¿Superioridad moral?

Conforme se entra en campaña electoral, se va desnudando esta sociedad de sectas, donde el poder se instaura a látigo y desde una supuesta superioridad moral de los elegidos de Dios que blanden credos de fuego contra todo el que se salte el redil. En lucha sin tregua contra la modernidad que separó el poder terrenal del divino, a cada paso se pone aquí la religión al servicio de la política y a ésta se le convierte en trinchera de una fe. De cualquier fe, mientras ella invite a prevalecer sobre el rebaño. Por persuasión o por la fuerza.

Para no ir lejos, recuérdese el poder sin atenuantes que la jerarquía católica –firme aliada de la corriente ultramontana del Partido Conservador– ha ejercido sobre las almas y sobre la sociedad toda; desde el púlpito, desde la escuela, desde el palacio arzobispal y el palacio presidencial. O el ministerio público que el entonces procurador Ordóñez transformó en bastión de una secta oscura, tenebrosa, para disputarse ahora la Presidencia vistiendo la azufrada sotana de Savonarola. O la aventura sin fin de Uribe Vélez quien, a caballo entre el padre Marianito, la pastora María Luisa Piraquive y una plétora de alfiles del Centro Democrático con prontuario, lidera una propuesta de conservadurismo atrabiliario, que amenaza la paz todos los días.

Hace dos meses, con ocasión del referendo que promovía contra la adopción de niños por solteros y parejas homosexuales, canceló toda ambivalencia la senadora Viviane Morales. Ahora denunciaba la ideología de género, ficción inventada por Uribe y Ordóñez para movilizar a miles de incautos contra el logro extraordinario de un acuerdo de paz. Y reclamaba legitimidad exclusiva para la familia patriarcal, que representa apenas la tercera parte de los hogares en Colombia. Todo lo demás debía despreciarse, pues no calificaba en sus parámetros de moral. Y bien, hoy se lanza ella a la Presidencia invocando a “las inmensas mayorías creyentes… al cristianismo todo, a católicos y evangélicos (para) salvar a Colombia”. En el fondo de su discurso yace el ideal de elevar su fe religiosa al mando del Estado. De un Estado que subordine a la ley civil y que invada las alcobas de creyentes y no creyentes para bendecir o maldecir, con dedo inquisitorial, la moral privada. En Ello la acompañan Uribe, Ordóñez, las iglesias evangélicas y el episcopado católico casi en pleno.

Mas la superioridad moral de raíz religiosa que estas fuerzas se autoadjudican para ocultar pecadillos e ignominias en su marcha hacia el poder parecería extenderse a otras, insospechadas. Acaso al ELN. Esa guerrilla presentó el asesinato de Monseñor Jesús Emilio Jaramillo en 1989 como “ajusticiamiento por delitos contra la revolución, (por rabiar) contra la organización…” Pero estas no son acciones de enemigo, son pecados de hereje, de traidor. Castigo para aquel de quien se esperaba lealtad al legado de los curas Camilo Torres y Pérez que militaron en esa guerrilla. Le preguntaron a uno de los verdugos del obispo si creía en Dios. –Dios es mi fusil, replicó. Criminal autocomplacencia de quien podrá sentirse emisario de la justicia divina, que así se resuelve en violencia.

Cuando se cree tener la verdad revelada entre el bolsillo o en la canana, el desenlace inevitable será la eliminación del disidente. Pero esta semana se dieron la mano los peores enemigos, jefes paramilitares y jefes de las Farc, y prometieron dar un paso de gigante hacia la reconciliación y la paz: revelar toda la verdad humana de esta guerra atroz. Gesto de grandeza que reduce a humo la palabrería de tanto profeta con pies de barro; de tanto impostor que manipula el sentimiento de Dios para medrar en la política reducida a fango.

 

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“El silencio de los fusiles”

Dos obras descuellan en la reciente producción sobre la guerra en Colombia: Basta ya, texto de consulta obligada del Grupo de Memoria Histórica; y El Silencio de los Fusiles, documental de Natalia Orozco que debuta esta semana en salas de Cine Colombia. De género y alcance distintos, se complementan, no obstante, para brindar una panorámica completa del conflicto armado y su final. Con sensibilidad de artista, trayectoria de periodista y la audacia que el desafío demandaba, la documentalista puso el dedo en el acontecimiento que partió en dos la historia del país en un siglo: la negociación de La Habana y su desenlace en el fin de la guerra. Tras cuatro años de rodaje, venciendo mil obstáculos, entrega Orozco el primer registro documental del proceso de paz, cocinado desde su entraña misma.

