FUERZAS POLÍTICAS DEL CATOLICISMO

Pedofilia, corrupción, complots palaciegos son apenas el detonador de la crisis; su carga de profundidad, el destape de un conflicto latente entre fuerzas políticas que se baten en el seno de la Iglesia desde hace medio siglo y le atribuyen papeles opuestos al cuerpo de Cristo en la tierra. Una, busca sintonizarlo con el mundo de hoy encarando el problema social; otra, lo escamotea huyendo hacia la premodernidad. La fuerza más conservadora, que ha gobernado bajo la mitra de Wojtyla y Ratzinger, acusa crisis de autoridad y de credibilidad, por abandono del rebaño. Acallada su contraparte (la doctrina social de la Iglesia que Juan XXIII depuró en los 60) quedó el pueblo católico librado a la fatalidad de la pobreza, y convertida en delito de lesa divinidad su vida sexual y reproductiva. La renuncia de Benedicto empieza a desembozar este choque de corrientes políticas en la Iglesia, largamente silenciada con guante de hierro y armadura medieval. Dos lecturas del Evangelio, dos teologías que cristalizan en procesos políticos antagónicos.

Por un lado, la Teología de la Liberación desprendida del Concilio Vaticano II accede al poder en Brasil, al lado del Partido de los Trabajadores de Lula da Silva. Del otro, la prepotente imposición de su poder por estos papas y su apasionada protección a sectas de extrema derecha como los Legionarios de Cristo, el Opus Dei y el Lefebvrismo. No ha mucho invitaba Ratzinger a los fieles a organizarse en partidos para hacer política “sin complejos de inferioridad”. Y convocaba el Vaticano a “una nueva generación de políticos dispuestos a combatir en favor de Cristo, contra el mundo y su príncipe diabólico”, el liberalismo. Discípulo amantísimo del lefebvrismo, nuestro Alejandro Ordóñez pinta como líder espiritual del partido que en Colombia se denomina Voto Católico y va por la “reconquista del Occidente descristianizado”.

 En su Carta del 84 contra la Teología de la Liberación, atacaba Ratzinger la politización de la fe en clave de lucha de clases. La juzgó intolerable y herética porque negaba la estructura sacramental y jerárquica de la Iglesia y escindía su cuerpo en una vertiente “oficial” enemiga de otra “popular”. Acertaba. El teólogo brasileño Leonardo Boff reconoce orgulloso que  aquella teología era interpretación libertaria y revolucionaria del Evangelio y había derivado en fuerza político-social. También en fuerza política convirtió Ratzinger su credo: guerreó a brazo partido contra quienes militaban con el Vaticano II que, vaya paradoja, había promovido él en su hora.

 Avanza decidido el proyecto político de la ultraderecha católica. El padre José María Iraburu reivindica representación parlamentaria de los partidos católicos contra la “bestia liberal”: la del aborto, el divorcio, la eutanasia, la educación laicista. Propone resistencia armada contra los gobiernos sin Dios (así fueran elegidos por el pueblo) a la manera de las órdenes militares del medioevo. Su divisa, derrocar el Estado laico y restaurar el confesional. Pero vuelven a sonar las palabras de Juan XXIII: el lujo desenfrenado de unos pocos contrasta insolente con la extrema pobreza de la mayoría, y clama al cielo. Oscar Rodríguez, cardenal de Honduras, rescata sin miedo la doctrina social de la Iglesia: “tenemos el deber de anunciar la justicia y de denunciar la injusticia”. Cómo pregonar un dios de amor en un mundo plagado de miserables, pregunta. Cambio de tono para redefinir la acción evangelizadora y erradicar la hipocresía del Vaticano. La Iglesia es, de suyo, institución política, pues todos los días se juega el poder. Lo malo es no reconocerlo y perseguir a los contradictores que también hacen política.

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EL PARTIDO CATÓLICO

Ave Fénix resucitada de las tumbas de Laureano Gómez y Francisco Franco, se forma en Colombia un partido confesional de nombre Voto Católico que responde al odio de Alejandro Ordóñez a la mujer (motivo aborto), a los homosexuales y a todo el que anhela un buen morir. Los cinco millones de firmas que un reducto fundamentalista de católicos dijo reunir para revertir la norma que autoriza el aborto terapéutico es acción abiertamente política de cruzados que, en voz de Ordóñez, abominan de la “ideología de género” y del “laicismo militante” que alimenta “la agresión a nuestras tradiciones cristianas”. En su ofensiva por la reconquista del Occidente descristianizado, rescatan de los socavones más oscuros de la Iglesia medieval fósiles de moral y de política que piden votos, en momentos en que las religiones cosechan en las carencias de la democracia liberal.

