La mujer, blanco de talibanes y católicos

Guardadas diferencias y proporciones, un mismo cordón umbilical alimenta al Estado musulmán y a la Iglesia-Estado de Roma en sus dominios: el integrismo religioso. Un fundamentalismo supersticioso que apunta sin ahorrar violencia al dominio total sobre el poder público, sobre cada resquicio de la sociedad, de la cultura, de la vida privada. Busca, en particular, la servidumbre de las mujeres. Yihadismo e Inquisición corren parejas en la historia, que se renueva todos los días, ya como lapidación de adúlteras en Kabul, ya como agresión contra colombianas que amparadas por la Corte abortan voluntariamente. La triada fatal médico-cura-juez activa aquí su artillería sobre todo contra las más vulnerables: contra las niñas, cuyo embarazo se considera fruto de violación. Pero son ellas quienes pagan cárcel, no sus violadores. Víctimas de la Policía y del propio personal médico que, dominados por la norma patriarcal y bíblica que se ríe de los derechos ciudadanos, las vejan y denuncian. Ya esperarán que también aquí paguen a $US10.000 la denuncia, como acaba de establecerse en Texas, Estados Unidos, país donde bulle otro fanatismo: el calvinista.

Reveladora la conversación de Cecilia Orozco con la doctora Ana Cristina González sobre el informe “Criminalización del aborto en Colombia” (El Espectador, 29,8). Prueba él que para la Fiscalía y para el sector Salud, las mujeres son ciudadanas de segunda, sin igualdad completa ni libertad. Poco menos que las de Afganistán, apuntaría Orozco. Y es que si la Corte autorizó el aborto en tres circunstancias, en el código penal permanece como delito. La tradicional estigmatización del aborto, nutrida de prejuicios, creencias religiosas y odio soterrado a la mujer, legitima la cascada de obstáculos que se interponen al aborto voluntario. Si la mujer no es dueña de su cuerpo, no es libre. En el fondo, dicen ellas, no se persigue el aborto para proteger la vida del feto; se persigue a las mujeres por negarse a la maternidad como deber y destino.

La Iglesia católica, beligerante antagonista de la modernidad y del laicismo, condenó el aborto. Sostuvo que el único sentido posible de la sexualidad es la procreación, la maternidad como fatalidad biológica y cultural. De la Biblia extrae y acomoda su moral: si la vida es sagrada, matar el feto es un crimen. Crimen de lesa divinidad, pues el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, dueño absoluto de su vida. Ya lo ratificó Francisco, eco de Pío Nono, cuyo baculazo cumple inalterado 152 años mientras rueda el mundo sin parar. Y para completar, el mito de la inmaculada concepción: María concibe sin pecado original, sin sexo; triunfa sobre su libertad la palabra del Señor: “hágase en mi según tu palabra”.

Poco media de allí a la extirpación de los genitales femeninos por amplios conglomerados del Islam. Al menos como símbolo. Crueldad de crueldades, se practica para liberar a la mujer del pecado de concupiscencia, del placer sexual que la potencia como disoluta. Sólo así podrá ella ser aceptada por Dios. Regresa hoy a Afganistán la cruzada talibán del Ministerio de la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, cuyo blanco predilecto es la mujer. A su interpretación de la ley islámica no le basta con prohibir la educación, el trabajo y la libre locomoción de la mujer.

Si en el Estado islámico la norma religiosa es ley, falta mucho en Colombia para que la ley civil se sacuda del todo los asedios de la fe; para que una revolución cultural le coja el paso a la revolución social que ha significado la incursión masiva de las mujeres en la escuela y en el trabajo. La que desafía todas las violencias, las del cuerpo y las del alma, por el derecho a decidir si ser madre o no.

Coda. La muerte de Yamile Salinas es un golpe irreparable para Colombia.

 

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Verdad y simulación ensotanada

Intrépido defensor de su propia impunidad, vuelve al ataque Uribe contra la verdad que lo comprometería en delitos de marca mayor. Porfía en disolver la JEP, escenario de revelaciones sobre la guerra que cuestionan su inocencia y amenazan su libertad. En país donde la hipocresía ensotanada es ley, simula honor mancillado para salvar el pellejo. Se desenvuelve el expresidente con soltura en este reino de la mentira, en el hábito de disimulo y encubrimiento que, según el historiador Luis Alberto Restrepo, es en parte fruto del ejemplo y de la formación ética impartida durante seis siglos por la Iglesia Católica en Colombia. Por su parte, Eduardo Cifuentes, nuevo presidente de la JEP, adivina en quienes quieren derogarla el miedo a la verdad, justamente cuando este tribunal comienza a descubrir verdades completas y reconocimiento de responsabilidades.