La autora se cuela por las entretelas del proceso y consigue que sus entrevistados (en particular los comandantes de las Farc) terminen por hablar desde la intimidad de sus ambivalencias, incertidumbres y esperanzas. Lejos del maniqueísmo que informa las versiones interesadas de buenos y malos, de héroes y villanos, se desnuda aquí el torbellino todo de impulsos y razones que movieron a la guerra y a la paz. Gracias a la abundancia de material fílmico al servicio de una pregunta definida (¿qué existe al otro lado de la guerra?); gracias a la impertinencia de la entrevistadora que, sin ocultar su aversión a la guerra hace preguntas políticamente incorrectas, registra el espectador una evolución inesperada en los comandantes de la guerrilla. Va la mutación desde el relato heroico inicial con el que pretendió Iván Márquez encubrir las vilezas que se habían tomado el levantamiento armado, hasta el reconocimiento de sus víctimas, el desarme de su ejército y el sometimiento a las reglas de la democracia.

Tal transformación, por sí sola, humanizaba a las Farc. Por más que la directora se esforzara en extirpar toda traza de arte o poesía infiltrada en la imagen de “responsables de algo tan poco estético como la guerra”. Mas no les concedió el privilegio de la fatalidad, del destino inexorable que justifica la   irresponsabilidad de los héroes. Y la paradoja: por más que se pronunciara ella contra la objetividad forzada (que redunda en artificio), por más que obedeciera a su propio corazón y a sus ideas, a fuerza de rigor resultó su documental modelo de ponderación y equilibrio.

Aleccionador pronunciamiento el de los protagonistas del diálogo de paz en la obra de Orozco. Pero en ella se echan de menos más voces de víctimas, pues el  testimonio descarnado del sufrimiento y el horror padecidos es memoria de los dolientes, nervio de la verdad histórica. Porque ellos cuentan qué pasó y por qué pasó, son sustancia de la conflagración que La Habana sofocó. Dirán los que saben que es cuestión de énfasis, de preservar el foco principal del documental. Y que obras como Basta Ya han convertido el testimonio de las víctimas en materia de dominio público. Sea.

Proliferan en sus páginas relatos como el  de las mujeres de El Tigre, Putumayo, que sacan del río los cuerpos de sus hijos, de sus maridos, recién “abiertos”, para coserlos y darles dignidad. El de una sobreviviente en Trujillo, Valle, que ve sentarse al padre de los hermanos Vargas (dos ebanistas torturados y desaparecidos en 1990) en una banca del parque, día tras día, al sol y al agua, la mirada perdida en el vacío, esperando a que aparezcan “mis muchachos”. Cuerpo público del dolor, murió de tristeza. Estado y guerrilla, los actores de la guerra representados en La Habana, tendrán que ser fieles al testimonio rendido en El Silencio de los Fusiles. Porque es ya de dominio público, y obliga.

 

 

 

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El monolito de Maduro

Camisas pardas en la Alemania de Hitler, camisas negras en la Italia de Mussolini, camisas rojas en la Venezuela de Maduro. Comandos de acción intrépida y atentado personal aterrorizaron allá y acá, como SS, como fascios, como colectivos chavistas. Dictaduras semejantes en política a las de Stalin y Fidel, se hicieron todas ellas con el poder desde la idea socialista, para ahogarla en sangre conforme mutaban sus mentores en verdugos del propio pueblo. Son regímenes de partido único, de monolito. De piedra abrazada en hierro, indivisa, impenetrable, con vocación de eternidad, erigida sobre la corrupción de una camarilla en funciones de gobierno (la nomenklatura), sobre la violencia y el miedo. En eso derivó la revolución bolivariana: en fascio-estalinismo como ciencia de gobierno.

91 muertos en cien días de protesta callejera se cargaban la Guardia Nacional y los paramilitares de Maduro cuando irrumpieron éstos a rugidos en el recinto de la Asamblea Nacional. De su brutalidad contra los diputados resultaron siete hospitalizados. Y repudio mundial por el asalto a mano envarillada al órgano supremo de representación popular. Minutos antes del asalto había azuzado el Vicepresidente Tareck El Aissami a los energúmenos para tomarse “las instalaciones de un poder del Estado secuestrado por la misma oligarquía que traicionó a Bolívar”. Los invitó a invadir el salón y, en ánimo golpista, “a tomar juramento de nuevo”. Mas no se contrae la ofensiva al Legislativo; se extiende al poder Judicial. El Tribunal Supremo de Justicia, órgano de bolsillo del Gobierno, prepara juicio y destitución de la Fiscal General, por reivindicar el Estado de derecho, la separación de poderes y objetar la convocatoria de una constituyente que dará poderes sin límite al Presidente y a su partido. Que prensará, aún más, el monolito.

La que se prepara es, en recuerdo de Oliveira Salazar, una constituyente corporativista. Invocando el Estado comunitario –manoseado también por Uribe y Fujimori–, organizará el poder local en consejos comunales con representación desproporcionada en la Constituyente. Pero serán organismos controlados por el Gobierno. Adminículos del partido único en el poder, obrarían más como fachada legitimadora del régimen que como poder con autonomía y capacidad decisoria. Quedará la soberanía popular encasillada en órganos de representación estamental adscritos al poder del partido de gobierno. En suma, ni voluntad general, ni pluralidad política. Dijo el vocero de los obispos en Venezuela que esta constituyente será la formalización coercitiva de una dictadura militar.