Nadie les niega su derecho a darse figura de partido. Pero alarma el integrismo que funde en una misma bandera la espada y la cruz. En esta Colombia cuya guerra de hoy reedita la pasión silvestre de aquella que el partido católico desencadenara a mediados del siglo pasado, planificada en directorios conservadores y animada desde los púlpitos por tonsurados que invitaban a matar a los enemigos de Cristo-Rey. Imagen de identidad entre poder terrenal y divino, que vuelve a agitarse por apelación del Vaticano a una “nueva generación de políticos dispuestos a combatir a favor de Cristo y contra el mundo y su príncipe diabólico”. Benedicto los anima a comprometerse en política “sin complejos de inferioridad”.

 La página web de Voto Católico incorpora tratado del padre José María Iraburu sobre militancia de católicos contra la degradación moral que ha resultado de la perversión de la política. Sus más terribles manifestaciones, la legalización del aborto, de la eutanasia y el matrimonio igualitario, hechura de la “bestia liberal”. Hoy se agudiza –escribe- la batalla entre los hijos de la luz y los de las tinieblas secundados por el diablo. Como todos los gobiernos que prescinden de Dios son intrínsecamente perversos, se justifica la guerra contra ellos, la resistencia activa y armada. Para enfrentarlos, “el pueblo cristiano debe en conciencia levantarse en armas y echarse al monte”. En la mira el Estado confesional, Iraburu denosta de la modernidad, desde el Renacimiento y la Revolución Francesa hasta la “superstición diabólica” de la democracia liberal. Porque ésta niega que, aún donde el pueblo elige a sus gobernantes,  el poder viene de Dios. El partido católico –puntualiza- respeta las leyes que no contradigan la ley divina. Por eso invita a desobedecer la del aborto. Y añora los tiempos en que santos lideraron las Cruzadas y las órdenes militares del Medioevo, “luz estimulante” para los católicos de hoy.

Fraseología militar que resultaría inofensiva si no hubiera encendido tantas guerras en la historia. Y en el siglo XX, con recurso al fascismo. Dígalo nuestro Laureano, prosélito de Franco que galvanizó en una y misma cosa a jefes conservadores y jerarcas de la Iglesia. En rebelión contra la ley civil que contrariaba la divina, llamó en 1940 (como Santo Tomás) a eliminar al tirano que en la Carta del 36 negaba a Dios como fuente de toda autoridad. Llamó a la guerra contra quienes atropellaban “la sacrosanta religión”, contra el “Estado impío y ateo”. Llamó a la acción intrépida y al atentado personal, a hacer invivible la república. Llamó a la guerra santa. Recurso pavoroso cuando a la fe se le suma el sentido inapelable del poder absoluto. Ojalá que Ordóñez, laureanista intérprete del partido católico que renace no propicie en su restauración del orden medieval otra guerra.

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ORDÓÑEZ O LA CONCUPISCENCIA DEL PODER

No es el único, pero sí uno de los más crudos ejemplares de la especie que convirtió a Colombia en el país archiconservador del hemisferio. Retrato en mano, Alejandro Ordóñez pide a gritos un espacio en la galería rococó de los hombres que manosearon el sentimiento religioso hasta convertirlo en fórmula de gobierno inquisitorial. En su nostalgia de Cruzadas y órdenes militares del Medioevo, apenas disimula el toque neonazi que la adapta a los tiempos. Desde Rafael Núñez, pasando por san Ezequiel de Pasto y monseñor Builes y Alvaro Uribe – santo de cabecera del beato Marianito- y algún pastor cristiano enredado en parapolítica, larga es la lista de nuestros teócratas que vuelven siempre sobre los pasos de la historia para petrificarla. Para sumarle nuevas telarañas a la caverna, mientras el mundo rebasa las modestas fronteras del liberalismo que aquí nos resulta todavía esquivo. Pero, más que iluminado, Ordóñez es un concupiscente del poder que, apuntando al solio de Bolívar, mueve la fibra goda de los indoctrinados en el miedo a la paz, a la pluralidad, a la preeminencia de la ley civil sobre la divina que vino con la modernidad.

