La tienen menos fácil cada día. Ganada la paz política en un país donde cohabitaron siempre el poder y la violencia, tendrán que batirse ahora las extremas en un escenario menos auspicioso que el de la guerra: el escenario del posconflicto. El de las reformas que apuntan hacia un país mejor. A la voz de reforma rural y más democracia suscritas por acuerdo de paz, y desacreditado el recurso al miedo, terminarán todas las fuerzas por pelar el cobre. Allí donde la ambición desmedida se fermenta desde la eternidad, querrá la derecha exaltada defender hasta su última hectárea de engorde, habida por graciosa concesión del destino, de la trampa o del fusil; defender hasta su último concejal elegido a razón de $30.000 el voto.

Y la otra extrema, diga usted el ELN reintegrado como partido legal, podrá caer en altisonancias de neófito educado en guerra santa, pródiga que fue en secuestro y destrucción de la riqueza nacional. Un misterio, también, cómo podrán las Farc desvanecer el odio que la mayoría de colombianos les profesan, si resultan verosímiles como organización política. Será cuestión de tiempo. Pero será, sobre todo, un logro sin precedentes, que todo radicalismo y la gama entera de opciones políticas puedan expresarse sin matarse y con respeto a las reglas de la democracia. No será la rosada aurora de los soñadores –que lo somos casi todos– pero sí un empezar a sacudirse el atraso, la miseria, la humillación. Ni más ni menos.

En la antesala del posconflicto grita el imperativo de propiciar una reintegración en regla de las Farc y su conversión en partido, para evitar que se reciclen ellas en violencia. Pasado el umbral, reconocerles a las regiones olvidadas, epicentro del conflicto, el poder electoral y de gestión siempre monopolizado por la política tradicional: llámanse curules para las víctimas y sus comunidades en Circunscripciones Especiales de Paz, y participación en la planificación y el desarrollo propios. En segundo lugar, financiación de los programas sociales y de infraestructura que el posconflicto apareja. En $130 billones estima el Gobierno la inversión a 15 años; la Misión Rural, en $200 billones; y Claudia López, en $330 billones. Sólo el 3% de los cuales iría a reintegración, seguridad, educación y oportunidades de trabajo para los desmovilizados; 11% a Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, y 86% a cubrir las necesidades básicas de los 15 millones de colombianos olvidados en esas regiones. Es la paz territorial.

Empoderar a las comunidades, se dice, ahorrándoles el aterrizaje paternalista del Estado Central, con su bonhomía de ocasión. De la mano con los pobladores, con sus autoridades legítimas en departamentos y municipios, echar a andar la sustitución de cultivos con proyectos de desarrollo productivo y todos los apoyos del Estado. Será comienzo del desarrollo rural integral con enfoque territorial, que contempla formalización de la propiedad en el campo, creación de un fondo de tierras para agricultura campesina e impulso a la agroindustria. El catastro multipropósito no sólo se traducirá en pago justo de impuestos sino que será base técnica de la descentralización.

En el origen del conflicto armado que termina obra, como pocos factores, la desigualdad. Demuestra Consuelo Corredor que, mientras en Uruguay la minoría que constituye el grupo de los más ricos recibe 5 veces lo que el grupo más pobre, en Colombia recibe 22 veces más. Sin embargo, el uribismo propondrá el 20 de julio derogar el decreto que crea los programas con enfoque territorial del posconflicto y el plan de construcción de vivienda social en el campo. ¿Otra incursión de la minoría ruin que acapara privilegios haciendo trizas la paz?

 

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