No en vano declaró Maduro que haría con las armas lo que no se pudo con los votos. Si no con las armas oficiales de la república, (en previsión de deslizamientos intestinos en el Ejército) con su anunciado medio millón de milicianos. Brazo armado del autócrata, cuyo primer contingente de 100.000 hombres obra hace años a sus anchas y en completa impunidad. Rasgo prominente en los regímenes de fuerza, ya fascistas, ya comunistas, otros lazos unen a los dos modelos. Como la concentración del poder y su carácter absoluto. O el ejercicio de la autoridad desde arriba y por encima de la ley.

Mas, como todo dictador, se cuida Maduro de aparecer como representante del pueblo. Lo que le da licencia para halagar a sus prosélitos, si condescienden; o para destruirlos, si se le oponen. Pero no es infinita su fuerza. Un pueblo volcado a las calles con la bandera en alto de la no-violencia conquista lo impensable: empieza por lograr casa por cárcel para el líder de la oposición. Si persevera y se organiza, si mantiene la simpatía del mundo, podrá perforar el monolito. Y hasta disolverlo.

 

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Ahora, ganar el posconflicto

La tienen menos fácil cada día. Ganada la paz política en un país donde cohabitaron siempre el poder y la violencia, tendrán que batirse ahora las extremas en un escenario menos auspicioso que el de la guerra: el escenario del posconflicto. El de las reformas que apuntan hacia un país mejor. A la voz de reforma rural y más democracia suscritas por acuerdo de paz, y desacreditado el recurso al miedo, terminarán todas las fuerzas por pelar el cobre. Allí donde la ambición desmedida se fermenta desde la eternidad, querrá la derecha exaltada defender hasta su última hectárea de engorde, habida por graciosa concesión del destino, de la trampa o del fusil; defender hasta su último concejal elegido a razón de $30.000 el voto.

Y la otra extrema, diga usted el ELN reintegrado como partido legal, podrá caer en altisonancias de neófito educado en guerra santa, pródiga que fue en secuestro y destrucción de la riqueza nacional. Un misterio, también, cómo podrán las Farc desvanecer el odio que la mayoría de colombianos les profesan, si resultan verosímiles como organización política. Será cuestión de tiempo. Pero será, sobre todo, un logro sin precedentes, que todo radicalismo y la gama entera de opciones políticas puedan expresarse sin matarse y con respeto a las reglas de la democracia. No será la rosada aurora de los soñadores –que lo somos casi todos– pero sí un empezar a sacudirse el atraso, la miseria, la humillación. Ni más ni menos.

En la antesala del posconflicto grita el imperativo de propiciar una reintegración en regla de las Farc y su conversión en partido, para evitar que se reciclen ellas en violencia. Pasado el umbral, reconocerles a las regiones olvidadas, epicentro del conflicto, el poder electoral y de gestión siempre monopolizado por la política tradicional: llámanse curules para las víctimas y sus comunidades en Circunscripciones Especiales de Paz, y participación en la planificación y el desarrollo propios. En segundo lugar, financiación de los programas sociales y de infraestructura que el posconflicto apareja. En $130 billones estima el Gobierno la inversión a 15 años; la Misión Rural, en $200 billones; y Claudia López, en $330 billones. Sólo el 3% de los cuales iría a reintegración, seguridad, educación y oportunidades de trabajo para los desmovilizados; 11% a Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, y 86% a cubrir las necesidades básicas de los 15 millones de colombianos olvidados en esas regiones. Es la paz territorial.

Empoderar a las comunidades, se dice, ahorrándoles el aterrizaje paternalista del Estado Central, con su bonhomía de ocasión. De la mano con los pobladores, con sus autoridades legítimas en departamentos y municipios, echar a andar la sustitución de cultivos con proyectos de desarrollo productivo y todos los apoyos del Estado. Será comienzo del desarrollo rural integral con enfoque territorial, que contempla formalización de la propiedad en el campo, creación de un fondo de tierras para agricultura campesina e impulso a la agroindustria. El catastro multipropósito no sólo se traducirá en pago justo de impuestos sino que será base técnica de la descentralización.

En el origen del conflicto armado que termina obra, como pocos factores, la desigualdad. Demuestra Consuelo Corredor que, mientras en Uruguay la minoría que constituye el grupo de los más ricos recibe 5 veces lo que el grupo más pobre, en Colombia recibe 22 veces más. Sin embargo, el uribismo propondrá el 20 de julio derogar el decreto que crea los programas con enfoque territorial del posconflicto y el plan de construcción de vivienda social en el campo. ¿Otra incursión de la minoría ruin que acapara privilegios haciendo trizas la paz?

 

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