 La galería abruma. Núñez negoció el Estado laico contra la bendición pontificia a sus pecadillos de alcoba. Ezequiel fue heraldo de la sentencia que trocó el liberalismo en pecado y cobró miles y miles de vidas en la guerra de los Mil Días. La continuó monseñor Builes, pulpiteador de aquella sentencia de muerte contra el pueblo desafecto al partido católico, cuando Laureano, luz de Ordóñez, se declaraba seguidor del nazi-fascismo y promovía la acción intrépida y el atentado personal. Gobernaron los tonsurados por interpuesto presidente. Monseñor Perdomo, el Cardenal Crisanto Luque y Monseñor Muñoz Duque ungieron para el gobierno civil a los mandatarios Concha,  Suárez,  Abadía Méndez,  Ospina, Gómez y Betancur. Debieron desfilar todos por el Palacio Cardenalicio para acceder a la casa de Gobierno. Y devolvieron con creces a la poderosa Iglesia sus galanterías. Los pastores cristianos siguen el ejemplo. De la sana libertad de cultos que la Carta del 91 consagró, saltaron a la divisa “un fiel un voto”. Son los suyos feudos electorales de incautos que pagan diezmos y sufragan a menudo por quienes ofrecen resignación en la tierra por la gloria de Dios. Sin preguntar antes si ofician también de parapolíticos o si su paz es la de los sepulcros. Como el pastor Jaime Fonseca, quien se permitió predicar energúmeno su fórmula divina para alcanzar la paz: “oración de cristianos y plomo ventiado”.

 Ordóñez milita en una secta ultramontana del catolicismo que bebió, entre otras, en el pontificado de Benedicto. Instaba éste a la organización de políticos dispuestos a batirse por Cristo y contra el príncipe diabólico. El padre Iraburu extremó el llamado contra la “bestial liberal” y para alzarse en armas contra ella. En su tesis de Derecho, exalta Ordóñez  “los alzamientos militares del heroico catolicismo mexicano y español” y aboga por un Estado confesional  edificado sobre el cadáver de la democracia. Homicidio perpetrado a dos manos: por el integrismo católico y por el ejemplo nazi. Fiel a sus fuentes, ya en 1978, fungiendo como cruzado medieval, repitió Ordóñez la incineración de libros que aprendiera de Hitler, de  Videla y Pinochet. El procurador es resultado y síntesis de esta historia. Fingiéndose elegido de Dios para salvar la religión católica, no oculta, sin embargo, su pasión por el poder mundano. Hacia éste apunta el ejercicio selectivo de sus condenas “judiciales” ejecutadas a golpes de Biblia y de clientela. Contra blancos legítimos del dios de sus ejércitos.

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DE VUELTA AL ESTADO CONFESIONAL

No se contentó Uribe con legarnos el bulto de la corrupción que en su mandato echó barriga hasta reventar. También nos heredó la semilla teocrática del conservatismo rancio que orientó a su gobierno y hoy florece en las carnitas del procurador Ordóñez. El diario manoseo al padre Marianito desde la silla presidencial ambientó el destape del jefe del Ministerio Público. Líder de la revuelta contra el Estado laico que la Carta del 91 había rescatado de las calendas de 1936, en su celada contra el aborto legal Ordóñez subordina la norma civil de interés común a la hegemonía de una iglesia en particular, la católica: se ríe de la libertad de conciencia,  de la igualdad y la libertad de cultos, patrimonio de las democracias liberales. El proyecto contra el aborto que cursa en el Congreso somete derechos fundamentales de la mujer al principio absoluto de una fe religiosa. Recula desde un orden laico y pluralista hacia el Estado confesional que tiraniza desde un credo a la sociedad entera. Como si todos los colombianos fueran católicos.

En honor de alianzas apolilladas que vuelven por sus fueros, son paladines de esta iniciativa la jerarquía católica y los jefes del conservatismo. E iglesias protestantes que nacieron a la política gracias a la libertad de cultos que la Constitución del 91 trajo, y ahora se rebelan contra ella. Ordóñez, cabeza de la conspiración, retoza en sus escritos contra el amor libre, los anticonceptivos, el aborto, la fecundación in vitro, la “ideología de género”; y, por supuesto, contra el “laicismo militante”, motor de la “agresión a nuestras tradiciones cristianas”.  Reivindica la preeminencia de la ley divina sobre la terrenal. Pero el terrenal cargo de Procurador catapultó su poder, que éste despliega con potencia de cruzado. Y con desfachatez. No contento con aplicarlo al proselitismo religioso montando oratorios, colgando crucifijos y oficiando misas en las dependencias mismas de la Procuraduría, edifica su imperio espiritual sobre la amenaza de investigar y destituir a funcionarios y políticos herejes. Senadores de la Comisión que debate el proyecto contra el aborto tiemblan ante la espada de este Savonarola. Cinco de ellos le confesaron a La Silla  Vacía estar “asustados de votarle en contra el proyecto al Procurador y sufrir luego (sus) represalias”.