Explorando en la Iglesia raíces de aquella doblez, se remonta el exsacerdote Restrepo a la Colonia, cuando los tonsurados cementaron mediante la educación el poder de la Corona, cuyo brazo político-religioso era la Iglesia. Piedra angular de su influencia, sin par en la América española. Tras el afán secularizador de los liberales en el siglo XIX, la Regeneración y el Concordato de 1887 restauraron la homogeneidad cultural que la Iglesia había impuesto. Le devolvieron la construcción de la nación sobre la trilogía cultural hispánica: la religión católica, la lengua castellana y la educación.

En su arista más abiertamente política, poderosos jerarcas del cuerpo de Cristo auparon con pasión la violencia: monseñor Ezequiel Rojas, canonizado por Juan Pablo II, exhortó a empuñar las armas contra los liberales en plena guerra de los Mil Días. Sugirió lo propio Monseñor Builes contra liberales y comunistas en tiempos de la Violencia. El cardenal López Trujillo, admirador del Medellín sin tugurios de Pablo Escobar, fue verdugo de curas y monjas comprometidos con los pobres. Y en el plebiscito de 2014, se sumó la jerarquía eclesiástica al sabotaje de la paz por la extrema derecha.

Colombia –escribe nuestro autor– se ahoga hoy en un pantano de mentiras, crímenes y violencias solapadas tras cuyos bastidores medran los poderosos, algunos obispos y clérigos incluidos: o son autores intelectuales del horror o lo legitiman. Casi todos ellos se excluyeron de la JEP y esquivan la Comisión de la Verdad. Pero una mayoría aplastante de sacerdotes y obispos trabaja por las comunidades olvidadas y por la paz, con frecuencia a despecho del Gobierno.

Un llamado trascendental formula Restrepo al episcopado católico: pedir perdón públicamente por los errores de la institución en el pasado y en el presente. Este reconocimiento, apunta, sería sanador para la sociedad colombiana y podría abrir la puerta a un sinceramiento nacional. Movería a altos oficiales, políticos, terratenientes y empresarios de toda laya a decir la verdad, a asumir su responsabilidad en el conflicto y a pedir perdón a las víctimas. El triunfo de la verdad acerca del conflicto sería paso decisivo hacia la paz y derrota del recurso a la simulación, ensotanada o no.

Coda. Decapitado el eje Trump-Duque-Bolsonaro, se impone ahora el desafío de reconstruir la democracia, atropellada en estos países por un caudillismo de fantoches; por el abuso de poder, la corrupción, la violencia, la exclusión, el neoliberalismo y la desigualdad. Llegó la hora de frenar la carrera que nos arrastraba por involución hacia el Eje fascista de entreguerras: el de Berlín-Roma-Tokio. Sirva también la epifanía que esta elección en Estados Unidos aparejó para recomponer las relaciones con ese país desde el respeto entre Estados y nunca más desde el complejo de bastardía con que el gobierno de Duque humilló a Colombia ante la Estrella Polar.

 

 

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Apologistas y detractores de la lucha armada

 No es la censura de siempre a quienes se alzaron en armas; es cuestionamiento a los intelectuales que movieron las ideas y el imaginario de la revolución violenta: unos, dando la cara y hasta portando el fusil; otros, solapando en el idealismo su bendición a una guerra infame. Avanzada de políticos, curas y académicos que nunca respondieron por su contribución a la violencia ni aventuran todavía una autocrítica. Y ante ellos, los “profetas”, que blandieron su discrepancia aún con sacrificio de la propia vida: Jaime Arenas, decenas de obispos y sacerdotes, a los que sumamos guerrilleros ajusticiados por la enfermiza vanidad de Fabio Vásquez, jefe del ELN; Replanteamiento, la CRS. Y, claro, Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando de esa guerrilla, asesinado  por renunciar a ella. La crítica hecha carne y martirio.

Sin adjetivar ni especular, mediante rigurosa asociación de los hechos con la teoría política que los propulsó, sorprende Iván Garzón Vallejo con un libro que confronta a buena parte de la izquierda en este país: Rebeldes, románticos y profetas. Cuestiona en él la ideología justificatoria de la lucha armada como único camino posible del cambio. Y el toque mágico de la religión en la política, acusado en el ELN y, en otras guerrillas, menos ostentoso. En su apresurada asimilación de nuestra quebradiza democracia a las dictaduras del Cono Sur, se creyeron estos aventureros condenados al heroísmo. Otra vez la guerra santa de la violencia liberal-conservadora acicateada, se diría, por el dogma comunista de Stalin-dios para las Farc, de Mao-dios para el EPL, del Che y Fidel-dioses para el ELN, de sandinistas y tupamaros-dioses para el M-19. Al blasón de la espada y la cruz sumaron el de la hoz y el martillo.

