smith y Wesson. El mismo cura habría revelado 20 años después, como párroco en Medellín, que el arma se la había regalado el general Pardo Ariza, protector de Pablo Escobar en su fuga de La Catedral. Biblia envenenada que deberá abrirse a la Verdad, preámbulo insoslayable de la reconciliación y el perdón.

Con tanta vileza (de dominio público), y mientras no se establezca la inocencia de Santiago Uribe, entre otros del círculo uribista, mal hará el CD en desfilar contra la corrupción. Corre el riesgo de que muchos de los suyos, gente de honor, no avalen la impostura. Debería más bien debutar como alternativa de gobierno, con un sólido programa de oposición; no como saboteador impenitente de la paz que todos quieren, por satisfacer la vanidad de un seudocaudillo anacrónico.

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