La beligerancia de Ordóñez evoca la propia de su mentor, Laureano Gómez, en rebelión contra la Constitución de 1936 que separaba a la Iglesia del Estado, proclamaba el origen de la autoridad en el pueblo (no en Dios), y consagraba la libertad de conciencia y de cultos. “De ningún modo se debe obedecer a la potestad civil cuando manda cosas contrarias a la ley divina”, había exclamado el jefe del partido católico-azul prusia. El 15 de septiembre de 1940 convocaba Gómez a la guerra civil contra López Pumarejo, el “tirano” que había negado el origen divino de toda ley. Nueve años después, la guerra había saltado de la acción intrépida y el atentado personal al proselitismo armado, con intimidación, escarnio y ejecución de los contradictores. Entonces fueron la Violencia y sus 280 mil muertos. Guardadas proporciones y matices, sentenciar a prisión o a la muerte a cientos de miles de colombianas que por razones médicas abortan cada año, ¿no es declararle la guerra a la pecadora bíblica en pleno siglo XXI? ¿No es sumar más violencia a esta martirizada Colombia?

El Estado laico es de todos, no de los devotos ni de los incrédulos. Tampoco lo es del senador Gerlein, a quien “matar niños (le parece) aterrador”, pero no así el homicidio culposo contra sus madres. Ni lo es de los Andrés Uriel, ministro estrella del uribato que al reclamo por la corrupción que rodeó su desempeño en Obras, respondió altanero: yo no le rindo cuentas sino a Dios. La teocracia al servicio de la truhanería.

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EL PODER DIVINO CONTRAATACA

La legalización del aborto y del matrimonio entre homosexuales ha despertado ira atronadora en la Iglesia y una contraofensiva legislativa que amenaza con derribar el Estado laico. En su avanzada, tonsurados y gobernantes de derecha repolitizan la Biblia, y la religión corre su cerca sin cesar sobre territorio del poder civil. En Colombia, el mismísimo Procurador de la Nación sabotea, misal en mano, la norma que autoriza el aborto; y el Presidente, teócrata en ciernes, invoca la benevolencia de Dios para quedarse en el poder por los siglos de los siglos, amén. En Madrid, a diez días de la legalización del aborto, una multitud de católicos acicateada por mensaje del Papa en español se congrega el 27 de diciembre en defensa de la familia tradicional y contra las políticas liberales de Rodríguez Zapatero. Y en México, protagonista de una revolución que en 1910 elevó la última valla entre el poder temporal y el divino tras la cruenta guerra de los Cristeros, una riada insospechada de conservadurismo habla hoy por boca del partido de gobierno, del PRI (¡) y de la jerarquía eclesiástica.

Respuesta a la despenalización del aborto en la capital, la mitad de los Estados en México ha dictado leyes que asimilan aborto a infanticidio e imponen penas hasta de 50 años de prisión, las más elevadas del Orbe. Gana terreno allí una feroz embestida contra el Estado laico y las libertades que la democracia consagra, desde un fundamentalismo que pretende suplantarlos con el categórico e irrecusable orden divino que prevaleció siglos ha, cuando los derechos personales eran anatema.

La controversia, de alto vuelo, alcanzó su clímax el 22 de diciembre, cuando la Asamblea Legislativa del Distrito Federal autorizó el matrimonio entre homosexuales y les reconoció el derecho a adoptar hijos, en decisión que ensancha el horizonte de libertades y responsabilidades individuales, cualesquiera que sean las opciones de vida de la persona. El arzobispo primado de México consideró “aberrante y perversa” la medida, pues ella “(ofuscaba) valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad”.

Pedro Miguel escribe, sin embargo, en el diario La Jornada que “el verdadero peligro para la sociedad es el ayuntamiento entre el poder religioso y el secular porque bajo ese maridaje han florecido métodos de lucha contra lo que el Santo Oficio llamaba el pecado nefando de sodomía, tales como la hoguera, la castración, la confiscación de bienes, el calabozo y los azotes”. No encuentra él agresión ni barbarie en el amor; en cambio –dice- la violencia y el abuso sexual derivan del ejercicio indebido de un poder (del padre, del cónyuge, del maestro, del guía espiritual, del patrón) sobre una persona vulnerable.

Contra esta cruzada para revertir la secularización del sexo se agita la bandera del Estado laico, que es condición imprescindible de la democracia, de la libertad de conciencia, de la privacidad del individuo. A la especie más atildada y vernácula del catolicismo mexicano respondió el poder legislativo de la capital exigiéndole al gobierno local aplicar la ley y sancionar a los purpurados que pisotean desde el púlpito la Constitución. Estima la corporación que es deber del gobierno hacer cumplir la ley, conjurar todo intento de discriminación de minorías y de involución hacia una religión oficial.

Da grima comparar la amplitud que este debate alcanza en México con la languidez del nuestro. Aquí la fugacidad de algún chispazo apenas araña la muelle conformidad de tantos que lo mismo contemporizan con la moral del todo-vale que con una dogmática religiosa impuesta como fórmula de gobierno. Y el Congreso ahí. Quieto. Callado. Sobornado.

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