Terror islámico y cristiano

Se escandaliza la plutocracia cristiana de Occidente porque musulmanes extremistas acudan a las armas, a la propaganda y al terror para expandir su Estado Islámico (EI) en nombre de Alá. Pero con medios iguales, en nombre de Cristo y contra “el eje del mal”, respondió George Bush a la atrocidad de las Torres Gemelas en 2001. Y no mató a 90 –última cosecha del wahabismo en este ramadán, que se suma a sus incontables víctimas–. Bush pulverizó en su represalia a decenas de miles de “infieles” inocentes en Irak, con bombas de sus aviones de guerra. Nunca se supo cuántos prisioneros padecieron torturas horrendas en Abu Ghraib por soldados del mandatario gringo que gobernaba con una secta protestante tan inflexible, o más, que la del nuevo califato islámico. Tan inflexible, o más, que la lefebvrista de nuestro procurador Ordóñez, nostálgico de guerra santa que no despacha con la Constitución laica sino con su propio Corán: la Biblia.

Hipócritas, magnifican el sacrificio de “herejes” chiítas por fundamentalistas islámicos, de turistas “infieles” en playas de Túnez, de soldados en trincheras enemigas. Anatema, vociferan, que el EI quiera compactar pueblos en una fe incontaminada y exclusiva, fuente del gobierno uno, inquebrantable de los sacerdotes. Ideal de teocracia que todos los monoteísmos persiguieron en la Edad Media, y cuyo campeón fue el cristianismo mediante dos instrumentos que la humanidad evoca con horror: las cruzadas contra mahometanos y judíos, los infieles, de un lado; del otro, la Santa Inquisición. Máquina de formato religioso y propósito político que durante seis siglos torturó, descoyuntó y quemó vivo a todo sospechoso de pensar por su cuenta: el hereje. Purgado así el rebaño, unido en el temor de Dios y sus ejércitos, papas y emperadores, reyes y cardenales compartieron trono, en un brazo la mitra, la espada en el otro.

Como se recordará, la Inquisición ejecutó a todo aquel que representó una amenaza potencial contra la homogeneidad religiosa de la comunidad, corolario del poder del Estado absoluto. La fe era entonces cosa pública, no privada. Escenificada para el público, la muerte del reo fue espectáculo terrorífico que aseguró sumisión sin reservas en la muchedumbre. Hubo también inquisidores protestantes.Calvino,  dictador teócrata de Ginebra, mandó al humanista Miguel Servet a la hoguera, por preconizar el regreso al evangelio de Jesús y negar la Trinidad. Inmigrantes puritanos, herederos del ginebrino, replicaron en Norteamérica la teocracia oligárquica del maestro, y fueron a su vez los antecesores de George Bush.

Abruma menos esta historia que su resurrección en pleno siglo XXI. Pues hace siglos las revoluciones liberales separaron a la Iglesia del Estado, enterraron el derecho divino de los reyes y le adjudicaron a la religión el ámbito de la vida privada, lejos del poder público. Es esto acaso lo que debería sorprender. Abundó la Inquisición en decapitaciones que militantes del EI parecen emular hoy; en torturas que soldados gringos imitan en Oriente Medio. Y con mira semejante a la del pasado: juntar política y religión en un mismo haz de poder. ¿No es ese el cometido de los estados que conforman el Corredor Bíblico en Estados Unidos? ¿El del EI? ¿El del lefebvrismo criollo?

Contra el adefesio de una Iglesia que se dice portadora de amor  convertida en máquina de terror, ha sabido apañárselas ella misma para  recuperar la grey. Entre otras, por su capacidad para generar “deslumbrantes anticipaciones”, diría el escritor Carlos Jiménez. Como la conmovedora encíclica de Francisco que reivindica el grito de la tierra y de los pobres. Antípoda del terrorismo que practicó en su hora, y que el Estado Islámico despliega hoy.

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La república cristiana (II)

La Inquisición no es patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica. De ella echó mano también el calvinismo, para aplastar al disidente e implantar un régimen de terror en olor de religión que tiranizó la vida pública y privada de los asociados. Divergentes en su origen, el curso de la historia fue acercando, no obstante, a las jerarquías católica y evangélica en un mismo ideal de Gobierno de los sacerdotes, en un mismo prevalecer por la violencia. A la multitud de brujas y herejes del siglo XVII se fueron sumando nuevos réprobos cada vez: librepensadores, masones, alquimistas, Copérnicos y Galileos, liberales, comunistas, homosexuales y la mujer –ay, la mujer, adúltera, víbora corruptora del varón, homicida que antepone su vida a la del cigoto deforme– El pastor evangélico Juan Rocha acaba de quemar en una pira a Viviana Trujillo en Nicaragua, para ahuyentarle el demonio del adulterio.