Epopeya enana, diré aquí, fue la infancia de las guerrillas. Mas, con el advenimiento del narcotráfico se enriquecieron ellas, se expandieron y emularon al enemigo en vejámenes de guerra sucia. De héroes infantilizados pasaron a mafiosos disfrazados de insurgentes. La pasión revolucionaria que florecía en esta atmósfera de subversión político-religiosa bebió de la Teología de la Liberación, señala el autor. Terminaron por prevalecer la fe y la lealtad sobre sobre la duda y la crítica. Si les faltara un mártir, Fabio Vásquez se encargaría de crearlo, precipitando la muerte en combate de Camilo, el cura guerrillero.

El marxismo es una religión política, recava nuestro autor, y en su diálogo con el cristianismo convergieron no pocos sacerdotes. Fueron los rebeldes y los románticos. Mientras sacralizaron éstos la violencia y pregonaron la ruptura, los profetas criticaron y predicaron la reforma, viable en la democracia existente, por vacíos que tuviera. Parte de nuestra tragedia –apunta– se explica porque con marcada frecuencia sectores de derecha invocaron el “sagrado derecho a defenderse” y sectores de izquierda, el derecho de rebelión y la guerra justa de Santo Tomás. Ambos encontraron así justificación moral e intelectual para la violencia política. El Concilio Vaticano II y el Celam de Medellín en 1968, en su empeño por modernizar la Iglesia, indujeron la ruptura. Unos se refugiaron en su intransigencia doctrinal, otros abrazaron la utopía armada.

“Por poner (los rebeldes) en primer plano sus ideales, no tuvieron conciencia de las potencias diabólicas que estaban en juego. Honraron la ética de la convicción, pero no la ética de la responsabilidad”, concluye Garzón. Ya  hace años clamara Jorge Orlando Melo porque las Farc reconocieran el error histórico de haberse lanzado a la guerra. De hacerlo guerrillas y Estado,  crearían el hecho político indispensable para alcanzar la paz. Dígalo, si no, la potente obra de Iván Garzón.

 

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El aborto libre, inaplazable

A cada avance en derechos de la mujer replica el fanatismo con una violencia que respira odio hacia el género femenino. Y el aborto es blanco suculento. Curas, jueces, pastores, galenos, tinterillos, politicastros y mujeres que castigan en otras sus propias desgracias cierran filas contra la que escoge no ser madre, para hundirla en disyuntivas fatales: muerte por aborto clandestino e inseguro, estigmatización social, cárcel. La caverna se hace sentir. Ya porque la Corte Constitucional legalice el aborto cuando peligre la vida de la madre, haya malformación del feto o resulte de violación el embarazo. Ya porque reconozca la libre decisión y autonomía reproductiva como derecho fundamental de la mujer. Ya porque el exministro Juan Pablo Uribe acate orden constitucional de reglamentar el aborto en aquellos casos para salvar las vallas que se le interponen. Ya porque la derecha lo tergiverse todo.

Como sucedió con la Clínica de la Mujer en Medellín. Pensada para prestar atención integral a las mujeres de menores recursos, aborto legal incluido, derivó en cruzada político-religiosa que, a instancias del entonces procurador Ordóñez, malogró el proyecto. En la ciudad católica y violenta, doce obispos encabezaron un alzamiento de Savonarolas que saltó de los púlpitos a las calles e hizo derribar los muros incipientes del “centro abortista (que pretendía) separar a la mujer de la maternidad”. Y ahora, no bien se conoce el proyecto de reglamentación del aborto terapéutico, se confabula la derecha, no para debatirlo, sino para desandar todo el camino y recaer en la prohibición total del aborto. Porque, vuelve Ordóñez, aquí “no existe el derecho a matar […] y menos a los que están por nacer”.

Consecuencia inesperada, bálsamo para el país que puja por romper las cadenas del oscurantismo, el magistrado Alejandro Linares propone la legalización total del aborto en los tres primeros meses de gestación. Para Profamilia, ésta sería pilar de una verdadera equidad de género que erradique la discriminación; y paso de gigante en salud pública, pues el aborto inseguro pesa allí como una pandemia. Por otra parte, negarle a la mujer el aborto terapéutico puede ser condenarla a muerte o esclavizarla de por vida a una criatura nacida para sufrir. Pese a los tres casos de aborto permitido, se le interponen barreras sin fin: estigma, desinformación, criminalización, sabotaje e inducción al aborto con riesgo de muerte. Los obstáculos al aborto legal y seguro comportan violencia contra la mujer. En buena hora se propone reglamentación del aborto, taxativa en obligaciones y sanciones para quien lo boicotee.