Ayer quemó Calvino en la hoguera al predicador español Miguel Servet, con sus libros, por negar el misterio de la Trinidad; la “Trinidad inmóvil”, diría en Colombia Augusto Ramírez Moreno casi 5 siglos después, y encendió la Violencia. Otra guerra santa. Con el primer asesinato religioso se inauguró en aquella desventurada Ginebra de Calvino la primera quema de libros. En adelante fue práctica de todos los censores que en la modernidad han sido: Robespière, Stalin, Hitler, Pio Nono, Videla. Y nuestro Ordóñez, pueril imitador de aquellos, incineró textos malditos y despachó como procurador de un país laico con la Biblia, en favor de correligionarios suyos.  Autoinvestidos de poder divino, cobraron esos déspotas con sangre el delito-pecado de pensar, de sentir y obrar en libertad.

Escribió Calvino la primera guía teológica y política de la doctrina evangélica. Toda crítica a su credo será por fuerza ofensa al poder político que lo representa. Para su secretario, la libertad de conciencia es doctrina del demonio y sus mentores deben morir. Pero este catecismo no es apenas una pauta de fe: ha de erigirse en ley orgánica de Estado. En 1536 se reúnen los ciudadanos de Ginebra en la plaza pública y deciden, por mayoría, vivir  “según  el evangelio y la palabra de Dios”. Declaran, por referendo, una religión oficial como la única permitida, y asimilada al poder del Estado. A poco sería aniquilada la católica. Hoy pretende Vivian Morales negar por referendo el derecho a la igualdad que asiste a las parejas gay. Querrá imponer por mayoría la ley de su dios particular sobre la ley civil que rige en Colombia para todos.

Dice Castellio, antagonista de Calvino en el conocido libro de Stefan Zweig, que el Estado no puede interferir en la opinión. ¿A qué, se pregunta, ese repugnante delirar con espuma en la boca cuando alguien tiene un modo distinto de ver el mundo? ¿Por qué ese odio mortal? Y reflexiona el autor: cuando un credo se hace con el poder del Estado, pone en marcha la máquina del terror; a quien cuestione su omnipotencia, le corta la palabra y, casi siempre, la garganta. Contra todo hereje (por raza, religión, orientación sexual, o por ideas) “las consignas, los pretextos cambian, pero los métodos de la calumnia, el desprecio y el exterminio son siempre los mismos”. En su Yo Acuso de la época, sentenció Castellio: “Matar a un hombre (por sus ideas) no es defender una doctrina. Es matar a un hombre”.

De persecución y muerte a manos de la intolerancia sabe El Espectador: desde la cuna sufrió cierres, cárcel su fundador, cerco del obispado por “atacar los dogmas de la Iglesia Católica”, y el asesinato de su director. Es milagro humano que sobreviva entre tanto jerarca de república cristiana que quisiera verlo arder en los infiernos.

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La república cristiana (I)

Dos vertientes religiosas se disputan el protagonismo en las derechas de Colombia. Y se disponen a marchar guiadas por la divisa Dios-Patria-Familia, símbolo tantas veces convertido por el frenesí del poder en guerra santa. En primer lugar, un nutrido enjambre de pastores evangélicos parece respirar el aire de la dictadura de Calvino en Ginebra, fundador de la corriente protestante que castigó en la hoguera la libertad de conciencia, impuso por el terror una teocracia monocrática y catapultó el enriquecimiento de los elegidos de Dios. Como se enriquece hoy con diezmos de pobres nuestro pastor Arrázola y amenaza de muerte al periodista que libremente cuestiona su iglesia. De otro lado, una derivación ultramontana del catolicismo invoca la Inquisición y el fascismo español de Primo de Rivera, cuyo brazo derecho fue la Iglesia. Y su discípula criolla, la dirigencia conservadora-clerical que se dio aquí a la Violencia, en la mira la patria de Cristo-rey elevada a poder del Estado. Fanatismo reavivado por la secta lefebvrista de Alejandro Ordóñez y ensayado en el uribato del Padre Marianito.

La democracia liberal triunfó del absolutismo hace siglos para asegurar pluralidad de ideas y derechos civiles para todos. Pero los estragos causados por la economía liberal librada a la gula de los más ricos —y el desprecio de un laicismo dogmático por sentimientos religiosos que habitan en multitudes— provocaron la sorpresiva involución: vuelven las derechas a armarse con el atávico expediente de la fuerza y la arbitrariedad como palancas de un gobierno de Dios y para Dios. Calibrado el 2 de octubre su potencial de manipulación contra la paz, contra la libertad sexual y la educación laica, planean reagruparse sin ocultar ahora su más retardataria inspiración.

Fraseología, imágenes y propuestas suyas parecen entresacadas, a la letra, del jefe de la Falange española. Primo de Rivera marcó su fascismo con la impronta católica. Exaltó la violencia y la acción directa, la misma que Laureano llamaría acción intrépida; y enarboló banderas de Dios, patria, familia, propiedad y orden. Todo bajo la égida de un integrismo católico llamado a proteger la tradición contra la modernidad, la democracia y las libertades ciudadanas. Propugnaba en su lugar el regreso al absolutismo y a la Inquisición. Fue su divisa instaurar una república católica y autoritaria.

Lo fue también de Los Leopardos, cepa ideológica de la extrema conservadora que antepuso a las reformas liberales de los años 30 la Violencia. Y las ahogó en sangre. Mientras el episcopado invita a desacatar la Carta del 36 porque “contraría la ley de Dios y la verdad religiosa”, Augusto Ramírez Moreno exclama: “yo quiero una patria justa, grande y moral donde la familia sea respetada […] el concepto de la propiedad intocado [y] la educación inspirada en los principios eternos de Dios”. Y remata: “juramos por la Trinidad inmóvil que dominaremos el temor abyecto de morir en defensa de Dios”. Así honra el llamado de fray Mora Díaz a responder con guerra santa a una Carta que “ataca los derechos espirituales”.

Ya se recordaba aquí que el partido Voto Católico, dilecto seguidor de Ordóñez, difunde consejas contra la “bestia liberal”. Invita, por boca del padre Iraburu, a librar resistencia armada contra los gobiernos que prescinden de Dios. Denosta de la modernidad y de la superstición diabólica de la democracia liberal. Y añora las cruzadas y las órdenes militares. En su tesis de grado como abogado exalta Ordóñez “los alzamientos militares del heroico catolicismo mexicano y español”. Se comprenderá por qué estos amantes de la guerra quieran tumbar el acuerdo de paz que clausuró una conflagración de medio siglo en Colombia.

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ORDÓÑEZ O LA CONCUPISCENCIA DEL PODER

No es el único, pero sí uno de los más crudos ejemplares de la especie que convirtió a Colombia en el país archiconservador del hemisferio. Retrato en mano, Alejandro Ordóñez pide a gritos un espacio en la galería rococó de los hombres que manosearon el sentimiento religioso hasta convertirlo en fórmula de gobierno inquisitorial. En su nostalgia de Cruzadas y órdenes militares del Medioevo, apenas disimula el toque neonazi que la adapta a los tiempos. Desde Rafael Núñez, pasando por san Ezequiel de Pasto y monseñor Builes y Alvaro Uribe – santo de cabecera del beato Marianito- y algún pastor cristiano enredado en parapolítica, larga es la lista de nuestros teócratas que vuelven siempre sobre los pasos de la historia para petrificarla. Para sumarle nuevas telarañas a la caverna, mientras el mundo rebasa las modestas fronteras del liberalismo que aquí nos resulta todavía esquivo. Pero, más que iluminado, Ordóñez es un concupiscente del poder que, apuntando al solio de Bolívar, mueve la fibra goda de los indoctrinados en el miedo a la paz, a la pluralidad, a la preeminencia de la ley civil sobre la divina que vino con la modernidad.

 La galería abruma. Núñez negoció el Estado laico contra la bendición pontificia a sus pecadillos de alcoba. Ezequiel fue heraldo de la sentencia que trocó el liberalismo en pecado y cobró miles y miles de vidas en la guerra de los Mil Días. La continuó monseñor Builes, pulpiteador de aquella sentencia de muerte contra el pueblo desafecto al partido católico, cuando Laureano, luz de Ordóñez, se declaraba seguidor del nazi-fascismo y promovía la acción intrépida y el atentado personal. Gobernaron los tonsurados por interpuesto presidente. Monseñor Perdomo, el Cardenal Crisanto Luque y Monseñor Muñoz Duque ungieron para el gobierno civil a los mandatarios Concha,  Suárez,  Abadía Méndez,  Ospina, Gómez y Betancur. Debieron desfilar todos por el Palacio Cardenalicio para acceder a la casa de Gobierno. Y devolvieron con creces a la poderosa Iglesia sus galanterías. Los pastores cristianos siguen el ejemplo. De la sana libertad de cultos que la Carta del 91 consagró, saltaron a la divisa “un fiel un voto”. Son los suyos feudos electorales de incautos que pagan diezmos y sufragan a menudo por quienes ofrecen resignación en la tierra por la gloria de Dios. Sin preguntar antes si ofician también de parapolíticos o si su paz es la de los sepulcros. Como el pastor Jaime Fonseca, quien se permitió predicar energúmeno su fórmula divina para alcanzar la paz: “oración de cristianos y plomo ventiado”.