Ella especifica las obligaciones de EPS y hospitales con la mujer que aborta: valoración completa de su estado de salud; información precisa sobre riesgo posible,  procedimiento, tratamiento, medicamentos y cuidados derivados. Certificación inmediata para proceder al aborto, urgente y gratuita si el embarazo procede de violación. La mujer tendrá derecho a decidir libremente, sin presión, coacción o manipulación de nadie. Si personal administrativo o médico de la IPS usa esos recursos, intervendrán la Procuraduría, la Fiscalía o la Policía. Ninguna IPS podrá negar el servicio.

El aborto libre terminará por salvar la vida y la libertad de miles de mujeres. Según la Corte, “no es posible someter a la mujer a sacrificios heroicos y a ofrendar sus propios derechos en favor de terceros”. Derechos en el Estado moderno, que no incursiona en la moral privada. Meterse en la cama de la gente es abuso de dictadores; y de purpurados que se brincan el Estado laico. El aborto libre, sobreviviente del odio que florece en los pantanos, no da espera. ¡Adelante, magistrados!

 

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En la Iglesia, jerarcas nonsanctos

Eficientes herederos de la daga purpurada que tantas veces obró como argumento sin apelación en sus luchas de poder, algunos jerarcas de la Iglesia la blanden en Colombia con un doble fin: encubrir el crimen de pederastia, o perseguir a sacerdotes que escogieron la opción por los pobres y terminaron asesinados, desaparecidos o expatriados. Fieros propagandistas de la moral cristiana, su doblez exalta por contraste la honradez de tantos religiosos fieles a su apostolado. Y la abnegación de prelados que median por la paz.

Monseñor Ricardo Tobón, arzobispo de Medellín y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, habría protegido a curas pederastas, según denuncia Juan Pablo Barrientos en su obra Dejad que los niños vengan a mí, premio Simón Bolívar. Demandado por maquiavélica alianza de dos jueces y un cura exsindicado de abuso sexual, el intento de censura por vía judicial fracasó y disparó la circulación de la obra. El cardenal López Trujillo, por su parte, mudo ante los óbolos que tonsurados de su cuerda recibían de Pablo Escobar, blandiendo contra sus críticos el báculo de la excomunión, raudo hacia la silla de San Pedro bajo el ala de Juan Pablo II, se coronó como cazador imbatible de curas “rojos”.

La Mesa Ecuménica por la Paz documenta ante la JEP el asesinato de 42 sacerdotes, la desaparición o exilio de muchos otros, mientras alargaba López su dedo inquisitorial contra aquellos que se volcaban a las comunidades de base  en la convicción de que sin justicia social no hay Evangelio posible. Según Frèderic Martel, López los acusaba en presencia de paramilitares que terminaban por disparar contra ellos. Sacudieron a Colombia, entre otros, el homicidio del obispo de Buenaventura, monseñor Gerardo Valencia Cano y los de sacerdotes como Sergio Restrepo, Bernardo Betancur, Tiberio Fernández y la religiosa Yolanda Cerón.

Menos ruidoso pero igualmente criminal, el asesinato de almas de niños y adolescentes, víctimas silenciadas de abuso sexual y violación. La máxima autoridad religiosa de Medellín habría protegido a pederastas como los curas Roberto Cadavid, Mario Castrillón, Carlos Yepes y Luis Eduardo Cadavid, mediante un recurso institucional a toda prueba: el código de Derecho Canónico, reforzado por el Concordato con la Santa Sede, que le reconoce a la Iglesia independencia judicial frente a la justicia civil. Si tienen los soldados su justicia penal militar, los curas gozan de la suya propia: justicia para prelados, hecha por prelados. Tan acomodaticia, permisiva y arbitraria la una como la otra.

Barrientos cataloga como caso emblemático el del padre Roberto Cadavid, autor de múltiples abusos y “muestra del procedimiento de ocultamiento sistemático” de la jerarquía católica para proteger a sus miembros. Expulsado de la Iglesia por sus crímenes, siguió, empero, ejerciendo el sacerdocio en la diócesis de Brooklyn, Nueva York, gracias a autorización y recomendación del arzobispo Tobón. Reproduce el autor las cartas con las cuales engañó nuestro prelado al colega estadounidense para que acogiera a Cadavid, el impostor.

En política, emulan los López a la Mano Negra, mientras cientos de sacerdotes se suman a la protesta general contra el régimen que hunde a la sociedad en la injusticia. En moral, encubren aquellos pastores un delito horrendo contra niños, a la par que pulpitean energúmenos a la mujer que, ciñéndose a la ley aborta el fruto de violación, en veces perpetrada por un cura. Sentencia honorable, la del Cardenal Rubén Salazar: “el que calla un caso de abuso también es un abusador”. Desnuda así la hipocresía ensotanada que podrá arrastrar a la Iglesia por el despeñadero.

 

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