 Ordóñez milita en una secta ultramontana del catolicismo que bebió, entre otras, en el pontificado de Benedicto. Instaba éste a la organización de políticos dispuestos a batirse por Cristo y contra el príncipe diabólico. El padre Iraburu extremó el llamado contra la “bestial liberal” y para alzarse en armas contra ella. En su tesis de Derecho, exalta Ordóñez  “los alzamientos militares del heroico catolicismo mexicano y español” y aboga por un Estado confesional  edificado sobre el cadáver de la democracia. Homicidio perpetrado a dos manos: por el integrismo católico y por el ejemplo nazi. Fiel a sus fuentes, ya en 1978, fungiendo como cruzado medieval, repitió Ordóñez la incineración de libros que aprendiera de Hitler, de  Videla y Pinochet. El procurador es resultado y síntesis de esta historia. Fingiéndose elegido de Dios para salvar la religión católica, no oculta, sin embargo, su pasión por el poder mundano. Hacia éste apunta el ejercicio selectivo de sus condenas “judiciales” ejecutadas a golpes de Biblia y de clientela. Contra blancos legítimos del dios de sus ejércitos.

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REPÚBLICA CLERICAL

No se sacude Colombia el lastre de la Iglesia en el poder público. Caverna contra la sociedad plural y el Estado laico que desde nuestra frustrada revolución liberal de los años 30 redobla su ofensiva contra el poder civil, una mayoría de senadores hundió el matrimonio gay, más a embates de biblia que de código civil. Rebaño del abominable Ordóñez, se brincó el derecho de igualdad que a todos cobija, minorías incluidas. Así lo prescribe la democracia, para desdicha de mayorías que suelen imponerse a golpe de tumulto, y de devotos siempre prestos al golpe por la fe. Pero nuestra democracia anda en pañales, pues la historia se repite sin cesar.

 Cuandoquiera que los segregados levantaron la cabeza, se atrincheró la reacción en su territorio de privilegio moral, bajo la égida de un dios despótico. Dios hechizo a la medida del integrismo católico de un monseñor Builes para fustigar a la mujer que exigía ciudadanía y voto. Dios hechizo para potenciar el griterío de un Laureano contra el divorcio y el matrimonio civil. Dios hechizo de las Ilva Myriam y políticos-pastores para bloquear el matrimonio igualitario y el aborto terapéutico de ley. Dios hechizo con pasajes que el Ku Klux Klan rebuscaba en la biblia para justificar el asesinato y la esclavitud eterna de los negros en EE UU. Hasta 1964 vivieron ellos segregados en el lema “iguales pero separados”. Como en Colombia quedó para las parejas homosexuales: tendrán ellas los mismos derechos jurídicos y patrimoniales de las heterosexuales; pero, eso sí, no se llamará lo suyo matrimonio sino unión solemne. El rótulo discrimina, pues se le asigna en exclusiva a una minoría repudiada. Es fórmula paternalista de mera tolerancia: reconozco que, a mi pesar, existes; no te mato pero tampoco te incluyo; tu destino es el gueto. Gueto fue el de los negros en EE UU.

 Campeó en el Congreso, en la plaza y en las redes la misma intransigencia religiosa que aquí se resolvió en guerras, en violencia moral sobre la familia, en ataque al postulado liberal formulado hace siete siglos por Marcilio según el cual la vida civil ha de regirse por la ley civil, no por la divina. El canonizado obispo Ezequiel Moreno, contribuyente de las tropas conservadoras en la guerra de los Mil Días, parecía hablar ahora por boca de nuestra jerarquía eclesial y política. Como reavivando la “sana y recta aversión” del santo a las ideas liberales que “son pecado”, monseñor Falla desconceptuó a la Corte Constitucional y, en defensa de la familia patriarcal, condenó el matrimonio igualitario. El senador Gerlein logró síntesis feliz del Estado confesional, premoderno: “política y religión deben ser aliadas; la Iglesia Católica iluminó a quienes han escrito nuestras Cartas políticas para definir el matrimonio entre hombre y mujer”.

 Hoy se reedita el acoso contra el liberalismo y el laicismo. Contra la igualdad de derechos, el respeto a las minorías y a la diversidad creciente en los modelos de pareja y de familia. Diversidad que adquiere legitimidad, visibilidad y voz. E incluye el paradigma de la pareja homosexual, que una nueva ley ha de reconocer y proteger, con igual denominación del vínculo y derecho de adopción. Como en el caso del aborto, este debate no remite a la moral religiosa sino a los derechos civiles. No puede dirimirse entre Dios y el Diablo, sino entre Estado laico y teocracia. Así vocifere todavía la república clerical.

 Mea culpa. Por error que lamento, escribí en mi columna pasada que se habría realizado reunión política en casa del concejal Argote para oponerse a un proyecto del Alcalde. Se trataría –según La Silla Vacía- del apartamento de Julio César Acosta y no del concejal Álvaro Argote Muñoz. Rendidas disculpas.

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